Diego Battiste

Ser quien se es

Tiempo de lectura: -'

15 de julio de 2020 a las 05:02

Estás por alcanzar el límite de notas.

Suscribite ahora a

Pasá de informarte a formar tu opinión.

Suscribite desde US$ 3 45 / mes

Esta es tu última nota gratuita.

Se parte de desde US$ 3 45 / mes

Por Juan José García

Lo son pocos los temores que nos amenazan. Y uno de ellos es el de mostrarnos como somos. Suele presentarse un cierto resquemor casi instintivo por miedo a generar un rechazo. Entonces se esgrime la estrategia de dar una imagen que resulte del agrado de todos, acreedora de los numerosos “like” que supuestamente se acumularían en las redes sociales. Un comportamiento errado que por otra parte, resulta tan comprensible, porque no es tarea sencilla vivir siendo quien uno ha decidido ser, sobre todo si los ámbitos de socialización que se frecuentan son círculos cerrados.

Lo anterior no implica estridencias ni exhibicionismos, ni demostraciones de la propia personalidad que tantas veces denotan una enorme inseguridad y la necesidad de imponerse a los demás. Sino sencillamente ser quien se es.

Uno de los mayores logros de la Modernidad quizá haya sido descubrir, y defender, la individualidad: que cada ser humano puede y debe autoconstituirse desde el ejercicio de una libertad inteligente y responsable, sin quedar determinado ni por su ascendencia, si por su puesto en la sociedad, ni siquiera por las creencias que tenga; aunque a veces las circunstancias adversas puedan frustrar ese proyecto. Un individuo que tiene el derecho a hacer su vida de acuerdo con lo que considere adecuado a su modo de ser, siempre que no vaya en detrimento del derecho de los demás a desarrollar su propia modalidad de vivir. Todo en el marco de una convivencia en la que unas leyes consensuadas, que pueden gustar más o menos, y hasta podrían chocar con las convicciones más íntimas, tengan la legitimidad propia de un estado de derecho. Seguramente a eso se refería Chesterton cuando sostenía que era muy partidario de la democracia porque le parecía muy bien que cada uno se sonara las narices como mejor le pareciera. Esto, que parece del sentido común más elemental, lamentablemente no suele ser tan frecuente. Toda sociedad va generando una presión que dictamina qué es lo correcto y qué lo incorrecto. A fines de los 60 la publicación de un humorista pautaba los modos de decir que, en general, asumió bastante gente de los barrios más distinguidos de Buenos Aires: no se podía decir “rojo”, había que decir “colorado”; ni “película”, sino cinta; y por supuesto que “hermoso” y “cenar” eran palabras vitandas, cuyo uso convertía a quien se atreviera en un “mersa” despreciable. Lo más penoso es que no se trata solo de un comportamiento exclusivo de los “frívolos” (de los “famas”, como solíamos designarlos con la clasificación de Cortázar), sino que la misma conducta puede detectarse en esos ambientes ilustrados de los que se jactan de ser los más liberacionistas: para todos, siempre, las mismas e idénticas libertades, excluyentes de otras posibles. Públicos diferentes, idénticas taras.

Por eso muchas veces hay que armarse de un cierto coraje para no dejarse acorralar por la opinión dominante. Reclamar, y ejercer, el derecho de pensar por uno mismo, a tener un criterio propio. Porque es frecuente tener que escuchar repetidores de argumentos pensados por otros, que con el uso y el abuso se han transformado en lugares comunes que ya no dicen nada. ¿Por qué no pensar de un modo diferente? ¿O repensar desde la propia individualidad lo que otros hayan pensado antes? Aunque el costo que tantas veces implica atreverse a pensar y a decir lo que se piensa, a la vista de tantos que han tenido que perder sus razonables condiciones de vida en el intento, retraiga de una responsabilidad que se considera más bien propia de un héroe; y nadie con un mínimo de sensatez quiere de entrada encarnar ese papel, también para eludir un protagonismo incómodo. Aun cuando por fidelidad a la propia conciencia poco a poco no vaya quedando otra salida que asumir los riesgos; entre otros, el de quedar tildado como un “idealista” que carece de sentido de la realidad. 

Recuerdo que hace muchos años, en una clase de Pedagogía, uno de los asistentes manifestó su opinión, contraria a la de la profesora de turno que sostenía que nadie le enseñaba nada a nadie, sino que todos aprendíamos de todos. Esta mujer, que no estaba dispuesta a admitir, a aprender, algo diferente de lo que ella estaba enseñando desde una tarima, se oponía beligerantemente al alumno echándole en cara que él no entendía nada porque decía que había roles diferentes en esa misma aula. Para completar la escena, en el fragor de la discusión, terció una de las presentes que con un tono compasivo le dijo: “¿No te sentís mal opinando lo contrario que el resto?”. Todo esto en la universidad, donde se supone que el aprendizaje fundamental es atreverse a pensar por uno mismo.  De ahí lo atinado que sería que en las organizaciones, sobre todo si tratan de promover el conocimiento, pidieran “integración”, que implica incorporar al conjunto lo que cada uno puede aportar sin diluirse en lo común; pero no “unidad”.

Esa unidad que suena, hasta semánticamente, tan próxima a la “uniformidad”, con toda la connotación que tiene a disciplina partidaria, a partido único. Y que inhibe de manifestar las propias ideas, sobre todo si se carece de una protección corporativa con la que se pueda eludir por anticipado la posible descalificación, que a veces puede llegar a cotas impensables de crueldad, por el solo hecho de disentir de las corrientes de opinión establecidas.

Está comprobado que en ocasiones un conjunto de personas puede lograr objetivos que individualmente cada una de ellas no conseguiría. Pero en ese conjunto cada uno debería respetar, y si fuera necesario defender, la propia individualidad y la de los demás, porque así se evitaría cuidadosamente hasta el riesgo de una posible endogamia que iría en detrimento de cualquier logro. En esta línea resultan iluminadores unos ensayos brevísimos de Julián Marías que publicó en un libro titulado: “Ensayo sobre la convivencia. Concordia, sin acuerdo”. Porque podemos estar perfectamente concordes, con todo el peso cordial que tiene la etimología del adjetivo, sin llegar a estar de acuerdo: pensar distinto, manifestar diversas perspectivas, esgrimir variadas razones, modos diferentes de encarar la tarea de vivir, y todo en un clima de libertad y de respeto porque no queremos que nos impongan ni imponer a nadie lo que nunca debería coartar la responsabilidad intransferible que cada uno tiene de ejercitar su propio pensamiento.

En una ocasión le echaron en cara a Jorge Guillén, el poeta castellano de la Generación del 27, que era un solitario. Y replicó en uno de esos breves poemas autobiográficos que escribía en su vejez: “¿Solitario? No. Solista.” Con toda la legitimidad que tiene esa elección, sobre todo cuando no implica la mínima discriminación respecto de aquellos que han decidido integrar de un modo diferente la orquesta en la que estamos todos involucrados, buscando una armonía de conjunto que es obra también de los que participan como solistas, porque entienden que desde su soledad no egocéntrica pueden ofrecer su mejor aporte.  

CONTENIDO EXCLUSIVO Member

Esta nota es exclusiva para suscriptores.

Accedé ahora y sin límites a toda la información.

¿Ya sos suscriptor?
iniciá sesión aquí

Alcanzaste el límite de notas gratuitas.

Accedé ahora y sin límites a toda la información.

Registrate gratis y seguí navegando.