Jason Lowe

Olas, cocina y fuego: Federico Desseno, el argentino al que José Ignacio convirtió en referente

Entre el fuego de sus hornos, la familia surfera y la gastronomía aprendida con Mallmann, Desseno se convirtió en un foco de atención en el pueblo esteño

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18 de enero de 2020 a las 05:02

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No hay cartel. Los que lo conocen saben por dónde entrar. En Marismo él va a estar por ahí, pero hay que buscarlo. Si se llega en la mañana, cuando el sol empieza a calentar ese trozo desprendido de José Ignacio, quizá se lo pueda encontrar con los pies al aire, enorme, con el pelo y la barba enmarañados y coloreados por el verano, con la piel tatuada y curtida por el fuego, quizá sentado en una de las mesas de madera que él mismo fabricó, pensando en el bosque, en su familia, en sus cosas, pero eso sí: siempre con ganas de hablar, porque, como aclara, siempre fue muy conversador aunque digan que no. Y de noche, metido en el mismo mundo de arena y gastronomía, puede que lo encuentren frente al horno a leña, acomodando la fogata del centro, muy cerca de la casa –su casa– que vigila todo desde el fondo del restaurante y que unifica su vida profesional y familiar.

Federico Desseno (44) llegó a esta misma duna de Arenas de José Ignacio hace casi veinte años. Todavía no tenía hijos, la crisis económica descascaraba al Río de la Plata y él cargaba con dos cosas claras: la experiencia de haber trabajado con uno de los grandes cocineros de la región y la confianza en un proyecto que planificaba como obra de vida. Además, en aquellos primeros años del milenio su relación con el pueblo costero que hoy es el punto más exclusivo del este ya era íntima: para este argentino radicado en Maldonado, el desembarco en José Ignacio había estado estrechamente relacionado con su trabajo como jefe de cocina de Los Negros, el restaurante que el cocinero argentino Francis Mallmann tuvo durante años en la zona. Allí Desseno se formó. Allí supo que quería seguir por el camino de la cocina, que había encontrado un lugar en el que instalarse.

Ahí sigue. Y ahora es miércoles y es mediodía. Está sentado en una de las mesas de Marismo, su restaurante, y a su alrededor el ritmo se agiliza. El sol calienta las hojas del butiá que hace sombra a la conversación y con los pies en la arena y los brazos cruzados sobre el pecho ancho, Desseno cuenta su vida y habla de la cocina, el mar, el surf, la carpintería, el fuego. Pero en ningún momento lo dice. Él no menciona ningún desdoblamiento de personalidad, no se toma el café y entre tragos dice “sí, tenés razón, hay cuatro Federicos en uno solo, ahora me doy cuenta”. Pero escuchándolo queda claro que es así. Y el cocinero, que forjó su carácter y pulso bajo las órdenes de Mallmann, es el primero que aparece.

Jason Lowe

El cocinero

La rutina, mientras es rutina, no tiene nada de especial. Por eso él, que rondaba las cocinas de sus abuelas en Buenos Aires, que se paraba al lado de la parrilla de su padre y que insistía hasta el hartazgo a su madre para que lo dejara ayudarla, no vio que en esas escenas estaba el germen de su oficio. Cuando entró por primera vez a trabajar a una cocina, se dio cuenta. “Me gustaba estar cerca de ellos, de las parrillas, de los asadores, del fuego”, recuerda.

Sus primeras armas en la cocina, de todas formas, no las hizo en la capital argentina, sino en Mar del Plata, adonde se fue a vivir a los 17 porque quería estar cerca del mar y en donde pasó su joven adultez entre juntadas con amigos para cocinar, encomiendas y mucho pescado. Y así vivió, hasta que le quisieron robar la bicicleta, le pegaron una puñalada en la espalda y lo corrieron de una ciudad que, a principios de 1990, había caído en una espiral de violencia y delincuencia. Volvió a Buenos Aires. Y un día se quedó sin plata.

Buscó trabajo. Y encontró una pasantía que agarró sin dudar, porque a las cocinas se entra así o no se entra. El restaurante se llamaba Cholila y estaba en Puerto Madero. Era de Mallmann. Y él ya lo conocía: era el tipo que salía en la tele, que les daba besos a las lechugas y los pulpos.

“El primer día de la pasantía toqué el timbre y el que se paró en la puerta al lado mío para entrar era Francis. Estaba muy bien vestido, como siempre. Y le dije: ‘Francis, soy un cocinero que entra por primera vez a su cocina. Me llamo Federico, estoy un poco nervioso pero voy a intentar que todo me salga bien’. Me dio la mano y empecé. Cociné siete u ocho meses y después un amigo me recomendó para ser jefe de cocina de Los Negros. Cuando llegué estuve todo el verano y luego me propuso quedarme en invierno. Y ahí decidí que era mi lugar para cocinar, para hacer carrera. Porque además podía vivir cerca del mar”.

Jason Lowe

Sobre Mallmann solo le salen elogios. Habla de que es un pionero. Que es muy generoso. Que las barbaridades que dicen de él las dicen porque no lo conocen. Que abrió la cocina del Río de la Plata al mundo. Y que dejó un legado que hoy se reparte por decenas de restaurantes y cocineros en toda la costa uruguaya. “Transmitió todo, no se guardó nada y siempre nos educó. Tenía una confianza ciega en nosotros y nos preparó para jugar el partido que fuera. Si te fijás, toda esta región está llena de cocineros que se formaron con él. Es lógico”.

En 2001 se fue de Los Negros detrás de un sueño propio y se tiró al agua para abrir Marismo. Hoy, con el local consolidado, sigue buscando, tratando de mejorar, ampliando el lugar con sus propias manos. No le pesa ser la elección, cada temporada, de figuras como Susana Giménez o la familia Darín. Tampoco, estar en el foco de medios internacionales, como The New York Times o la revista Condé Nast Travel. Reconoce, eso sí, que al principio su relación con los medios fue complicada.

“Queríamos mantenernos alejados de lo masivo. Y en un momento esto comenzó a brotar y la gente empezó a hablar, y entonces no podíamos seguir haciendo eso, teníamos que mostrarnos. Me amigué con la idea y fue una evolución. Pero sí, al principio era un no seguro a todo. Vinieron de El País de Madrid, por ejemplo, y les dijimos que se fueran”.

Hoy, más abierto y cálido con medios y clientes, sigue teniendo un foco de conflicto personal que no logra apagar: los influencers. “Voy a poner un cartel en la puerta que diga ‘influencer paga doble’. Hay gente que piensa que porque tiene un millón de seguidores puede venir a comer gratis. Me escriben pero no les respondo, porque si les respondo es para mandarlos a cagar. Uno me volvió a escribir y me puso: ‘Che, ¿te enojaste por el mensaje?’. Y le volví a clavar el visto. Por suerte me agarran en un año tranquilo”.

Desde 2015, Desseno tiene, además de Marismo, La Cantina del Vigía en Maldonado, que gestiona junto a su socio Agustín Benítez. Ese es su refugio en invierno, cuando abandona el descampado de José Ignacio y se muda a Punta del Este. Allí está a gusto, pero nunca como en el bosque y la duna. Es su lugar. Porque él es el cocinero, sí, pero también es el hombre de la madera. El carpintero. El leñador.

Jason Lowe

El leñador

A la carpintería la lleva en la sangre tanto o más que a la gastronomía. Su abuelo tenía ese oficio y su tío es escultor en Argentina. En sus talleres le agarró el gusto, y cuando tuvo que ponerse manos a la obra con Marismo, lo hizo de manera literal. “Vivía acá, estaba metido en el bosque, me dedicaba a trabajar. Cuando esto se empezó a construir me quedé, no me fui a ningún lado, lo que ganaba lo invertía acá. Había cosas por las que quedarse así, quieto. Y eso hacía, pero también plantaba, hacía una mesa, un techo”. Cuando lo cuenta suena orgulloso, y de hecho lo está. Su última fabricación fue una tienda que armó para su esposa Natasha –también argentina– dentro del restaurante. En su Instagram mostró el proceso, paso a paso.

Las huellas de la carpintería están por todas partes. En la casa en la que vivieron hasta hace algunos años junto a su familia, que está al fondo del restaurante, los libros se amontonan en repisas fabricadas por Desseno, las habitaciones están decoradas con sus artesanías y, en el baño, una mesada enorme evidencia su manualidad.

“La carpintería es un oficio y la cocina también. Todo lo que se ve acá está en su mayoría hecho con árboles caídos. Hasta hace un tiempo teníamos con mi socio una carpintería, pero se prendió fuego en un incendio forestal. Con eso se nos fueron un montón de ilusiones, pero no las ganas de poder retomarlo. Era un galpón hermoso con un horno a leña en el medio”.
Así, la madera también se relaciona con el fuego, y el fuego él lo siente en las entrañas. Hace 23 años que lo tiene enfrente y su espalda lo acusa. Pero no reniega de él; lo necesita. Su relación con las llamas es visceral, y las precisa tanto como al resto de los elementos.

El elemental

“Soy dragón de fuego en el horóscopo chino. Tiene sentido, ¿no?”, ríe después de asegurar que las llamas siempre lo escoltan y lo escoltarán. “Estaba a punto de quemar a todos y me empecé a tranquilizar. Estaba pasado. Un cocinero tiene que estar loco. Si no, no puede hacerlo. Estar delante de un fuego durante mucho tiempo con gente que te demanda cosas continuamente te deja un grado de locura interesante”, dice, y su hija Gina, a su lado, hace gestos y asiente. “Me gusta mucho el fuego. Mucho. Me cansa, pero lo disfruto. Hoy mi espalda lo siente”.

Pero no solo de fuego vive el hombre. Y de ahí la necesidad de vivir cerca del mar, porque el agua guarda, además, dos de sus pasiones: el surf y la natación. “Necesito agua, necesito pasarme por agua cada tanto. Oxigenarme a través del mar es fantástico. Trabajo mucho, estoy constantemente haciendo, y me canso mucho mentalmente. La descarga es por ahí. Si hay surfing, mejor”. Hoy, Desseno es parte del plantel máster de nadadores de Maldonado, y cada vez que puede se tira al agua a surfear. De hecho, algunos de sus últimos viajes familiares giraron en torno a ese deporte: hace un tiempo fueron al valle de California y más recientemente a Bali (Indonesia) y las costas en Oceanía. Su familia, como él, vive arriba de la tabla. Su casa es museo de tablas y cultura surfer.

Surfeando en Bali

La primera vez que se tiró al agua con una tabla fue cuando llegó a José Ignacio. Ahí se enamoró de las olas, pero la curiosidad se le había pegado ya en Mar del Plata. Recuerda que, trabajando en Los Negros, de vez en cuando se escapaba de la cocina por ir a buscar olas y dejaba a Mallmann hecho una furia. “No sabés cómo se ponía”, carcajea.
Pero si de elementos se trata, la vida de Desseno también está surcada por el bosque. La recorre con los ojos y enumera todo lo que plantó: butiá, anacahuita, pinos, palmeras, jacarandás, una camelia, un ciruelo. También lo que mantuvo intacto. “Se generó como un microclima, ¿viste? Entendí cómo quería vivir, para dónde quería rumbear. Mi familia tiene un profundo respeto por el entorno. El médano está como lo encontré. Parece una pavada, pero convivís con la arena y se transforma en una forma de vida”.

El padre

Desseno tiene tres hijos –Isabella de 15, Benito de 13 y Gina de 10– y la herencia es fuerte: todos, de alguna manera, están conectados con las olas, la arena, la playa, Marismo. Entre las mesas del restaurante crecieron, y aunque en invierno no están allí, el verano para ellos es José Ignacio. En el pueblo, además, los conocen todos. En algún punto recuerdan a la troupe de Viggo Mortensen en la película Capitán Fantástico. Y para el ojo de un extraño son como una familia real: en la playa los adultos se acercan y saludan a los padres, los niños rodean a los hermanos y las tablas de surf se amontonan en la arena a medida que crece el círculo que rodea a los Desseno.

Entre la prole, Isabella llama la atención. Desde hace un tiempo su nombre se ha despegado del de su padre y ha ganado una reputación propia. La prensa se ha fijado en su caso y su participación en la Teletón expandió su experiencia fuera de las fronteras de Maldonado. Isabella nació con espina bífida y debe ayudarse con dos muletas para caminar. Contra los pronósticos y una vida cruzada por la agenda médica, los genes fueron más fuertes: en 2019, en Costa Rica, se convirtió en la primera representante uruguaya en un torneo mundial de surf adaptado.

“Cuando esperás un hijo, generás unas expectativas enormes. Y cuando nació Isa esas expectativas fueron complicadas de reconstruir. Tuvimos que aceptar lo que no podíamos cambiar, y tuvimos que tener el valor de cambiar lo que sí podíamos transformar. Se trató de tomar coraje, de creer que iba a salir adelante”.

En las mañanas del verano no es raro ver a padre e hija metidos hasta el cuello en la Brava de José Ignacio. Salen a eso de las nueve, se calzan los trajes y aunque el agua esté helada, remontan olas en conjunto. Y a veces se les suma Benito. Cuando Desseno piensa en la felicidad, se parece bastante a eso.

“Ella está consiguiendo el lugar que se merece. Pasó de no pertenecer, a pertenecer al mundo del surf. El surf te conecta con la naturaleza, con la alimentación, el viaje, con conocer otras culturas, con el vivir con poco y dormir donde te encuentre la noche, y que eso no te importe mientras haya olas. Ella empezó a formar parte de eso. Con el surf se le acercó la sociedad. Lo dice ella: pasó de ser la niña de los bastones a la niña que surfea”, explica él, y hay un brillo en sus ojos que lo delata: en Federico Desseno hay un carpintero, un cocinero exitoso, un emprendedor, un hombre de la naturaleza y un deportista, pero el padre, el padre orgulloso, está por encima de todos.

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