Carriquiry confesó que al principio se preguntó qué motivaba a los tres abuelos a buscar la adopción, lo que la llevó a investigar más a fondo el caso. La investigación incluyó una revisión exhaustiva de los bienes y cuentas del adoptado. Sin embargo, rápidamente se descubrió que no había ningún interés económico detrás del proceso, ya que los solicitantes habían buscado la ayuda de la Defensoría de Pobres y Ausentes. Un equipo interdisciplinario, liderado por el defensor público Raúl Acevedo, la psicóloga Adriana Paniagua y la asistente social Sandra Jiménez, trabajó arduamente para asegurarse de que el proceso fuera legal y legítimo.
Noviembre de 1962 marcaría el nacimiento de Pedro, pero no sería un inicio normal para el niño. Su padre, Gustavo Ruíz, abandonó a su madre, Ana López, sin dejar rastro, y desde entonces, Ana se vio obligada a criarlo sola.
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Ana se enfrentó a una realidad desafiante al principio de la vida de Pedro. Como madre soltera, tuvo que asumir la responsabilidad de encontrar un trabajo, obtener alimentos y un techo para mantener a su hijo. Originaria del Chaco, Ana se había mudado a Salta en busca de oportunidades laborales, y en un principio, se vio obligada a buscar refugio en casas de familiares y amigos. Sin embargo, su vida dio un giro cuando conoció a Luis González, un hombre que cambiaría el curso de su historia y la de su pequeño de 2 años.
"El nunca preguntó nada. Simplemente se hizo cargo, como si Pedro fuera suyo desde el principio", recordaba Ana, relajando la memoria de aquellos primeros días de convivencia. Su decisión de unir sus vidas en matrimonio en 1972, cuando Pedro tenía 10 años, fue un testimonio de la profunda conexión que había crecido entre ellos.
Con la infancia ya atrás, Pedro apenas recordaba a su padre biológico y Luis González había ocupado un lugar permanente en su vida como la figura paterna que mejor conocía. Luis, un hombre de carácter sólido y origen salteño, había pasado años trabajando en oficios diversos para asegurar su sustento. A pesar de una vida marcada por dificultades, se dedicó a crear un hogar seguro y amoroso para Ana y su hijo.
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“Nunca me hizo sentir que no era su hijo, al contrario, desde el primer momento me trató con el amor y la disciplina de un padre verdadero”, expresó Pedro ante el Tribunal donde hizo su petición de ser adoptado.
La familia se trasladó a una nueva casa, en un barrio más establecido de Salta, donde pasaron 38 años juntos. Fue allí donde Pedro creció bajo el respeto y la guía de Luis, quien se convirtió en una figura fundamental en su vida. Luis no solo le enseñó las habilidades básicas de carpintería, sino que también lo inspiró a adoptar el oficio como propio y que le permite ganarse la vida hasta el día de hoy.
La vida de Luis y Ana se centró en la figura de Pedro, su único hijo, que se convirtió en el centro de su atención y dedicación.
La llegada de Pedro González, el nombre que siempre había anhelado, se convirtió en el regalo final y más precioso para la pareja, que finalmente se consolidó como una unidad familiar indestructible. Ante la Justicia, Ana recordó cómo Pedro se convirtió en el sostén de la casa, un hombre que cuidaba a sus padres con la misma dedicación y amor con que ellos lo habían cuidado. "Siempre estuve ahí para ellos, todo lo que soy se lo debo a mis padres", declaró Pedro, revelando el profundo agradecimiento y amor que sentía hacia sus padres, los únicos que lo habían criado y apoyado a lo largo de los años.
La identidad de Pedro se hallaba en un momento de crisis. Aunque el apellido Ruiz había sido el suyo durante años, sentía que no era el que verdaderamente reflejaba su ser. González era el nombre que resonaba en su corazón, pero la decisión de cambiarlo oficialmente se enfrentaba a una serie de obstáculos. El miedo a la opinión ajena, los complejos procesos burocráticos y la incertidumbre sobre si la justicia aceptaría la adopción de un hombre adulto, lo mantenían en un limbo emocional.
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La vida de Pedro tomó un giro inesperado en el año 2024, cuando Luis decidió dar un paso histórico. A los 82 años, Ana, la madre biológica de Pedro, se unió a él para presentar una solicitud de adopción plena en la justicia.
La jueza encaró una de las cuestiones más complejas al evaluar la solicitud de adopción de Luis, un hombre de 76 años. Para tranquilizar sus inquietudes, ordenó que se realizaran informes psicológicos exhaustivos para confirmar que todos comprendían plenamente el proceso de adopción y las implicaciones que conllevaba.
Tras un deliberado proceso judicial de tres meses, la jueza dictó un fallo sin objeciones, otorgando la aprobación para la adopción. En su intervención, la jueza manifestó: “Yo quería que fuera un precedente sin vicios”. Además, expresó que este caso es un ejemplo inspirador de cómo el amor y el respeto pueden superar las limitaciones de la biología y la ley, permitiendo construir una familia fuerte y unida.
En la audiencia, la verdad y la emoción se fusionaron en un momento de pura sinceridad. Pedro, con la voz temblorosa, evocó la memoria de sus años junto a Luis y Ana, recordando los sacrificios que hicieron por él, la educación que le brindaron y, sobre todo, el amor incondicional que siempre lo había apoyado. “Siempre supe que era su hijo, aunque no lo fuera en papeles”, declaró Pedro, sus palabras resonando en la sala como un testimonio del poder del amor. La jueza, conmovida por la historia, otorgó la adopción, sellando con un sello de justicia y humanidad el vínculo entre Pedro y sus padres adoptivos.
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Con sinceridad y calma, Luis manifestó que no había necesidad de tener más hijos, ya que Pedro había llenado un espacio en su corazón que nunca podría ser reemplazado: “No he tenido otros hijos más que Pedro, y es él quien nos cuida y gestiona nuestras cosas. Es, desde siempre, mi hijo en todos los sentidos”.
La sentencia definitiva unió a Pedro Ruíz con su nuevo nombre y su nuevo apellido: Pedro González. Con ello, la jueza oficialmente eliminó a su progenitor biológico de los registros, marcando el fin de un capítulo que había durado más de medio siglo. Para Pedro, el cambio de apellido significaba más que una mera formalidad; era el cierre de una herida abierta desde hacía mucho tiempo. Ser González era, para él, un símbolo de pertenencia y conexión a una familia que lo amó y cuidó con dedicación, y también un testimonio del legado de amor y sacrificio que Luis y Ana le habían dejado.
Con los pies en el suelo y el corazón lleno de gratitud, Pedro González sigue viviendo en la ciudad de Salta, en la misma casa donde creció rodeado del amor y la dedicación de sus padres. Aunque la vida le envió algunos golpes duros, como la pérdida de uno de sus tres hijos en un trágico accidente, Pedro supo encontrar la fortaleza necesaria para seguir adelante, apoyándose en los valores que sus padres le inculcaron desde pequeño: perseverancia, resiliencia y fe en sí mismo.
Con una profunda gratitud y un corazón lleno de amor, Pedro González se encarga del cuidado diario de sus padres, Ana y Luis, quienes afrontan desafíos de salud en sus últimos años. A pesar de los problemas cardíacos de Ana y las dolencias propias de la edad de Luis, Pedro está presente para asistirles en todas sus necesidades y gestiones. Con un sentimiento de devoción, Pedro declara: “Ellos me lo dieron todo, ahora es mi turno de devolverles el favor”.