Diego Battiste

Política y ciencia: lecciones del GACH

La coyuntura ofrece una excelente oportunidad para construir instituciones que potencien el diálogo entre ciencia y política

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21 de noviembre de 2020 a las 05:04

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A la memoria del profesor
Arturo C. Garcé (1932-2020), docente ejemplar

Hace muchos años, cuando empecé a trabajar como ayudante en la Cátedra de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Económicas, Luis Eduardo González, el profesor titular, solía dictar la clase sobre elites y política. Le gustaba empezar diciendo que todos los recursos socialmente valorados (entre ellos, el poder) están desigualmente distribuidos. La frase me vino a la memoria al pensar, otra vez, en el vínculo entre política y conocimiento. El conocimiento científico, este recurso tan valioso en las sociedades modernas, también está desigualmente distribuido. Una pequeña parte de la sociedad, generalmente la que dispone además de mayor poder económico, tiene más acceso que la mayoría de la población a ese tipo específico de saber.

La democracia, por definición, no es el gobierno de ninguna minoría, ni de los más ricos ni de los más “sabios”: es el gobierno de la mayoría. No hay democracias sin un contrato entre electores y gobernantes: el gran desafío sigue siendo respetar al electorado dejando el “alma en la cancha” (como decía Jorge Batlle) para cumplir con las promesas comunicadas durante las campañas. En palabras de Robert Dahl: “Para mí el gobierno democrático se caracteriza fundamentalmente por la continua aptitud para responder a las preferencias de sus ciudadanos, sin establecer diferencias entre ellos”. No hay democracias sin dispersión del poder: el gran desafío sigue siendo generar instituciones que permitan controlar la propensión a la acumulación del poder. Hay demasiadas razones para pensar que hay mucho de cierto en la frase de Thomas Hobbes en Leviatán (1651): “Señalo, en primer lugar, como inclinación general de la humanidad entera un perpetuo e incansable afán de más y más poder, que cesa solamente con la muerte”.

Democracia, democracia y más democracia. Sin embargo, una vez que están sentadas las bases del autogobierno ciudadano, como en Uruguay desde hace un siglo, es posible y necesario pensar más a fondo de qué modo calificar (en el sentido de volverlas más informadas, más inteligentes, todavía mejores) las decisiones y las políticas públicas. En general, el gran desafío de América Latina es el de darle más voz a la ciudadanía. El principal reto de nuestro continente es el de darle más poder a las mayorías. En nuestro país, por supuesto, también podemos seguir mejorando prácticas e instituciones democráticas. Pero, además (y no “en vez de”), al mismo tiempo, tenemos que seguir potenciando el puente entre ciencia y política. Tenemos algunas experiencias muy buenas en distintos momentos de nuestra historia, asociadas a distintos elencos de gobierno. Sin embargo, el vínculo entre expertos y política ha sido (y sigue siendo) más una debilidad que una fortaleza.

Nombro solamente tres antecedentes significativos, para detenerme, al final, en el caso del Grupo Asesor Científico Honorario (GACH). El “primer batllismo” (el de Don Pepe) se benefició, en su momento, de su excelente vínculo con el naciente mundo de los ingenieros. El Partido Nacional, cuando luego de una larguísima espera logró conquistar el gobierno, construyó un puente breve pero fecundo con el mundo universitario a través de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico. Medio siglo después, cuando llegó su hora, y gracias a su vínculo privilegiado con la Universidad de la República, el Frente Amplio tuvo a su disposición un verdadero ejército de profesionales.

La experiencia del GACH, iniciada formalmente el 16 de abril de este año, es especialmente importante en el corto plazo, y esperanzadora en el mediano y largo plazo. A partir del momento en que el Poder Ejecutivo anunció que, para adoptar las decisiones relativas al manejo de la pandemia, se apoyaría en expertos de primer nivel, se produjo un cambio cualitativo en el escenario político: la cúpula frenteamplista empezó a confiar un poco más en las decisiones del gobierno. De un modo indirecto, oblicuo, gracias al GACH, el presidente Luis Lacalle Pou logró un blindaje político que, durante el primer mes de la pandemia, estaba lejos de ser obvio.

Pero sería deseable que la exitosa experiencia del GACH tuviera un impacto todavía mayor. Todo el sistema político ha podido comprobar el enorme valor de la adopción de decisiones sobre la base de información. La coyuntura ofrece una excelente oportunidad para construir instituciones que potencien el diálogo entre ciencia y política. En un excelente reportaje reciente publicado por la revista Diálogo Político, de la Fundación Konrad Adenauer, el coordinador del GACH, Rafael Radi, insistía en la importancia de tener una “institucionalidad apropiada” (“buenas universidades, buenas academias de ciencias…”) y en la propuesta de crear un ministerio de ciencia y tecnología.1 Además, hay que pensar en otras iniciativas y decisiones demasiado postergadas. Hay que modernizar de una buena vez el asesoramiento parlamentario y potenciar las fundaciones (think tanks) de los partidos políticos. La experiencia del GACH demostró, además, que el gasto en Innovación y Desarrollo (I+D), lejos de ser un lujo de los países ricos, es una inversión decisiva. Ninguna nación que aspire a ser próspera y a cuidar a su gente puede darse el lujo de descuidarlo. Estamos en deuda: el presupuesto que históricamente dedica Uruguay a I + D como porcentaje del PIB (0,4) es la mitad del promedio regional (0,78) y la cuarta parte del promedio de los países de la Unión Europea (1,93).2 

 

1 Revista Diálogo Político

2 Lineamientos para una política de Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI),  Aportes de la Academia Nacional de Ciencias del Uruguay (ANCiU) 

 

Adolfo Garcé es doctor en Ciencia Política, docente e investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.

adolfogarce@gmail.com

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