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Mano dura y plomo

Los objetivos deben apuntar a la rehabilitación y a resocialización del preso
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15 de junio de 2019 a las 05:04

A estas alturas, quizás no resulte sorprendente saber que el delincuente que el lunes pasado asaltó e incendió una sucursal de Redpagos de Sayago –provocando quemaduras de gravedad a dos trabajadoras– estaba cumpliendo en ese momento una pena de libertad vigilada y arresto domiciliario. 

En efecto, el delincuente había sido investigado por una cantidad de delitos gravísimos, pero finalmente solo se le pudo imputar la receptación y tenencia ilegal de un arma, la cual había sido robada recientemente a un policía. El Código de Proceso Penal prevé que dicho delito de receptación sea castigado con una pena de seis meses de prisión a diez años de penitenciaría, donde además la receptación de un bien destinado a un servicio público –como es el caso– debe ser considerado un agravante. 

Y, sin embargo, el delincuente nunca fue a prisión. Por el contrario, su defensa pactó con la fiscalía un proceso abreviado, por el cual se determinó que el imputado cumpliera en su lugar una pena de libertad vigilada durante nueve meses. Durante ese tiempo, se aplicaría primero un régimen de prisión domiciliara nocturna y luego una visita semanal a la seccional más cercana.

Si al lector le hierve la sangre al leer el desenlace de la historia, sepa que no está solo. En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a escuchar y leer sobre penas sustitutivas de prisión que parecen improcedentes, como también sobre delincuentes que rapiñan y asesinan a sus anchas mientras las cumplen. 

Dadas las circunstancias, no puede sorprender que en épocas electorales surjan propuestas como las de Pablo Perna, candidato a diputado por el Partido Colorado. Su campaña lleva el eslogan “Mano Dura y Plomo” y está centrada en el combate a la delincuencia, si bien en los últimos días también sugirió que su propuesta podía aplicarse a nuestro exvicepresidente caído en desgracia, Raúl Sendic. En realidad, el eslogan intenta evocar las promesas de campaña del nuevo presidente brasileño y se refiere a aumentar las penas de prisión y permitir que los policías disparen a presuntos delincuentes, sin importar si estos se encuentran armados o no.

Más allá del potente eslogan, la propuesta no es novedosa. En realidad, se trata de una versión imprecisa de una línea general de políticas que podríamos denominar como de “mano dura”, con un largo recorrido en la región y el mundo. Si las bajamos a tierra, suelen implicar el aumento general de las penas de prisión, la militarización de la policía, un patrullaje intrusivo, y la ampliación del instituto de la legítima defensa por parte de las fuerzas de seguridad. Visto así, son varios los candidatos que apuestan por elementos de ‘mano dura’, sobre todo en la oposición.

A su vez, una generalización como esta sirve de poco. Como siempre, el diablo está en los detalles, por lo que en principio todos estos elementos pueden formar parte de una política de seguridad razonable y garantista. Así las cosas, serían necesarias varias columnas para analizar en detalle la pertinencia de cada uno de ellos. Por eso, dejo los demás elementos para otra ocasión y hoy me ocuparé solo del aumento de penas.

En general, el agravamiento de las penas de prisión sirve para enardecer a las masas, pero suele tener una mala reputación entre los expertos. Quien haya seguido mis columnas sabrá que mi visión de la delincuencia no es particularmente condescendiente. En la academia mis opiniones tampoco suelen generar consenso. Y, sin embargo, en este caso la evidencia es contundente: Son varios los países de la región que han probado aumentar las penas en las últimas décadas, incluyendo el nuestro. Los resultados siempre fueron negativos.

Quizás el ejemplo más notorio sea el del Triángulo del Norte (El Salvador, Honduras y Guatemala), donde las pandillas comenzaron a causar estragos y se apostó decididamente por el encarcelamiento prolongado de sus miembros. Paradójicamente, el encarcelamiento masivo facilitó la articulación de redes delictivas en el interior de las cárceles, y la formación de estructuras más jerárquicas y mejor organizadas. Planificado desde los propios centros de reclusión, el delito se diversificó y entró en una nueva fase, donde la violencia letal, los secuestros y las extorsiones alcanzaron niveles nunca vistos. En El Salvador, los malos resultados del plan “Mano Dura” (2003-2004) dieron lugar al plan “Súper Mano Dura” (2004-2006), que tampoco pudo revertir el proceso. 

Es cierto que Uruguay no es El Salvador, y los malos resultados en otros países no tienen por qué repetirse en el nuestro. Sin embargo, aquí los ejemplos también abundan: en 2017 se tipificó el delito de femicidio, cuya incidencia aumentó un 15% al año siguiente. En 2018 se duplicaron las penas para los homicidios de policías, jueces y fiscales, pero en lo que va del año ya han habido cuatro policías asesinados.

En general, hay cuatro motivos por las cuales enviamos a personas a prisión: (1) para sancionar la conducta transgresora, (2) para disuadir la comisión de transgresiones similar, (3) para inhabilitar al transgresor, y (4) para rehabilitarlo. Más allá de lo que se dice a veces, los cuatro objetivos son legítimos, incluso cuando la rehabilitación no se consigue. 

El problema, sin embargo, está en que no siempre existe una correlación entre ellos. Cuando la sanción implica un castigo físico o emocional, este suele ser un obstáculo insalvable para quien quiere educarse o someterse a tratamiento. A su vez, la inhabilitación prolongada tiende a dificultar aún más la socialización de quien cumple la pena, rompiendo los pocos lazos afectivos y profesionales que el condenado mantiene fuera y que son fundamentales para que no recaiga en el delito.

Por otro lado, la pena de prisión es altamente disuasiva, pero su duración no lo es tanto. La evidencia es consistente en este sentido. Si la pena es justa, entonces su duración no puede variar tanto, y esa variación no es significativa en aras de disuadir el delito. Ello se debe a que los delincuentes temen ir a prisión, pero no saben qué pena van a recibir. Entre otras razones, porque la pena depende de factores impredecibles que se dan en el transcurso del crimen. Un punto sobre el cual tampoco reflexionan demasiado, porque suelen estar convencidos de que no van a ser atrapados. En esto tienen razón y explica que incurran en el delito en primer lugar: si hay muy pocas posibilidades de ser atrapado e ir a prisión, entonces lo intento y unos pocos años más de pena son irrelevantes.

Para el uso de la prisión y el aumento de las penas, las consecuencias son evidentes: aumentarlas puede ser contraproducente, pero anularlas también. Nuestra legislación ya prevé penas de cárcel severas y adecuadas, y no creo que aumentarlas ayude a prevenir el delito. Pero, a su vez, tampoco hay evidencia que respalde el uso de la libertad vigilada. Por el contrario, la posibilidad de eludir la prisión incentiva a la delincuencia, lo que explica su aumento notorio tras la introducción del nuevo Código de Proceso Penal.

Para salvar este dilema y poner en sintonía los cuatro objetivos, lo recomendable es mantener la pena de prisión como método de disuasión e inhabilitación, pero limitar la sanción a la pérdida de libertad. La duración de la pena, a su vez, debe regirse por la ley, pero debe priorizar la rehabilitación. En otras palabras, los esfuerzos deben estar dirigidos a la resocialización del condenado y su rehabilitación efectiva es lo que debe definir si cumple la pena o es liberado antes. Este razonamiento rebate varias propuestas, pero ojo, también deja abierta la posibilidad de apoyar la reclusión permanente revisable, el tema de la próxima columna. 

 

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