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Verano en impermeable y Everything and Nothing

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05 de julio de 2020 a las 05:00

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Verano en impermeable

Querida Magdalena:

Como víctima temprana del lockdown y de las arbitrarias medidas sanitarias que la ignorancia ha producido no menos en el Reino Unido que en el resto del mundo, he sentido mi regreso al aire libre y a la libertad como una resurrección. Después de meses de rutinas un tanto artificiales, de urgencias autoinfligidas, en fin, de una vida de laboratorio de puertas adentro, estallada en microsucesos sucesivos (la mayoría de ellos, digitales) pero distantes entre sí y sin unidad interna, el mero hecho de recuperar la libertad de caminar e ir en bicicleta, o de traspasar hacia el río los límites del jardín, me ha devuelto el sentido del yo. No, desde luego, en términos cartesianos: Dios me libre de tal cosa. Me refiero, más bien a la novedosa felicidad de este verano en impermeable (raincoated summer): el calor sin el bochorno; la alternancia de los días de sol y los de lluvia; la suave, la silbante brisa; el profético estruendo de los pájaros al amanecer… ¿Quién es ese hombre que se pasea al atardecer del brazo de su linda traductora, empujando el cochecito de un nieto de pocos días? Ese soy yo: el personaje que ha regresado después del lapsus del coronavirus.

Haciendo un poco de introspección, le diré que -no sólo durante el lockdown-, tiendo a vivir mi vida como partida en pedazos infinitamente pequeños y yuxtapuestos que parecen vividos por distintas personas. Y así, uno es el que escucha cantar a los pájaros por la ventana al despuntar el día; otro el que pedalea insensatamente por Banbury Rd. después del desayuno; un tercero aún el que, después de las 9 a.m. siente el tonto orgullo de ser uno de los pocos seres inteligentes (o así lo espera), en el cosmos actual, que puede pasear por la Old Library o por la Capilla del Trinity College, sin necesidad de permiso alguno.

Nunca sé quién es el Leslie Ford que, antes y después de la pausa del mediodía, despacha su papeleo con fervor mecanicista; ni quién el que responde a una consulta sobre manuscritos guardados en la Bodleian Library, sin necesidad de consultar el inventario; ni quién aquel cuya mente, en los momentos perdidos, perfecciona, uno tras otro, pequeños detalles de su quehacer profesional.

¿Quién es, finalmente, el que se sorprende, al regresar a casa, de ver y saludar siempre a María, la traductora, y a sus hijos, como si fuera la primera vez que los ve y los saluda; quién el que amasa y hornea el mejor pan de centeno junto al Cherwell o guisa unas respetables alubias rojas con trozos de cordero; o quién el que le hace escuchar a Raymond, su nieto de pocos días, las increíbles voces de George, John y Paul cantando Yes It Is -y está a punto de explicarle por qué no debe nunca, bajo ningún concepto olvidar aquel momento musical?

En su hacerse, mi vida es semejante al Cubismo Analítico, o al deconstruccionismo filosófico de Derrida que disuelve el todo en un puzzle carente de significado.

Solamente de noche -en esa mirada retrospectiva que todos solemos dirigir a nuestro día, antes de apagar la última luz- esa misma vida se entiende como una unidad. Miro, en primer lugar los actos relacionados con el trabajo que hago y por los que recibo mi magro estipendio.

Ordenar raros manuscritos y saber en dónde están guardados es lo que yo, Leslie Ford, admirador de Obdulio y de los Beatles, hago en la sociedad y por la sociedad en la que vivo: mi ladrillo personal aportado a la construcción de la Polis.
Como alguna vez hemos comentado, el trabajo es la puntada final a la Creación. Y el Cosmos no es sólo la obra de Dios o el lugar en el que Dios dijo “Hágase la luz”. La Creación es, ahora, la luz de
Dios junto al trabajo de un hombre que, en la Polis, ordena manuscritos.

Pero el universo no es sólo una biblioteca (aunque sea tan bella como la Old Library). En “El espíritu de la Liturgia”, Ioseph Ratzinger dice que el mundo creado juntamente por Dios y por el bibliotecario inglés, es el lugar del encuentro y del descanso entre ellos. El trabajo se ordena a un encuentro de amor.

Y considerando estas cosas, aunque sus días se parezcan a uno de aquellos cuadros de Georges Braque, al apagar la luz,
puede el bibliotecario soñar en paz el sueño de una noche de
verano en impermeable. 

Everything and Nothing

Estimado Leslie:

Su carta me llevó a Everything and Nothing, un maravilloso escrito de Borges (¿acaso existe algo signado por la pluma de Borges que no lo sea, en realidad?) que representa la angustia del ser humano en busca del sentido del yo. En esta breve pero profunda prosa poética, Borges narra el anhelo de Shakespeare de encontrar su propia identidad entre todos los personajes y fábulas por él mismo creados.  Pero a pesar de su aguda capacidad para auscultar el alma humana y su ingenioso poder para imaginar diferentes personalidades, el afán de Shakespeare fue en vano: “nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo, pudo agotar todas las apariencias del ser”.

Al cabo de su existencia y frente a Dios, Shakespeare lo interpela rogándole que le clarifique el enigma de su yo. No quiere despedirse de esta vida sin conocer su auténtica identidad, y ¿quién mejor para revelársela que su propio creador? Mas, para la desilusión del Bardo de Avon, la respuesta de Dios fue metafóricamente afín al Espíritu de la Liturgia de Ratzinger: “Yo soñé el mundo como tu soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie”. 

No se usted, Leslie, pero yo encuentro esta respuesta de Dios sumamente liberadora. Si de verdad somos creaturas de Dios, ya sea durante su vigilia o su sueño, él nos concibe de forma tal que podamos, a su vez, crearnos a nosotros mismos dentro de un abanico inmensamente (por no decir “infinitamente”, ya que lo infinito me suena excesivo para nuestra limitada condición) amplio de posibilidades. Porque de haber sido creados como un alguien definido e identificable, careceríamos de la libertad de elegir y elegirnos. Tendríamos, a lo sumo, la posibilidad de “descubrirnos” y aceptar nuestro destino, pero no de amarlo. Y esto, sencillamente, porque no se puede amar lo que no se elige.

El Dios de Borges -y de Shakespeare- es uno que hace a sus criaturas co-creadores de su obra magna, nunca completamente acabada. Y quizás sea éste el más genuino significado de aquella máxima que dice que “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”. Porque, al fin y al cabo ¿quién puede definir o identificar a Dios, decir quién es él en realidad? Convengamos, Leslie, que es en su misterio (esto es, su ser muchos y nadie) donde reside no sólo su divinidad, sino también su libertad. 

Hace pocos días alguien me hizo notar que no hay casi ninguna manifestación de la naturaleza humana que no haya sido pensada y representada por Shakespeare. Y ahora, mientras le escribo, pienso que es muy probable que esta contemplación profunda de la condición humana haya sido, como cuenta Borges en Everything and Nothing, el resultado de su afán por descubrir su propia identidad. Gracias a esa búsqueda, inevitablemente condenada a la infructuosidad, Shakespeare pudo imaginar tantos personajes, desplegando y ahondando el abanico dentro del cual podemos expresarnos y comprendernos mejor como humanos. Si Shakespeare hubiese sido Hamlet, seguramente no tendríamos al Rey Lear, Otelo, Romeo, Julieta y Lady Macbeth.

Quien pudo aprehender su condición de ser al mismo tiempo muchos y nadie, fue Walt Whitman. En Hojas de hierba, escribe “Soy inmenso, contengo multitudes” mientras se canta a sí mismo y se celebra.  No se imagina el efecto liberador (en el más auténtico sentido de la palabra) que tiene su poesía en tantas personas aquejadas por la falta de sentido y la baja autoestima. En efecto, Whitman ha sido siempre un coadyuvante valiosísimo en mi trabajo como psicóloga clínica.

En fin, Leslie, ¿qué quiere que le diga? Porque la verdad es que me complace mucho saber que, entre todos sus personajes; paseante, bibliotecario, panadero, padre, abuelo fanático de los Beatles y marido enamorado de una linda traductora, a usted se le hace difícil descifrar quién es Leslie Ford en realidad. Y me gusta porque, gracias a ello, subsiste la posibilidad de que el día de mañana le haga escuchar a un nuevo nieto de pocos días Blowing in the wind de Dylan, o cocine los mejores Fish and Chips de Inglaterra.

Pero también me complace porque, de esa manera, llegada la noche, usted puede apagar la luz sabiendo que todas esas multitudes se conciertan perfectamente en una gozosa e inexplicable unidad. 

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