La realidad hoy parece un espejo roto. No por la mala suerte, sino por la imposibilidad de mirar sin fragmentar. El caso es conocido: Julia Mengolini, periodista y figura pública, enfrenta en redes sociales acusaciones de incesto con su hermano. Una acusación disparatada, sin sustento, pero eficaz como ataque simbólico.
Lo interesante es el contexto: se la ataca con la misma munición que usó ella en su momento contra el presidente Javier Milei y su hermana. La rueda gira, "el vuelto" -así se lo llamó- llega, y con él, una lección cruda de este presente hiperconectado: el espejo que refleja lo que proyectamos, devuelve todo más sucio, más cruel y más distorsionado.
¿Dónde empieza esto? Esa es la pregunta trampa. Porque en tiempos de redes y narrativas en loop, marcar un inicio de los hechos se vuelve todo un desafío. Como explicaban los teóricos de la Escuela de Palo Alto en el tercer axioma de la comunicación humana: la puntuación de secuencia de hechos implica que, tanto el emisor como el receptor, interpretan su comportamiento según cómo reaccionan ante el comportamiento del otro. De esta forma, toda comunicación tiene su propia puntuación de secuencia y eso es lo que define la relación entre ambos. Vos decís que yo empecé, yo digo que vos. El kirchnerismo provocó, el macrismo devolvió. Milei responde, pero también ataca. Y así. Es un eterno presente sin pasado compartido ni futuro acordado. Nadie sabe quién empezó, pero todos sienten que están devolviendo algo y así es como la acción cede ante la reacción.
La lógica del vuelto como moral de simetría
Esa lógica del "vuelto" es la que organiza gran parte del discurso público hoy. No es una moral de justicia, sino de simetría: "Si vos lo hiciste, yo también puedo". Pero esa simetría no limpia, es un espejo roto. Y con esa lógica del "vuelto" aparece otra capa: la justificación. Ya no como defensa, sino como forma de legitimación. "Sí, pero ellos también robaron", "sí, pero ellos también tienen causas". Como si el delito ajeno legitimara el propio. Como si cada acusación fuera una coartada y un salvoconducto.
En ese juego de espejos rotos en el que nadie responde por lo propio y todos se justifican por lo ajeno lo que se devuelve siempre llega distorsionado, amplificado y fuera de proporción. El rumor se convierte en condena, las bromas terminan "funando" y la crítica deviene en "baneo". Entonces surge algo más inquietante: la fragilidad. Todos podemos atacar, pero pocos pueden bancarse el vuelto. Mengolini, entre "lágrimas", denunció una campaña en su contra. Y probablemente tenga razón. Pero también es cierto que esa campaña se da en un contexto donde el ataque preventivo se volvió norma. Donde el error no tiene red, y la empatía se interpreta como debilidad.
Un presente sin raíces ni anclaje
No hay espacio para la vergüenza ni para el perdón. Solo hay reflejos rotos, compitiendo por ver quién pega más fuerte. Una competencia por ver quién devuelve más rápido, más filoso, más hiriente. El espacio público se volvió un ring donde nadie cree y todos sospechan. Las ideas ya no se discuten, sino que se intercambian golpes bajos disfrazados de argumentos.
Esto no es tanto sobre el honor de una periodista, ni la decencia de un presidente. Se juega algo más profundo: la posibilidad misma de que el discurso tenga un punto de anclaje. Un lugar donde podamos decir "esto empieza acá". Sin ese anclaje, todo es devolver golpe por golpe y todo se convierte en revancha. Y si todo es revancha, entonces todo aquello que caiga en esta lógica está permitido.
El espejo roto no es solo una metáfora de la venganza, sino del tiempo en el que habitamos. Un presente sin raíces, donde el pasado es solo un archivo para buscar munición y el futuro una amenaza de ajuste de cuentas. No se trata de justificar a nadie, sino de entender que cuando el espejo se rompe, el reflejo no desaparece: se multiplica y se vuelve filoso.
Quizás haya que volver a pensar la comunicación no como un campo de batalla, sino como un espacio de puntuaciones compartidas. Donde podamos disentir sin destruirnos. Donde el error tenga un lugar. Y el perdón, también.