Mundo > Democracia en la región

Un giro a la derecha que no conforma y aparecen críticas sobre los gobernantes

En la región hay dos países que no pueden ser considerados democracias y existe desencanto con la corrupción y la inseguridad
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30 de marzo de 2019 a las 05:04

Con democracia se come, se cura y se educa”, dijo Raúl Alfonsín durante la campaña electoral de 1983 que lo llevó a la presidencia de la Argentina marcando el inicio de la transición a la democracia en ese país, tras una larga noche de siete años. Sería solo la cabeza de playa de una esperanzadora ola de democratización que se extendió por todo el continente: siguieron Uruguay, Brasil, Paraguay, Chile…, despertando un gran entusiasmo en una América Latina que abandonaba por fin las dictaduras, se miraba en el espejo de la transición española y soñaba con un nuevo tiempo de libertades, participación y equidad social. 

Más de tres décadas después de aquel histórico retorno —que en un momento logró la proeza de un continente con democracias en todos sus países, excepto por la isla de Cuba—, la democracia no goza hoy de buena salud en la región. Al menos dos de aquellos países ya no pueden ser considerados democracias: Venezuela y Nicaragua. Y el desencanto y el malestar social con la corrupción y con la inseguridad socavan la imagen del sistema democrático y empujan a los votantes hacia populismos de diversa laya. 

La elección de Jair Bolsonaro en Brasil podría citarse como la síntesis, y a su vez, como el extremo, de ese desencanto con la democracia y esos dos principales flagelos que en estas latitudes no ha sido capaz de resolver. El giro a la derecha que ha experimentado la región en los últimos cinco años, tras el descontento que desbancó a los gobiernos progresistas, tampoco ha acabado con el mal humor social. Así lo indican hoy los índices de aprobación de cada uno de estos nuevos gobiernos, todos ellos claramente a la baja. El caso de Mauricio Macri en Argentina tal vez sea el más representativo. Pero por el mismo derrotero descendente parece transitar hoy la popularidad de otros presidentes como Iván Duque en Colombia, Sebastián Piñera en Chile, Lenín Moreno en Ecuador y el propio Bolsonaro, que a apenas tres meses de haber asumido, sus índices han caído al 39%, después de haber ganado las elecciones en octubre con cerca del 60% de los votos. 

Consulta Mitofsky, la prestigiosa encuestadora mexicana, acaba de publicar en estos días su Ranking Anual de Mandatarios de América, un esudio a partir de sondeos de popularidad recabado país por país. Y solo cuatro presidentes de la región superan hoy el 45% de aprobación. La imagen de Duque ha caído al 43%, y la de Piñera, al 42%. Más abajo aun, se ubican Lenín Moreno, con el 32%, y el paraguayo Mario Abdo Benítez con el 30%; seguidos de Evo Morales (29%) y Tabaré Vázquez, con un magro 27%. Macri hundido en el 19%; y cierra la tabla Nicolás Maduro con 15%. 

Esto coincide con las cifras del último informe de Latinobarómetro, publicado al cierre de 2018, que da una media de 32% de aprobación entre los gobernantes de la región. Lo que significa una caída de casi 30 puntos porcentuales en los últimos 10 años: en 2009 la aprobación promedio que los latinoamericanos asignaban a sus gobiernos era del 60%. De tal modo que después del profundo descontento con la corrupción y con la inseguridad que destronó a los gobiernos de izquierda, los gobiernos de derecha no han podido aún restablecer la confianza de la ciudadanía ni atenuar significativamente el malestar. Más bien pierden pie. 

¿Qué ha ocurrido?

Por un lado se verifica una suerte de tedio en la población, más que descontento, con estos nuevos gobiernos, a los que no parece caérseles una idea. En Colombia y en Brasil, los ciudadanos ven otra vez las estrechas relaciones con Washington y las mismas políticas de los años ‘90. Los argentinos, entre la inflación, la devaluación récord y la desocupación, contemplan de nuevo una política económica ceñida a las recetas del FMI, y a un gobierno que nos les tira ni un centro a los sectores populares. Todo esto tiene un retrogusto a Consenso de Washington que no entusiasma a nadie. Las derechas de la región no parecen haberse reinventado en el llano. Y a unos años ya de haber sacado a los progresistas en las urnas por corruptos, los ciudadanos todavía no les dan la confianza. Peor aún, no logran captar la imaginación de la ciudadanía y reavivar ese sentimiento que ha movido a los pueblos desde tiempo inmemorial: la esperanza. 

Esto había sido algo que los gobiernos progresistas sí lograron desde el vamos. Con sus banderas de la justicia social, de la igualdad, de la distribución de la riqueza, y luego con el sueño de la Patria Grande y la independencia del poder de Washington, habían logrado capturar el entusiasmo. El viento de cola que soplaba desde el Asia y su insaciabilidad de materias primas hizo el resto para que se instalara en el ánimo latinoamericano cierto estado de bienestar, y hasta la creencia en algunas nuevas clases medias de que estábamos a un paso de convertirnos en “países desarrollados”. Por eso luego el desencanto fue mayor cuando llegó la época de las vacas flacas y ya no había tanto para repartir. Además de que la corrupción también había sido descomunalmente mayor. Lo mismo que el maniqueísmo y el discurso divisivo con que habían llegado al poder. Y la ciudadanía les pasó esas facturas todas juntas.

De modo que no es un problema de izquierda o de derecha, sino una crisis del sistema, una crisis de la democracia, que no ha logrado resolver los problemas estructurales y no le termina de encontrar la cuadratura al círculo de la realidad latinoamericana. Ni el Consenso de Washington primero, ni el Foro de Sao Paulo después, los dos grandes esquemas políticos de encaje regional que se sucedieron en democracia, consiguieron el despegue y la consolidación institucional y económica que necesitaba la región.  

La precariedad institucional continúa lastrando las posibilidades reales de atacar esos problemas de fondo, así como de consolidar un verdadero sistema de contrapesos. En muchos de estos países, la separación de poderes es aún difusa. Sea por mayorías obtenidas en las urnas o porque los gobiernos se las ingenian, los parlamentos muchas veces terminan siendo instrumento del Ejecutivo, y la Justicia carece del poder necesario para llevar adelante ciertas investigaciones que exige la ciudadanía. Eso explica en buena medida el desgaste, por ejemplo, del Frente Amplio y los números tan bajos de Vázquez.

La corrupción, el lavado, el llamado capitalismo de amigos siguen siendo los temas que más preocupan a los latinoamericanos, por encima de la inseguridad y hasta de la precariedad laboral. El escándalo de Odebretch en varios países, así como la causa de los cuadernos y la obra pública en Argentina, asquearon (verbo de uso recurrente en las redes sociales) a la opinión pública de un modo del que todavía no parece recuperarse. La cantidad sin precendentes de presidentes, vicepresidentes y altos dirigentes políticos presos, procesados, renunciados, en un desfile interminable por los estrados judiciales de toda la región, nos vuelven a consternan cada tanto con nuevas revelaciones de sus siderales latrocinios. 

Sin embargo, en esos países donde se percibe un combate genuino a la corrupción —en lugar de que simplemente se archiven las causas— es donde la ciudadanía tiende a estar más satisfecha con sus gobernantes actuales. Tal es el caso de México y Perú. En el mismo sondeo de Consulta Mitofsky, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, figura en primer lugar, con el 67% de aprobación (otras encuestas le dan hasta un 78%). Y el segundo es el presidente peruano, Martín Vizcarra, con el 63% de los apoyos. 

López Obrador ha hecho una carrera de condenar la corrupción. En junio pasado ganó las elecciones con ese discurso como su principal caballito de batalla. Y si bien la Justicia mexicana no parece apuntar a ningún gran proceso para enjuiciar a los corruptos, al menos las medidas de gobierno del nuevo mandatario sí van claramente dirigidas a acabar con el saqueo del erario público y los privilegios del antiguo régimen. Y en Perú no se salva nadie. Dos expresidentes han sido procesados, uno de ellos, Ollanta Humala, ya ha pasado por prisión; y el otro, Alejando Toledo, está prófugo en Estados Unidos con pedido de extradición de la Justicia peruana. Pedro Pablo Kucszynski tuvo que renunciar envuelto en un escándalo de coimas con Odebretch. Y Alan García, investigado en la causa de Lava Jato, hace poco protagonizó un escape fallido, haciendo aparición en la residencia del embajador uruguayo en Lima y solicitando asilo político, lo que causó unos largos días de tensión entre los gobiernos de ambos países.   
Incluso en Brasil, si bien la imagen de Bolsonaro está en baja, la de su ministro de Justicia, Sergio Moro, el juez de la causa Lava Jato que condenó a Lula a prisión, se mantiene cerca del 70%; y su gestión al frente del Ministerio, con un paquete anticrimen y anticorrupción, recibe la aprobación del 62% de los brasileños.

Pero en líneas generales la democracia ha caído en esta crisis de desconfianza en toda la región, con mucho por delante todavía para recuperar su credibilidad. Y más aun para que, como decía Alfonsín en aquellos días de esperanza reencontrada, pueda alimentar, curar y educar a todo el mundo. 

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