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Nature boy y Libertad y determinismo

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03 de mayo de 2020 a las 05:00

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Nature boy

Querida Magdalena:

Frank Capra decía que la regla principal de las películas románticas es que el beso debe suceder al final –y no al principio– de la película.

Porque el amor es búsqueda y encuentro, pero en ese orden. Si supiéramos desde el principio lo que vamos a encontrar, se perdería la expectación, que en gran parte se debe a la ignoracia. Si supiéramos desde el principio que lo vamos a encontrar, carecería de dramatismo.

En la cárcel de Reading, la Sra. Isaacs me había hecho conocer al poeta japonés Matsuo Bashō. A veces me pregunto qué tendría en la cabeza la Sra. Isaacs cuando le enseñaba a aquel recluso adolescente que era yo entonces una antología de Eastern Poetry. Y qué tendría yo en la mía para hacerle caso. Pero, a través de aquella obrita que incluía un centenar de poemas rusos, indios, chinos y japoneses, descubrí que en remotos parajes, allende el limes del Imperio Británico, existía una cultura “zen” –que no se terminaba de explicar nunca, pues el objetivo del editor no era brindar orientaciones filosóficas, sino poéticas. Con exiguo deleite fui descubriendo el formato poético del haiku que, según me parecía, era como la quintaesencia del menos es más (que después se llamó minimalismo). Pero ¿dónde encontrar más haikus, más allá de aquella antología?

En el mundo digital en el que desear algo y tenerlo son casi sinónimos, la búsqueda es un mero trámite algorítmico. Pero, hacia 1974, buscar más poesía japonesa era una aventura que podía llegar a ser frustrante: porque, en aquel mundo, el haiku podía no aparecer, o tardar tanto en aparecer que, cuando lo hiciera, no fuera ya para mí más que una abstracción sin interés alguno. ¡Cuánta incertidumbre y, por lo tanto, cuánta emoción en aquella búsqueda contrarreloj! ¡Y cuánto encanto ha perdido la educación y la cultura al desaparecer esa incertidumbre!

Persiguiendo un haiku que se resistía a ser atrapado, al volver a casa después de los meses de Reading, me puse en campaña. Un anticuario de libros, en un edificio eduardiano de Marylebone High Street, me dio algunas pistas útiles: librerías o ferias de libros usados, puestos exóticos en Notting Hill… Un día, incluso, visité aquella tienda de artículos indios en Oxford Street, donde George Harrison había comprado su primer sitar. Todavía existía entonces; hoy creo que ha cerrado: un sofisticado y desordenado bazar en el que se amontonaban cosas que escapaban a la tradicional clasificación aristotélica entre la substancia y los accidentes… Como en una buena novela de misterio, mi objetivo me parecía cada día más cercano. Me sentía como un novio acercándose al día de su boda, aunque con una novia a la que no conocía. ¡Así era tu expectación, joven Leslie, cuando recorrías las calles de la brumosa Londres, en busca de un poema de Matsuo Bashō!

Ya cerca de Navidad, entré una tarde en Chelsea, en un local de antigüedades, donde esperaba, en una silla incómoda, junto a una pared, una anciana de ojos claros y perdidos. Cuando le hice mi consulta, fue evidente que no hablaba y quizás no entendía inglés y que, o no escuchaba, o no le interesaba nada de lo que yo decía. Como sea, cuando media hora después salí de la tienda, no llevaba un libro de poemas japoneses bajo el brazo, sino un disco de Capital Records de 1948: Nature Boy, de Nat King Cole. Supongo que estaba escrito en las estrellas.

Embrujado por la anciana de los ojos de cielo, transferí toda la pasión que había puesto en buscar los elusivos poemas japoneses, en desentrañar el contenido de aquella canción. Y Nature Boy fue escuchada, como quien lee un texto filosófico clásico:

And while we spoke of many things

Fools and kings

This he said to me:

The greatest thing you’ll ever learn

Is just to love and be loved in return.

Los jóvenes suelen ser presa fácil de filosofías baratas así que, en 1974 y 1975, aquellos enunciados me cautivaron. Pero, con los años, he llegado a pensar que Nature Boy no es más que una versión light de algo mucho más profundo. Pues amar y ser correspondido no es solo la cosa más grande, sino la única que importa. Y así, aunque a veces parezca que difiere aquello que buscamos de aquello que encontramos, Bashō y Nat King Cole están hablando, en realidad, de una misma y única cosa. 

Libertad y determinismo

Estimado Leslie

Mientras su carta aterrizaba en mi buzón, yo me encontraba en zoom dando una clase de libertad y determinismo. Al ver la notificación de su correo en la pantalla casi pierdo el hilo de lo que estaba diciendo, preguntándome con qué me sorprendería esta semana. Ahora no recuerdo haber imaginado nada en especial, pero sí sé bien que jamás hubiera sospechado que su carta estaba tan relacionada con el tema sobre el que estábamos reflexionando en ese preciso instante.

Imagino que se habrá visto sorprendido por la frase de Cortázar que encabeza mi carta. Es una frase de Rayuela (¡Ah, qué divina novela!). Supongo que le habrá llamado la atención porque, a primera vista, parece una refutación a su sentencia: “el amor es búsqueda y encuentro, pero en ese orden”. Sin embargo, quienes hayan leído Rayuela saben bien que esto no es exactamente así porque, unas pocas líneas antes, justo al comienzo de la novela, Oliveira (el narrador y amante de la Maga) dice que “un encuentro casual es lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo dentífrico”. Así, Cortázar estaría de acuerdo con usted en eso de que cuando sabemos desde el principio lo que vamos a encontrar, ganamos en certeza y seguridad, pero renunciando a la oportunidad de ser sorprendidos por esa magia inexplicable que teje, como las Moiras repartidoras, nuestro destino.

Convengamos en que el Determinismo tiene muy “mala prensa”, y para constatarlo basta con ver cómo se lo suele contraponer con la tan valorada (pero, por lo general, no suficientemente examinada) Libertad. Por eso mis alumnos se sorprenden tanto cuando les cuento que Platón, Séneca, Spinoza, Hegel y Nietzsche eran, entre otros tantos, deterministas. “¿Cómo es posible que los filósofos nieguen la capacidad del ser humano de elegir su propio destino?” replican, más indignados que perplejos. Y créame que no me resulta en absoluto fácil explicarles que la disyuntiva no es inequívoca, ya que sí se puede elegir el destino inevitable. A esto aludía Píndaro con su exhortación a los atletas griegos; “Llega a ser quién eres”. Y también Nietzsche con su amor fati: “No solo soportar lo necesario, y aún menos disimularlo, sino amarlo”. Así, la libertad se juega en la decisión de amar (en el sentido afirmativo del decir “sí”) o no hacerlo (y, por ende, negarnos), a nuestro propio destino.

Los griegos antiguos no concebían la noción de pecado, exceptuando el del desafío al poder de los dioses para decidir el destino de los hombres. A este pecado lo denominaban hybris, y era escenificado en las tragedias donde el héroe, movido por aquel orgullo impío, era finalmente castigado con la locura o la muerte. El caso de Edipo Rey es dramáticamente representativo.

Pero otra forma –no tan trágica– que tenían los griegos de representar la predestinación de la vida de todo individuo, era la figura del daimon. Siempre me resulta efectivo recurrir a esta personificación para explicar cómo es posible reconciliar a la encomiada libertad con el tan desdeñado determinismo. El daimon representaba para los griegos el destino individual, y consistía en una voz interior que había que aprender a escuchar. Porque quien escuchaba al daimon podía descubrir eso que, en definitiva, todos buscamos: el sentido de nuestra vida. Sócrates era famoso por escuchar y obedecer a su daimon y esto porque, más que nadie en Atenas, el dedicaba tiempo a la introspección para conocerse más y mejor a sí mismo. Y elegía conforme a ese discernimiento.

El daimon también representa lo que hoy conocemos como vocación: aquí los alumnos ya no se muestran tan indignados ni escépticos. Esto, porque muchos de ellos se han dedicado a descubrirla, y ahora entienden que al hacerlo estaban buscando su destino, a sabiendas de que éste estaba, de alguna manera inexplicable, ya inscripto en algún recodo de su alma. Claro que después siempre tenemos la libertad de responder o no esa llamada.

Así, estimadísimo Leslie, no dudo que, como la Maga y Oliveira, usted sí supo amar su destino. De lo contrario, no se hubiera encontrado con Nat King Cole y aprendido que lo único que importa es “amar y ser correspondido”

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