26 de noviembre 2025 - 21:32hs

En redes, el efecto fue inmediato. Comentarios en modo reflejo: "¿Esto está bien?", "¿Volvemos para atrás?", "¿Es normal o es raro?". Una mezcla de alerta y desconcierto. Parecía más bien un eco remoto que un análisis. Y ahí estaba el detalle. El uniforme no es solo un uniforme, es un archivo emocional. No necesita presentación porque ya está cargado de pasado, incluso si ese pasado ya no coincide exactamente con la realidad que tenemos enfrente.

En este caso, la realidad cambió más de lo que creemos. Las Fuerzas Armadas de hoy y las de hace 40 años no son intercambiables. Cambió la formación, la doctrina, los controles, la inserción internacional, la relación con la política. Cambió incluso la forma en que se conciben a sí mismas. Uno podría discutir ritmos, deudas, reparos, pero hay un hecho insoslayable: la institución mutó. Lo que no mutó con la misma velocidad es el reflejo social que despierta.

Es curioso: el país que suele definirse como "experto en procesos políticos" es, al mismo tiempo, muy lento para procesar simbólicamente sus propios cambios. La transición democrática fue tan fuerte, tan definitoria, que dejó grabado en la piel un código de lecturas rápidas: uniforme = riesgo. Y, como todo resorte emocional, no pregunta por el contexto antes de dispararse. Simplemente actúa.

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Sin embargo, lo más interesante es que ese reflejo no solo habla del pasado. Habla del presente. Habla del modo en que percibimos la democracia después de 42 años. Del modo en que, todavía hoy, ciertos símbolos del Estado nos generan más inquietud que confianza. Y es ahí donde aparece una idea incómoda. ¿Será que tal vez el temor no surge del militar, sino de la sensación de que la democracia aún no terminó de hacerse cargo de sí misma? Como si nuestra democracia hubiera logrado instalar sus instituciones, pero no su tranquilidad; sus reglas, pero no su resguardo; como si todavía funcionara más como promesa que como un territorio donde la vida cotidiana se siente verdaderamente acompañada.

Una democracia a medio camino

Si uno corre el foco apenas unos centímetros, la escena cambia. Un militar en Defensa no implica por sí mismo una regresión. En muchos países es normal; en otros es irrelevante. La pregunta no es sobre la persona sino sobre lo que revela de nosotros. ¿Por qué, después de cuatro décadas de sistema democrático ininterrumpido, seguimos leyendo el poder estatal desde el miedo y no desde la seguridad?

Quizás porque la democracia, como proyecto de derechos, quedó a medio camino. Se fundó sobre una promesa de que la vida iba a ser más justa, más digna, más vivible. Y 42 años después, la escuela pública desfondada, la salud en modo soga al cuello, la pobreza convertida en clima sofocante, la seguridad transformada en ansiedad permanente, cuentan otra historia. Una historia donde los derechos formales no siempre se volvieron derechos vividos.

Todo esto erosiona la confianza. No solo en la política, sino en la idea misma de Estado. En su capacidad de cuidar, ordenar, garantizar, proteger.

Por eso, cuando aparece un militar en escena, el debate se enciende, pero no por lo que aparece en primera instancia. Se enciende porque nos devuelve a una pregunta más profunda. ¿Quién cuida a quién en este país? ¿Qué significa "Defensa" cuando la mitad de la población vive en condiciones que el propio Estado no logra defender? ¿Qué soberanía se preserva cuando la salud y la educación funcionan como loterías semanales? ¿Qué seguridad se construye cuando las desigualdades ya se sienten como destino?

Con este prisma, la aparición de un militar en el gabinete funciona como espejo. Un espejo que, sin querer, expone una fragilidad muy íntima de nuestro sistema. Una fragilidad que se expresa en la distancia entre la promesa democrática y sus resultados. No tanto porque la democracia esté en riesgo, sino porque aún está en deuda consigo misma.

¿Es duro de decir? Sí. Sin embargo, es necesario dar el debate. Argentina consolidó una democracia política con elecciones, juicios y libertades básicas, pero todavía no consolidó una democracia social. Y esa brecha genera un clima extraño: la comunidad política está adulta, pero la calidad de vida sigue adolescente, irregular e incierta. El resultado es una ciudadanía que, a pesar de vivir en libertad, no termina de sentirse protegida.

La pregunta ya no sería "¿qué implica un militar en Defensa?". La pregunta de fondo es otra. ¿Cómo construimos una democracia que no active miedos, sino confianza? Una democracia donde la defensa no sea solo geopolítica o institucional sino cotidiana. Donde defender al país incluya defender la salud, la educación, la seguridad, la dignidad económica.

Puede que la sociedad argentina aún lea ciertos símbolos con gramática de los ochenta. Pero también puede que esa lectura persista porque nunca terminamos de construir un presente que desactive esos reflejos. Si la democracia no garantiza derechos de manera plena, cualquier gesto de autoridad va a sonar más fuerte que cualquier discurso tranquilizador.

Al final, todo se reduce a que tal vez no sea que un militar vuelve al poder, sino que la democracia todavía no pudo terminar de llegar del todo. Y mientras eso no cambie, cualquier uniforme va a seguir funcionando como un espejo incómodo; no del pasado, sino de lo que aún nos falta escribir del presente.

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