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Sídney en 48 horas

Un breve recorrido por la ciudad más grande, cara y cosmopolita de Australia
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15 de julio de 2013 a las 17:55

Al igual que Tom Castro, el impostor inverosímil de Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges, llego a Sídney procedente de Chile. El bueno de Tom, de “sosegada idiotez”, tenía la virtud de ganarse el favor de las personas locales gracias a su sonrisa y a su mansedumbre. A mí me pasa algo similar, pero no gracias a mi personalidad sino a Couchsurfing, la red social de los viajeros: antes de viajar contacté a Talita Brooks, una sydneysider rubia y bonachona de 45 años, quien no solo me ofreció alojamiento durante mis primeras dos noches, sino también ir a buscarme al aeropuerto de Kingsford Smith. Llego y allí está, esperándome desde las 7 de la mañana, con mi nombre escrito bien grande en un iPad, paradita al lado de los remiseros que aguardan a los clientes. “Welcome to Sydney”, me dice con un profundo acento australiano. Bienvenido a la ciudad más grande –y probablemente más cosmopolita, con perdón de Melbourne– de Australia.

Como miles de jóvenes compatriotas, arribo al país con una working holiday visa con el objetivo de trabajar, ahorrar plata y viajar. Sin embargo, decido tomarme dos días de “vacaciones” para recorrer la ciudad. Al fin y al cabo, para el trabajo siempre hay tiempo.

Una ciudad verde
Ya desde el avión, Sídney se muestra como lo que es: una ciudad repleta de áreas verdes, con un distrito central moderno e impresionante, rodeado de suburbios que se extienden más allá del alcance de la vista. Talita vive en uno de esos suburbios: Rockdale. Ubicada a 20 minutos del centro, es una zona en la que residen personas de clase media, repleta de negocios tailandeses, vietnamitas, indios y nepaleses, ligeramente venida a menos –una fachada tapiada, el toldo de un comercio roto– y atravesada por los rieles del excelente sistema público de trenes. Limpios, rápidos y puntuales, usándolos se puede acceder a buena parte de la ciudad.
Ella trabaja en la división Transporte de New South Wales (NSW), el estado en el cual se encuentra Sídney. Es la anfitriona perfecta: te va a buscar al aeropuerto, te aloja y te dice cómo moverte. Siguiendo su consejo, invierto mis primeros 44 dólares australianos (están casi a la par con el dólar estadounidense) en una tarjeta que me permitirá usar trenes, ómnibus y ferries de manera ilimitada por una semana. “Andá a Circular Quay, es lo primero que tenés que ver de Sídney”, dice antes de irse a trabajar. Circular Quay es el área de la bahía en la cual se encuentran dos íconos australianos: la Sydney Opera House (ver recuadro) y el Harbour Bridge. El consejo, por obvio, no deja de ser certero: al llegar a la estación me asomo a una baranda y contemplo, extasiado, ambas estructuras.
Inconscientemente comienzo a caminar hacia la “percha”, como los locales llaman al puente por la forma de su arco, que se asemeja exactamente a eso. Sin embargo, durante la breve caminata, quedo hechizado por los picos blancos de la estructura diseñada por el arquitecto danés Jørn Utzon y decido pegar la vuelta. Si a lo lejos ya es tan grande que hace que los enormes ferries parezcan barcos de juguete, pararse debajo es una experiencia fascinante. Inevitablemente, uno acaba por recordar lo pequeño que es. Tras pasar varios minutos sacándole fotos de diversos ángulos –el edificio es un sueño para cualquier aficionado a la fotografía– averiguo cuánto cuesta hacer el tour guiado: 24,50 dólares con mi tarjeta de estudiante. Hacía unas pocas horas que había llegado a Sídney y mi cabeza no funcionaba del todo bien por la falta de comida y sueño, por lo que decido hacer semejante inversión –sabiendo que el recorrido vale la pena– en otro momento.

Aviso a los viajeros: Sídney es una ciudad extremadamente cara. Según un artículo de la CNN publicado en febrero de 2013, es la tercera urbe más costosa del mundo, solamente por detrás de las japonesas Tokio y Osaka. Melbourne, rival y hermana, le pisa los talones: está cuarta en la lista

La cosmópolis
“Esta es una hermosa Colonia: la antigua Roma, en su grandeza imperial, no hubiera estado avergonzada de semejante descendencia”, escribió Charles Darwin sobre Sídney en 1836. Ese año fue el último de su Viaje del Beagle, una travesía que duró un lustro y que incluyó una parada en Uruguay. La cita puede leerse en una de las placas que se encuentran en el piso del paseo marítimo de Circular Quay, en homenaje a varios escritores que se explayaron sobre Australia.
La vigencia de la cita es innegable para cualquiera que pase cinco minutos aquí: sus personas conforman un vitral de infinitos colores y texturas. En pocos pasos escucho conversaciones en árabe, hindi (eso creo), chino, coreano, japonés e inglés. Al caminar por la calle se ve una gran cantidad de asiáticos: si bien la mayoría de la población del país es blanca (el 92% según el CIA World Factbook), un censo realizado en 2006 estableció las 10 poblaciones más numerosas de extranjeros en Sídney. No es sorpresa: siete de los 10 países del ranking son asiáticos. A modo de ejemplo, casi 110 mil chinos y más de 60 mil vietnamitas vivían en la ciudad por aquel entonces. Bastantes en una ciudad de aproximadamente 4,5 millones de personas.
Llega la hora del almuerzo y por primera vez abro mi Lonely Planet, con el fin de averiguar dónde puedo comer barato, con la decisión firme de que mi primera comida en Sídney no sea ni en McDonald’s ni en Hungry Jack’s, la franquicia australiana de Burger King. Y, hablando de asiáticos, a unas 12 cuadras del Circular Quay se encuentra Chinatown, donde se puede comer rico y barato, dice la guía. Allá voy, entonces. Camino por George Street, una de las calles principales del centro de Sídney, entre oficinistas que se fuman un pucho a las apuradas, voluntarios de ONG, chicas tailandesas que ofrecen sesiones de masajes –a 49 dólares la hora, bastante más caro que los cinco dólares la hora por los que se consigue una sesión idéntica en Bangkok o Ko Phi Phi– y unos pocos mendigos. Me sorprende la manera silenciosa en la que estos últimos piden limosna: ponen en el piso un letrero de cartón escrito con drypen que dice algo como “mi casa se prendió fuego” y un gorro y no dicen una palabra. Incluso hay una anciana que ni siquiera mira a los transeúntes: está demasiado absorta en la lectura de un libro. Las calles son muy limpias, lo único que se ve en el suelo son las hojas de los árboles, prueba irrefutable de que llegó el otoño; y alguna que otra colilla de cigarrillo, cortesía en buena medida de los oficinistas.
Al final, la caminata tiene premio: me meto en un pequeño local chino que ofrece almuerzos por cinco dólares y me sirven un abundante plato de pollo a la salsa barbacoa con sésamo y arroz, el cual como con fruición.
Salgo del local y una rubia que trabaja para Save the Children me aborda, con la intención de que colabore con la ONG. Cuando le digo que soy turista y es mi primer día en la ciudad, me choca los cinco y me aconseja que vaya a Darling Harbour. “Es cerca y es hermoso, vas a ver”, me dice. Cuánta razón tiene: se trata de un paseo costero lleno de parques, centros de convenciones y fuentes de aguas danzantes. Por arriba de quienes transitamos por allí pasan veloces los autos por las autopistas. Los niños juegan, los deportistas corren, los oficinistas caminan con paso apurado y los asiáticos se sacan una foto cada 20 segundos, en infinitas poses y haciendo la “V” de la victoria con los dedos.
Ya en la bahía propiamente dicha se ven yates amarrados, hoteles de lujo y bares de aspecto refinado. De fondo están los rascacielos del centro, siempre intimidantes. En unos escalones de madera veo a una chica descalza, chateando con un iPhone. La imito: me saco los zapatos y me tiro al sol a escuchar música. Mi única preocupación es que una de las tantas gaviotas que revolotean por ahí se decida a estropearme la ropa, cosa que afortunadamente no sucede.

Uruguay nomás
Antes de volver a Rockdale, me topo con otros dos voluntarios. Esta vez son de Unhcr, la agencia de refugiados de la ONU. Se llaman Mohamed y Donald, son de Sierra Leona y cuando les digo que soy uruguayo, se agarran la cabeza. “Estaba en Nueva York viendo Uruguay-Ghana y cuando Uruguay ganó, empecé a gritar: ¿por qué?. Nos rompieron el corazón”, dice Mohamed. “Lo lamento”, le contesto, aunque por adentro rememoro el partido y pienso que no lo lamento nada. Les pregunto cómo va Sierra Leona en las eliminatorias para el próximo mundial. “Complicado”, responden. “Bueno, nosotros también”, les digo y sonríen. Nos despedimos, deseándonos buena suerte mutuamente. Me voy pensando que, probablemente, tanto ellos como yo vamos a tener que hinchar por alguien más en 2014.
Tras 12 horas de sueño en el sofá de Talita, me levanto temprano y salgo a la calle con ella. Tengo que comprar algunas cosas, por lo que me recomienda que me baje en Town Hall y cruce George Street hasta la sucursal de Woolworths, una cadena de supermercados local.
Sin embargo, por error me bajo una parada antes, en la Central Station. Inmediatamente me alegro de mi equivocación: al salir de la estación, a mano izquierda, se encuentra la Iberoamerican Plaza, un espacio inaugurado en 1989 en homenaje a los inmigrantes de origen latino e ibérico. Allí hay bustos de los principales héroes iberoamericanos: San Martín, Bolívar y, por supuesto, Él. El prócer. Artigas.
No puedo evitar lanzar una carcajada ante el extraño descubrimiento. Esto hace que un tipo joven, que lee atentamente las plaquetas ubicadas bajo los bustos, se sobresalte. Como me queda mirando, me veo casi obligado a explicarle el porqué de mi risotada: le digo que soy uruguayo y que no esperaba encontrarme con Artigas en Sídney. Me mira, esboza una ligerísima sonrisa, se da media vuelta y se va. Claramente no comparte mi excitación.

Tierra de inmigrantes
Australia es, por definición, una tierra que tiene a la inmigración como uno de sus pilares fundamentales. Los primeros humanos llegaron al país hace más de 40 mil años. Bastante antes que los europeos: los exploradores holandeses la “descubrieron” en el año 1606 y los ingleses establecieron, a fines del siglo XVIII, una colonia penal en Nueva Gales del Sur, donde hoy se encuentra emplazada Sídney.
Después, Talita me explica que espacios como la Iberoamerican Plaza son comunes en el país, en señal de gratitud. Me dice además que el grueso de los inmigrantes latinoamericanos comenzó a llegar hace 30 años. Hoy, algunas zonas están copadas por ellos: a modo de ejemplo, los brasileños rebautizaron Dee Why, una suerte de balneario ubicado a 18 kilómetros de la ciudad, como “Dee Why de Janeiro”. Podré comprobarlo por mí mismo dentro de unos días: Andrew, otro couchsurfer, me recibirá dentro de unos días y su casa queda allí. Tras una breve caminata llego al pulmón de la ciudad: Hyde Park. Son 16 hectáreas de árboles, prados y fuentes en pleno distrito de negocios de la ciudad. En el extremo sur del parque se encuentra el ANZAC War Memorial, en homenaje a los soldados australianos y neozelandeses que cayeron peleando para los aliados en las dos guerras mundiales del siglo XX. En el techo, 120 mil estrellas doradas recuerdan a los hombres y mujeres de New South Wales que se enlistaron en la primera guerra; de esa cifra, 21 mil murieron y 50 mil fueron heridos.
Finalmente, saldo una deuda que tengo pendiente con Sídney desde que pegué la vuelta el primer día hacia la Opera House: ir hacia la “percha”. Debajo de ella está The Rocks, el barrio histórico de Sídney. El sitio se estableció poco después de la formación de la colonia, en el año 1788, y tenía la reputación de ser un barrio bajo, frecuentado por marineros y prostitutas. Su nombre, literalmente “las rocas”, proviene de la arenisca con la que se realizaban las construcciones.
En la década de 1970, los edificios que sobrevivieron a las demoliciones fueron reciclados. Hoy, The Rocks es una movida zona comercial y turística, en buena medida gracias a que se encuentra cerca del Opera House y del Harbour Bridge. Allí se puede comprar algún souvenir o tomar una cerveza en alguno de los varios pubs. En vez de sentarme a beber, decido subir para ver el atardecer desde la colina donde se encuentra el Observatorio. La cantidad de escaleras es tal que llego agitado. De nuevo, el esfuerzo vale la pena: puedo apreciar Sídney, en toda su inmensidad, desde arriba. Veo el puente y la ópera bañados por los últimos rayos de sol y me alegro de haberme tomado estos dos días para recorrer. Mañana tendré que dejar la casa de Talita, hacer trámites y salir a buscar trabajo. Por ahora, no me afecta en lo más mínimo. Ya habrá tiempo para preocuparse por ello.

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