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Las armas de fuego en la mira. ¿Se puede desarmar a los uruguayos?

Los programas de desarme no son realmente efectivos para bajar el delito
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30 de junio de 2019 a las 05:00

En 2015 tuve la fortuna de trabajar varios meses en el centro de investigación Small Arms Survey de Ginebra (Suiza), donde más de 40 expertos internacionales asesoran a autoridades y gobiernos sobre cómo enfrentar problemas de seguridad complejos: desde el cuidado de arsenales militares hasta el tráfico internacional de armas, la presencia de bandas y pandillas o el estallido de guerras civiles. 

Es también este centro de investigación el que realiza periódicamente un relevo del número de armas pequeñas y ligeras en circulación, donde Uruguay suele puntuar alto con relación a la proliferación civil de armas de fuego. Y es que, según sus estimaciones, nuestra sociedad es la más armada de América Latina (ver gráfico 1), la segunda más armada del hemisferio y la quinta más armada del mundo, superados solo por Estados Unidos, Yemen, Montenegro y Serbia.

De acuerdo con esta estimación, los civiles uruguayos tendríamos casi 1.200.000 armas de fuego, de las cuales solo la mitad estarían registradas. Como toda estimación, contiene un margen de error considerable, y es probable que la “cifra negra” de armas ilegales sea menor, como han estimado a partir de encuestas algunos académicos locales. Sin embargo, para un país de 3 millones de habitantes, el número de armas registradas –unas 605 mil– es ya de por sí bastante alto. Por eso, es correcto catalogar a la sociedad uruguaya como fuertemente armada, más allá de que no sepamos con exactitud qué posición ocupa en el ranking. 

Por otro lado, la relación de muchos uruguayos con las armas de fuego siempre ha sido cercana, pero es recién en los últimos años que estas han comenzado a dominar la escena delictiva: Hasta 2011, solo 49% de los homicidios se cometían con armas de fuego. En 2018, lo fueron 71% (ver gráfico 1). 

Son estos dos factores los que han llevado a algunos sectores del Frente Amplio ha poner la mira sobre la proliferación de armas y su vínculo con la delincuencia. En concreto, el precandidato Mario Bergara propone prohibir la tenencia de armas en manos de civiles, si bien no ha dado detalles sobre cómo podría implementarse. Mientras tanto, desde el sector Casa Grande se quiere llevar adelante una nueva campaña voluntaria de desarme. En este caso, vale la pena recordar que ya hubo dos campañas de esta índole en los últimos años. 

El enfoque no es novedoso: si en las derechas latinoamericanas es común el discurso de la mano dura, el desarme civil suele estar entre los principales reclamos de las izquierdas. Más aún, la conjunción de ambas propuestas recuerda al Estatuto brasileño del Desarme, una estricta política de control de armas que fue aprobada en 2003 por el Partido de los Trabajadores (PT) y que el nuevo presidente brasileño está intentando dejar sin efecto. La misma suele ser mencionada desde ambos sectores del Frente Amplio, porque dificultó enormemente la compra de armas por parte de civiles e incluyó una campaña de desarme que recolectó casi 460 mil armas. 

En Brasil, los partidarios del Estatuto alegan que es la única medida que logró revertir temporalmente el aumento constante de la violencia armada. Sus detractores, en cambio, niegan su impacto positivo y critican una ley que dificulta el acceso a las armas de fuego por parte de una población desamparada, a la merced de criminales y delincuentes armados. 

Analicé dicha política en profundidad en una columna anterior. En efecto, tras su implementación hubo una importante reducción de las muertes por armas de fuego, pero esta se dio solo en la mitad de los estados. Además, casi la totalidad sucedió en San Pablo, donde la reducción comenzó a notarse un año antes, tras la reforma y el fortalecimiento de la policía estadual. Por eso, lo más probable es que la reducción temporal de los homicidios no fuese una consecuencia directa del Estatuto, sino más bien su implementación conjunta con otras medidas de alto impacto en ciertos estados. La realidad, además, es que el Estatuto del Desarme no logró contener el aumento drástico de la violencia por mucho tiempo: en 2009 las tasas de homicidio volvieron a los niveles de 2003 y desde entonces no han parado de crecer.

Pero más allá del caso concreto, hay dos argumentos generales que dificultan las posibilidades de éxito de estas estrategias. El primero es que la correlación entre proliferación de armas y criminalidad suele ser baja. Es decir, no hay una relación clara entre sociedades más o menos armadas y niveles altos o bajos de delito, ni dentro ni afuera de América Latina. Sin ir más lejos, se estima que Canadá tiene el mismo número de armas de fuego por habitante que Uruguay, y su tasa de homicidios es once veces menor que la nuestra. La clave suele estar en el contexto en que se sitúan las armas.

En países como Suiza y Canadá, la proliferación de armas no suele traducirse en violencia. En el contexto latinoamericano suele pasar lo contrario, ya que incluso bajos niveles de proliferación presentan una letalidad muy elevada.

El segundo argumento es que quienes participan en los programas de desarme son usuarios de bajo riesgo, cuyas armas suelen estar descompuestas o tienen pocas posibilidades de ser mal utilizadas. Los delincuentes, por el contrario, adquieren sus armas en el mercado negro y no suelen participar de los programas de desarme, salvo cuando estos incorporan algún incentivo perverso que les permite obtener una ganancia. Lo mismo aplica a los usuarios de riesgo, quienes no suelen estar dispuestos a entregar sus armas gratuitamente y menos aún si las tienen por razones de seguridad. 

Por eso, en la literatura internacional prima la visión de que estos programas no son realmente efectivos para incidir en el delito. La criminalidad es el resultado de una multiplicidad de factores y el acceso a las armas de fuego es solo uno de ellos. Si en los últimos años ha aumentado el delito armado, es porque en Uruguay se ha instalado el crimen organizado. Es la misma tendencia que vimos en Brasil y en otros países de la región, donde el aumento de los asesinatos cometidos con armas de fuego demostró deberse al establecimiento y mayor actividad de pandillas. Es el combate a estos grupos y a los mercados que los sustentan lo que va a dar resultados contundentes.
Teniendo eso en cuenta, no es mala idea apostar por una campaña voluntaria de desarme permanente. Tenemos una sociedad fuertemente armada y dichas estrategias sí pueden ser útiles para prevenir otros hechos de violencia, como son los accidentes y suicidios. Estos últimos siguen siendo la primera causa de muerte violenta en nuestro país, por cierto.

Pero, en definitiva, la efectividad de estos programas depende de la coyuntura. La mayoría de los uruguayos se sienten desprotegidos frente a una criminalidad cada día más osada e impredecible. Siempre me pareció que despotricar la tenencia de armas en estas circunstancias denota cierto elitismo. Las armas de fuego pueden ser un instrumento letal para generar violencia y perpetuar crímenes, como también pueden ser un instrumento efectivo de defensa personal contra el delito. Yo no poseo armas de fuego, no me gustan ni reconozco un derecho inalienable a tenerlas. Ahora, si hoy tuviese que atender un almacén en un barrio complicado de Montevideo, probablemente estaría armado. Por las dudas. 

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