Ontofóbicos y La condición femenina

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21 de junio de 2020 a las 05:00

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Ontofóbicos

Querida Magdalena:

J.K. Rowling es de sobra conocida, no sólo como escritora, sino como persona de enorme valentía, generosidad y nobleza. Debo decir también -y esta afirmación es pertinente en el contexto de la presente carta y de los temas que en ella se tratan- que se ha distinguido siempre por su simpatía y apoyo a las minorías de orientación sexual. Creo que todos recordamos el revuelo que causó en su momento que declarara que siempre había pensado que el profesor Albus Dumbledore era gay. Fue, debo decir, una declaración no forzada, al borde de lo políticamente correcto.

Su historia personal rivaliza en interés con la de los héroes que ha creado para la literatura. Y aunque muchos odian, con razón o sin ella, a los millo/billonarios, sin embargo todo el mundo ama a Rowling, una de las mujeres más ricas del mundo, porque hay en ella lo que Frank Navasky llamaría “una pureza Jeffersoniana”. ¿Quién puede no amar a una madre abandonada que empezó a escribir Harry Potter, en la soledad y la pobreza, contando solamente con una lapicera y unas hojas de papel?  J.K. Rowling somos todos.

O éramos. Hasta hace poco.

Más precisamente hasta que tuvo la ocurrencia de afirmar que la identidad sexual era primariamente una realidad biológica natural y objetiva. Y que no es lo mismo esa realidad natural y objetiva, que lo que se llega a ser cuando, con la intención de pasar de un sexo al otro, se recurre a transformaciones artificiales de cualquier tipo que sean. En definitiva, casi textualmente, dijo que una mujer es primariamente alguien que tiene menstruaciones. En términos de lógica aristotélica, vino a sostener que las mujeres naturales (es decir, las que tienen menstruaciones), son como el primer analogado de quien se dice propiamente la esencia mujer; y que las operadas sólo se llaman mujeres por analogía de atribución. Porque, si no hubiera mujeres naturales, los que intentan devenirlo no sabrían lo que quieren llegar a ser.

Por supuesto, puedo entender que, ya sea por el fondo, ya por el modo, estas afirmaciones pudieron no gustar  al colectivo “trans”, ni a la entera cultura occidental, abrazada hoy a la ideología gender. Pero cuando un argumento no nos gusta, deberíamos esforzarnos en razonar en sentido contrario, antes de incurrir en insultos y ataques personales. Y esto es lo curioso: nadie se ha detenido a contraargumentar a Rowling. Y sospecho que eso es porque los contraargumentos sencillamente no existen. Un conocido ex-alumno del St Catharine’s College de Cambridge hacía notar, hace poco, que las posturas ideológicas transgénero son sorprendentemente contraintuitivas. Y que quienes están arraigados en tales posiciones filosóficas no están realmente interesados en promover debates significativos. Los detractores simplemente son descartados como ignorantes o fanáticos (o ambos). El furor que hoy rodea a J. K. Rowling es sólo el último ejemplo. Detrás de todo esto se encuentran los supuestos altamente polémicos de la ideología de género: creando una apariencia de objetividad, una forma muy controvertida (contraintuitiva) de mirar el mundo que deslegitima, a priori, todas y cada una de las voces disidentes.

Usted quizás es demasiado joven, Magdalena, para recordar que el marxismo funcionaba, culturalmente, de esta misma manera: imponiendo su mentirosa interpretación como un dogma y prohibiendo la disidencia. En los textos de Marx, el socialismo llegaría como consecuencia de la implosión del capitalismo. En los hechos, el capitalismo no implosionó y los regímenes comunistas se edificaron sobre sociedades rurales donde subsistía la servidumbre. Pero ¿qué importa la realidad?

Hoy el dogma ha cambiado. La suposición fundamental para la teoría de género es que el género es una elección y una performance, no una cuestión de sexo biológico. Y pobre de aquél que se atreva a cuestionarlo.

Una y otra vez, en la historia de nuestros pensamientos, preferimos nuestros pensamientos a nuestras realidades. Las idealogías no son otra cosa que el triunfo de las interpretaciones sobre la realidad misma, contra la realidad misma. Somos alérgicos a la realidad -ontofóbicos-. No la toleramos. Como si ella fuera nuestro enemigo y la única manera de autoafirmarnos fuera su negación grosera y arbitraria.

La condición femenina

Estimado Leslie:

n un momento clave de Dr. Zhivago, y mientras paseaba por el campo, Lara Antipova (heroína de la archi-única novela de Pasternak) descubre el propósito de su vida. En medio de la naturaleza, se da cuenta que está en este mundo para aprehender el sentido de su salvaje encanto y para llamar a cada cosa por su verdadero nombre. 

Los nombres son siempre arbitrarios, producto de convenciones lingüísticas propensas a la ambigüedad y el cambio. Pero, aunque “una rosa con cualquier otro nombre olería igualmente dulce”, lo cierto es que para poder comunicarnos y entendernos, debemos conceder un nombre determinado a cada cosa. No es lo mismo rosa que margarita, y cualquier florista puede proporcionarnos un argumento bien convincente a favor de la necesidad de reconocer esa diferencia. 

Mas no deberíamos interpretar la aspiración de Lara en forma literal. Lo que ella desea es poder discernir el auténtico significado de las cosas que se le manifiestan y despiertan su asombro.  Reconoce la existencia de una realidad, tan fascinante como compleja, que amerita ser dilucidada. Descubre un mundo que le ruega ser des-cubierto, encontrando en esa tarea el verdadero sentido de su vida. A diferencia de los ontofóbicos, Lara se ve profundamente atraída por ese universo desplegado ante sus ojos, al cual estima “más querible que sus semejantes, mejor que un amante y más sabio que cualquier libro”. Así, la necesidad de llamar a cada cosa por su verdadero nombre alude lo que la heroína siente como un deber para con la realidad; el de hacerle justicia.

Porque las cosas están ahí, esperando ser miradas de una manera ecuánime y honesta. Y los seres humanos tenemos el privilegio extraordinario de la responsabilidad -parafraseando a Nietzsche- de observarlas y examinarlas con el fin de comprenderlas. El pensamiento es, entonces, una herramienta invaluable para conocer el mundo, y magro favor le hacemos a la realidad (y a nosotros mismos) cuando la tergiversamos para adaptarla a nuestra veleidosa ideología. El valor de un pensamiento depende del monto de realidad que es capaz de sostener y declarar. Y digo sostener, porque la realidad no siempre es agradable: su función no es la de satisfacer nuestros deseos contingentes y antojadizos sino, antes bien, la de desafiar a nuestra capacidad para descubrirla. Incluso cuando nos resulta inconveniente, dolorosa o decepcionante.

Desmentir la realidad objetiva es sumamente peligroso. De hecho, todos los totalitarismos (cualquiera sea su tinte ideológico) se fundamentan en esta nefasta actitud.  Y negar que existen diferencias biológicas entre los sexos es, a mi juicio, tan absurdo y nocivo como objetar la realidad del cambio climático o que la corrupción no es un vicio exclusivo de ningún partido político.

No estoy demasiado interiorizada en el caso de J.K. Rowling, pero puedo imaginar que en medio de dicha polémica circulan las ya cuasi naturalizadas “falacias semánticas”, gracias a las cuales sexo se confunde con género, y diferencia con desigualdad. Estos sofismas distorsionan a la realidad, equiparando un hecho objetivo (la diferencia entre los sexos) con los atributos contingentes asignados a cada género y a las desigualdades, todas ellas cultural, histórica y jurídicamente condicionadas.

Usted dirá que soy demasiado joven, pero he vivido lo suficiente para aprender que, comprendiendo sus razones, la realidad cobra sentido. Y entonces no es necesario tolerarla, mucho menos negarla. Porque comprender la realidad -o hacerle justicia- significa concebirla, no ya como un incordio o un mero constructo social, sino como una fuente de oportunidades.

En el justo reconocimiento de la diferencia biológica entre los sexos puedo encontrar un feliz pretexto para celebrar mi feminidad. Un espacio de libertad para el desarrollo de una identidad -o forma de ser, estar y actuar en el mundo- propiamente femenina. Como decía María Zambrano (filósofa y activista política española): antes que feminista, toda mujer que luche por la igualdad social y política entre los sexos, debe ser femenina.

Debemos decirlo, Leslie: existe una condición femenina, diferente (más no por eso mejor o peor) a la masculina. Porque como escribió Hannah Arendt: “Los hechos dan forma a las opiniones, y la libertad de opinión es una farsa si no se aceptan los hechos ni se garantiza la información objetiva”.  

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