El mecanismo era simple: yo te giro plata, programas, obra, protección; vos me devolvés gobernabilidad, votos, calle tranquila. Durante décadas, el Estado argentino se paró en un lugar muy claro. El del adulto responsable en la sala. Provincias, movimientos sociales y organizaciones de la economía popular ocuparon el rol de hijos permanentes. Algunos rebeldes, otros dóciles, pero todos dependientes.
Eso no era solo ayuda. Era tutela. Una forma de gobernar basada en la idea de que los otros nunca terminan de crecer. Con los gobernadores el contrato se repetía como liturgia administrativa impartida por la gracia del funcionario de turno en campaña permanente. Viaje a Buenos Aires, foto en algún despacho, promesa de acompañar una ley compleja y, si todo salía bien, algunos miles de millones extra para tapar agujeros locales. La Nación funcionaba como billetera y confesionario. Repartía recursos, escuchaba quejas, administraba culpas. A cambio, pedía algo muy concreto: no me incendies el clima político.
Con las organizaciones de la llamada economía popular la dinámica fue parecida, pero desde abajo. El Estado tercerizó la gestión de la pobreza. Delegó en movimientos sociales la administración de planes, comedores y territorios. Ellos daban contención y capacidad de movilización y el Estado ponía la caja. Ese arreglo, que empezó como solución de emergencia, terminó creando estructuras que ya no parecían simples intermediarias, sino Estados paralelos de barrio.
En los dos niveles, tanto provincias como organizaciones, la lógica fue la misma: dependencia financiada. ¿Resultado de esta práctica? La tutela como forma de poder que se justifica en nombre de la protección, pero consolida una minoría de edad política.
El quiebre actual
El gobierno actual introduce un corte brusco en ese esquema. No se limita a ajustar partidas o renegociar pactos y cambia el tipo de vínculo. "No hay plata" deja de ser amenaza de coyuntura para convertirse en punto de partida. No es un recurso dramático de la negociación, es la primera línea del contrato.
A las provincias se les corre el abrigo de la billetera nacional y quedan a la intemperie fiscal. Siguen teniendo sus conflictos, sus gastos fijos, sus estructuras sobredimensionadas. Lo que ya no tienen es la certeza del rescate. La escena se repite: subas urgentes de Ingresos Brutos para tapar el bache, actividad privada que se frena, inversión que se corre. El resultado no acompaña. No es por ahí, pero durante años ese fue el único reflejo disponible.
La Nación, en paralelo, consciente o inconsciente de esta dinámica, se corre del rol de papá que siempre aparece con un cheque de última hora. Se para más cerca de un coach despiadado que habla de responsabilidad fiscal, reglas claras, clima de negocios, acceso al crédito. Propone marcos como el RIGI y deja un mensaje implícito: los que se animen a jugar con estas reglas estarán un paso adelante; los demás seguirán colgados del pincel, sin nadie que sostenga la escalera.
Del clientelismo al examen de mayoría de edad
El giro con las provincias dialoga con otro corte, menos prolijo y más ruidoso: el que se intenta hacer con el entramado de la economía popular. Ahí también se cuestiona la intermediación, se recortan recursos, se discute el papel de las organizaciones como gestoras indispensables de la pobreza. Durante años, el Estado compró paz social delegando en esos actores la administración del conflicto. Hoy ensaya el movimiento inverso de recortar la delegación, disputar la representación, volver a ocupar, al menos en el discurso, un lugar más directo frente a los sectores vulnerables.
La palabra que sobrevuela ambos procesos es la misma: fin de la tutela. El gobierno se presenta como quien rompe tanto el clientelismo territorial con los gobernadores como el social con las organizaciones. Menos papá que reparte, más Estado que fija condiciones.
Pero el fin de la tutela viene con su propia trampa. Devolver autonomía también es devolver culpa. Si cada provincia diseña su esquema impositivo, define qué hacer con herramientas como el RIGI o decide cómo ordenar (o no) sus cuentas, el mal resultado ya no puede explicarse solo por la mezquindad de la Nación. El espejo se acerca y su reflejo puede volverse incómodo.
Emancipación o intemperie
Acá es donde aparece la tensión de fondo que sobrevuela el debate público. ¿Estamos frente a una verdadera mayoría de edad política de provincias y actores sociales o frente a una forma sofisticada de abandono? No es lo mismo retirar la tutela en un contexto de instituciones fuertes, acceso al crédito y capacidades técnicas que hacerlo sobre territorios con economías frágiles, estructuras estatales precarias y una historia larga de dependencia.
La orfandad puede ser una oportunidad para construir autonomía, pero también puede convertirse en simple intemperie. El gobierno responde que las herramientas ya están. Orden fiscal, menos impuestos distorsivos, seguridad jurídica, apertura a la inversión. El problema es que pasar del manual a la práctica exige tiempo, coordinación y una dosis de confianza que la sociedad argentina viene perdiendo hace años.
El viejo contrato tutelar era caro y perverso, pero previsible. Todos sabían qué rol ocupar. La Nación repartía; las provincias pedían, presionaban, amenazaban un poco y al final recibían algo; las organizaciones administraban recursos, calle y legitimidad. Nadie crecía demasiado, pero el sistema mantenía status quo y jerarquías.
Romper ese esquema es, en algún sentido, saludable. La pregunta es qué se construye en su lugar. Un federalismo de mayoría de edad, con reglas parejas, responsabilidad asumida y crecimiento propio, requiere más que recortes y consignas. Requiere una conversación incómoda sobre qué Estado pueden sostener las provincias, qué tipo de desarrollo quieren y qué lugar ocupa la ayuda nacional cuando ya "no hay plata" y se asume que no puede ser chequera infinita.
El verdadero fin de la tutela no se juega solo en la fuerza del ajuste, sino en la capacidad de armar algo distinto después. Hacia allí parece querer dirigirse el gobierno con las reformas que se trae entre manos. Pero si esa etapa no aparece, lo que queda no es emancipación, sino una soledad administrada desde lejos. Un país donde el Estado ya no hace la tarea, pero tampoco da más que un pizarrón con consignas.
Entre la tutela y el abandono hay un espacio fino, difícil, poco glamoroso: el de la responsabilidad compartida. Ahí es donde, quizás, se defina si este experimento es el comienzo de una adultez política o apenas otro capítulo de la larga historia argentina de cambiar de padre sin animarse a crecer del todo.