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Tal vez sea hora de regresar a la luna, y a la cordillera de los Andes

La sociedad mundial darle un sentido a su existencia
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25 de julio de 2019 a las 05:02

El proyecto Apolo estuvo signado por la epopeya tan heroica –en el primer alunizaje humano del Apolo 11– como dramática, con el accidente ocurrido en el Apolo 13, en la que sus tres astronautas estuvieron al borde de la muerte, amén de no haber podido emular a sus dos antecesores. 

Como civilización, fuimos capaces de evolucionar en un salto tecnológico y humano hasta ahora inigualable, que nos llenó de asombro, de admiración y de una breve unión colectiva como raza planetaria. Pero también, nos aportó de una cierta dosis de humildad reverencial ante lo desconocido.

El período en el que transcurrieron las misiones lunares estuvo marcado por grandes conflictos y convulsiones, además de guerras devastadoras. El escenario político y social en el planeta Tierra parecía contrastar en su oscurantismo con la luz de grandeza que irradiaba esta proeza. En 1962, apenas siete años antes del Apolo 11, el mundo había estado en el umbral de una tercera guerra mundial, cuando los Estados Unidos y la Unión Soviética se enfrentaron dentro de la llamada Crisis de los Misiles, originada por la presencia de instalaciones para colocar armamento nuclear en territorio cubano. 

Para aquel entonces, en Cuba gobernaba el régimen comunista de Fidel Castro y su séquito de adláteres, desde donde se expandía la revolución hacia América Latina. El Uruguay democrático fue territorio de ataques violentos perpetrados por la izquierda tupamara en contra de las instituciones y de la vida civil. Mientras sucedía la guerra de Vietnam, en 1968 una ola de movimientos de protestas sacudía al mundo, desde París y Praga hasta Ciudad de México, en la que ocurrió la horrible matanza de Tlatelolco. 

Es llamativo el poderoso contraste entre el volátil panorama mundial de aquella época y esta aventura épica, cargada de progreso, de esperanza, en esencia pacífica, y en particular, por la capacidad de afrontar y superar las dificultades extremas que se presentaron en los viajes a la luna. Es igualmente sustancial que trascendiera su origen estadounidense y se transformara en un acontecimiento de alcance universal. 

En diciembre de 1972, y mientras el Apolo 17 cumplía la última misión de la serie, tuvo lugar en Chile el rescate de los sobrevivientes de la llamada tragedia o milagro de los Andes. Este accidente y la posterior odisea sufrida por éstos, significaron una hazaña de superación del espíritu humano bajo condiciones críticas. Y al igual que las experiencias del Apolo, en sus caras de éxito y de crisis, los acontecimientos de los Andes ocurrieron con el trasfondo de las miserias que asolaban al Uruguay, ejerciendo por contraste, un efecto alentador, similar al de la gesta espacial. 

Ese año marcó el punto culminante del enfrentamiento de la democracia con el asedio tupamaro. Apenas unos meses más tarde, en junio de 1973, la vida democrática nacional apenas interrumpida a lo largo del siglo XX, llegaría a su término, cortesía de la violencia guerrillera y de la mano de las Fuerzas Armadas, como su nefasta e innecesaria respuesta, en coalición con un grupo de civiles.

Las imágenes de Neil Armstrong pisando el suelo lunar y las del rescate de los sobrevivientes de los Andes instalaron una suerte de paréntesis, en el que confluyeron las fuerzas positivas que parecen despertar en esos momentos históricos, en el alcance humano de grandes conquistas o en el derribo de obstáculos casi imposibles.  

Una visión realista, despojada del pesimismo como subjetividad, muestra al mundo actual, que parece haber ingresado en una era sombría, compartiendo ciertas raíces vinculantes a los desastres políticos del siglo XX, frente a nuevos desafíos de alcance e impacto global, con tambores de guerra sonando en el Golfo Pérsico o de tensiones al mejor estilo de la Guerra Fría y en una singular crisis de liderazgos en la política y en otros ámbitos, fundamentales estos, para sostener la viabilidad del sistema democrático liberal.

En este escenario mundial, tal vez sea imperioso volver a la luna, pero no en forma material, sino tan solo para evocar el espíritu unificador y auspicioso, que como humanidad nos iluminó el día 20 de julio de 1969. Advertir de lo que somos capaces de hacer por el cauce constructivo, es un soporte vital y una guía que debemos recuperar como civilización ante las amenazas que se nos presentan.

Un Uruguay agrietado enfrenta un año electoral en el que se disputan como nunca antes dos visiones de país, en completo antagonismo y confrontación para un futuro, ante el cual y en las complejidades que anticipa, cualquiera que asuma en marzo del 2020, poseerá recursos extremadamente limitados para recurrir a una autosuficiencia de soluciones. Las rivalidades y diferencias irreconciliables, el pensamiento mágico, el “ombliguismo” endógeno y hasta cierta miopía con dosis de soberbia serán vicios impracticables. Al Uruguay le urge un proyecto de país viable e integrado.

Como sociedad en crisis, tal vez deberíamos volver a los Andes como un símbolo. Es un buen ejercicio, el referirse a ese momento en el que un grupo de uruguayos, -aún enfrentando enormes problemas  y vicisitudes- supo organizarse en la unidad, como para vencer las condiciones imperantes y alcanzar el objetivo de la supervivencia. 

Hoy, nuestra civilización mundial necesita recuperar un sentido a su existencia, que le brinde el aliento y la visión de un porvenir de paz y de un bienestar colectivo tan necesario como posible. Más que recurrir al pasado para atizar odios, tan perimidos como calamitosos, debemos fijar nuestros ojos en la luna y en la cordillera. De ambos lugares proviene un mensaje esperanzador, si lo sabemos escuchar a tiempo. 

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