4 de septiembre 2024
23 de agosto 2024 - 15:09hs

Observando la política española desde afuera y con cierta perspectiva temporal, puede notarse una tendencia a la exageración en la beligerancia política de cada coyuntura que atraviesa el país.

Ocurre en las mejores familias, pero especialmente entre las élites políticas, culturales y la prensa ibérica.

Cuando José María Aznar enunció el célebre “Váyase, señor González”, Felipe era acusado de promover la disgregación territorial y el retorno al terrorismo de Estado. La crispación parecía extenderse como una mancha venenosa, anunciando el fin de los tiempos.

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Como una serpiente que se muerde la cola, lo mismo ocurrió luego con Aznar, la foto de los Azores, la culpa del atentado en Atocha y las acusaciones sobre neoliberalismo y corrupción.

Ni qué hablar del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y la crisis que trajo la sombra de una España empobrecida, que se creía superada, en medio de renovadas disputas nacionalistas.

Los años de Mariano Rajoy también estuvieron marcados por la polarización entre políticos socialistas y populares y, sobre todo, por transitar una crisis material con un final incierto. A esto se sumaba, como es usual, la mala gestión de otra disputa nacionalista con los catalanes.

Los políticos españoles, ya sea desde el oficialismo o la oposición, están siempre dispuestos a acusarse de provocar crisis terminales y llevar a la desintegración del país, aprovechando una sociedad para la cual el pasado de violencia y privaciones, que ocupó gran parte de su historia, incluyendo una porción significativa del siglo XX, no parece ser un infierno tan lejano.

La España que abandona la transición

Las alarmas comenzaron a sonar cuando quedó claro que Pedro Sánchez era un animal político diferente de sus antecesores. Posiblemente debido a la debilidad de origen, al paso del tiempo, al clima de la época o a las impugnaciones que sufrían los partidos tradicionales tanto por la derecha como por la izquierda.

Sea como fuere, el olfato le indicaba a un líder pragmático y ambicioso que debía abandonar algunas de las recetas que funcionaron desde 1975 para sobrevivir en el poder.

Efectivamente, el gobierno de Sánchez comenzó la deconstrucción del consenso de la Moncloa, que había caracterizado la democracia española hasta su llegada al gobierno, aunque esto también había sido anunciado en todos los gobiernos anteriores.

Pero ¿qué significa realmente eso de “abandonar el consenso de la Moncloa”?

Para explicarlo mejor se puede tomar un ejemplo de otras latitudes que permitirá volver luego sobre la cuestión con alguna idea más clara. En América Latina, el vínculo entre las sociedades y el Estado es diferente del de España, más allá de cualquier coyuntura nacional, regional o global.

El Estado nacional creó las identidades nacionales de los países latinoamericanos. Es decir, no hubo argentinos, uruguayos o chilenos antes de que se crearan sus Estados nacionales. Los Estados diseñaron identidades nacionales a su imagen y semejanza. Por lo tanto, la referencia de aquellas sociedades es, en última instancia, siempre el Estado.

En España las cosas son diferentes. Las raíces históricas de los españoles, como ocurre con muchas sociedades europeas y de otras partes, se remontan a siglos antes que el Estado contemporáneo.

Por lo tanto, la mera existencia del Estado nacional no interpela a la ciudadanía con exclusividad. De hecho, en su interior coexisten, y con muchas dificultades, diferentes identidades nacionales y políticas (republicanos y monárquicos o “rojos y fachas” entre otras).

El secreto de la transición fue que el Estado, además de la coerción, debía agregar un diálogo transversal y permanente para contener a esa sociedad con múltiples tendencias, históricamente contrapuestas, cuando no explosivas.

La transición no fue solo un cambio de régimen político; en esos pactos, las diferencias se aceptaron, se expusieron y, finalmente, se negociaron e institucionalizaron.

El principal acuerdo fue que la violencia del Estado dejaba de tener como blanco principal a la misma sociedad, sobre todo a quienes no se alineaban con el discurso o el liderazgo oficial. Y eso se formalizó con una Constitución y leyes que llevarían a España en el rumbo de las otras democracias europeas.

Aunque hoy esto parezca algo obvio en los Estados europeos contemporáneos, hasta entonces, en España eso no había ocurrido, y el legado trágico de la Guerra Civil era un recordatorio de hasta dónde podían llegar los españoles si no regulaban formalmente y por consenso sus diferencias y diversidades.

Pedro Sánchez, el aguafiestas

Desde entonces, los gobiernos españoles siguieron ese guion. Si bien no hay que idealizar el proceso, repleto de bajezas y renuncios, en líneas generales tuvieron acuerdos sobre algunas cuestiones básicas, al mismo tiempo que las peleas y las rupturas –muchas de ellas muy fuertes– ocurrían entre las élites.

Pocas veces la polarización identitaria desbordó las paredes de las representaciones políticas. Pero eso tuvo su lado negativo: la creciente percepción de una casta corrupta y alejada de la gente dio origen a la desafección y con ella los indignados del 15M y la historia posterior ya muy conocida.

Lo que se observa a partir del gobierno de Sánchez es que, además del conflicto con los partidos de la oposición y algunas instituciones del Estado, el presidente ha decidido poner el poder nuevamente contra una parte de la sociedad.

Al mismo tiempo, impone un discurso único que vuelve a secuestrar la palabra y el disenso del espacio público y, por lo tanto, elimina la posibilidad de la negociación y la convivencia democrática y pacífica.

Esto fue una tendencia que empezó con el gobierno de Rodríguez Zapatero, cuando la agenda valórica pasó a tener una importancia creciente.

Al no poder hablar de la economía, en medio de una crisis que ni siquiera reconocía, Zapatero empezó a introducir estas agendas polarizantes que se convirtieron en las antecesoras del movimiento woke.

Mientras en tiempos pretransición se perseguía a comunistas y masones, y a cualquiera podía caerle ese sambenito, ahora el gobierno puede hacerlo con quienes considere cultores del odio, sin especificar demasiado qué significa eso y cuál es el daño que hace. Esto último es muy importante, porque si no hay daño, no hay culpa.

El odio como bandera para separar ciudadanos del colectivo nacional y con un argumento insólito, como si portar sentimientos (incluso el odio, el rencor o el que sea) fuera un delito.

Así, primero fue Sánchez con su intento de controlar la prensa disidente y hace unos días el fiscal contra los Delitos de Odio y Discriminación que propuso analizar “perfeccionamientos técnicos” para prohibir el acceso a redes sociales a quienes las utilicen para difundir mensajes de odio.

Ciertamente, España sigue allí, con sus aciertos y sus errores, y para muchos, como se ve en el turismo y en los mismos inmigrantes europeos que se instalan en sus cálidas costas mediterráneas, sigue siendo un lugar donde la calidad de vida parece ser superior a la de muchos de sus vecinos.

Pero las cosas han cambiado en los últimos años, aunque todavía la factura no ha llegado a las puertas de los españoles, como parece haber ocurrido en Francia y, sobre todo, en Gran Bretaña.

Posiblemente, el estar transitando tiempos intensos y de cambio profundo les impide, al mismo tiempo, comprender lo que implica convivir con la apertura de un corte de esa magnitud en la historia reciente.

Abrir la caja de Pandora siempre resultó más fácil que cerrarla.

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