Ultraderecha si pero ultraizquierda no: Extremadura y la asimetría del lenguaje político
La discusión pública en España muestra como el lenguaje se ha vuelto una herramienta de disciplinamiento. “Ultraderecha” funciona hoy menos como categoría política que como un arma retórica para deslegitimar al adversario y eludir responsabilidades de gestión.
25 de diciembre 2025 - 16:02hs
María Guardiola, presidenta y dirigente del Partido Popular reelecta en Extremadura.
Un viejo chiste vuelve a circular por las redacciones de los periódicos españoles tras conocerse los resultados en Extremadura. La historia cuenta que el hijo de un periodista del diario El País se lastima la mano jugando y, apesadumbrado, acude a su padre en busca de ayuda.
—¿Cuál, hijo? —pregunta el padre—. ¿La izquierda o la extrema derecha?
La broma dice bastante más de lo que aparenta. No solo remite a un clima de época, sino que expone el uso reiterado de una palabra que dejó de funcionar como descripción social o política para convertirse en un arma orientada a obtener ventajas en la disputa política cotidiana.
“Ultraderecha” se ha popularizado como término de combate.
Al igual que otros que alguna vez tuvieron un contenido concreto —populismo, neoliberalismo, comunismo—, ha devenido en un adjetivo útil para desautorizar sin necesidad de entrar en matices ni argumentaciones.
Por supuesto que hay una base de realidad: los extremos a ambos lados del espectro político han vuelto a ganar relevancia y encarnan reclamos sociales que se vuelven cada día más perentorios y a veces, desesperados.
Pero, frente a esto, no parece necesario indagar en las causas. Mucho menos cuestionar métodos o las decisiones adoptadas que condujeron por este camino.
“Ultraderecha” sirve para activar un imaginario traumático, históricamente cargado, que exime de explicación y encuentra culpables.
Como con Voldemort, la palabra que no debía decirse, basta con arrojar “ultraderecha” —la palabra dicha, repetida hasta el cansancio— para invocar una amenaza existencial que exige, en nombre de la pura supervivencia, suspender cualquier juicio crítico sobre quien detenta el poder.
En el caso de España, su utilidad es clara. El recurso sirve para blindar al actual Gobierno de Pedro Sánchez frente a los ataques de la oposición o, más eficazmente aún, frente a sus propios errores, vicios, excesos y desvaríos.
La palabra mágica aquí funciona como cortina: no refuta, no discute, no explica; protege.
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José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez, en una imagen de archivo.
Europa Press
El escenario extremeño
Los resultados de las elecciones de Extremadura dejan abiertas varias cuestiones para el análisis.
Para comenzar, el triunfo del Partido Popular sin mayoría absoluta y la derrota estrepitosa del partido oficialista.
El socialismo español es el gran perdedor de la jornada. No hay forma de ocultarlo ni de disfrazarlo, especialidades de la casa. Sin embargo, el dilema del PP —pactar o no pactar, una vez más, con Vox— deja a los socialistas un resquicio de luz de cara a una eventual elección nacional.
Pedro Sánchez es, ante todo, un sobreviviente. Y la experiencia indica que no conviene darlo por derrotado hasta que lo esté definitivamente.
Este escenario le permitirá unificar al progresismo para apelar a la metafísica del miedo y hacer campaña con el fantasma del “regreso de la Falange”.
El PP, a fuerza de años fuera del poder, ha terminado por comprender que no es un bello cisne entre patos centristas y que su lugar natural está en la derecha.
Los años de la tibieza de Pablo Casado construyeron la perpetuación de Sánchez (y el crecimiento de VOX).
En ese marco, Vox se ha vuelto un aliado menos tolerable para el PP, no tanto por sus ideas como por su carácter plebeyo y su incomodidad estética dentro del sistema. Pero la vergüenza solo dura un rato y los asientos del poder, años. Ambos ya lo han comprendido.
Finalmente, se constata en Extremadura el crecimiento de los seguidores de Santiago Abascal. Pero es un avance relativo, pese a la amplificación que le otorgó la prensa progresista para agitar temores en el resto del país. Vox duplicó votos y escaños, pero no superó el 17 % del total.
Lo cierto es que representa una fuerza relevante, aunque claramente acotada.
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¿Un fantasma recorre Europa?
Si hay algo que define a los partidos habitualmente etiquetados como “ultraderecha” es que casi ninguno ha logrado votaciones plebiscitarias ni ha alcanzado el gobierno de su país en solitario para aplicar las políticas que se les atribuyen o que efectivamente proponen.
Pese a la narrativa de un “avance imparable”, los datos suelen ser bastante más tercos que los titulares.
Esto no significa que no hayan crecido, incluso los poco que han llegado al poder, lo han hecho aceptando las reglas del juego institucional.
En España el “fantasma” de Vox se agita como mecanismo de cohesión de un electorado progresista que, de otro modo, tendería a dispersarse frente a la gestión del Ejecutivo, sus pactos territoriales o los decadentes escándalos de corrupción.
Lo más revelador de este clima de época es que esas reglas no parecen aplicarse con el mismo rigor a la izquierda. Existe una suerte de permisividad política y mediática sostenida en una premisa implícita: la izquierda ocuparía, por definición, el papel de “los buenos” de la película.
Bajo este prisma, figuras como Stalin, Pol Pot, Ceaucescu o Fidel Castro quedan relegadas a un rincón borroso de la memoria histórica que no enturbia el presente de quienes no reivindican ya la mayoría de esas políticas, pero sí el marco identitario de la izquierda que las contiene.
Así, dirigentes como José Luis Rodríguez Zapatero o Pablo Iglesias condenan a la “ultraderecha” mientras blindan a Nicolás Maduro, relativizan la dictadura cubana o privilegian vínculos con regímenes como el chino, e incluso con Hamás, sin que genere un resquemor equivalente.
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José Luis Rodríguez Zapatero y Nicolás Maduro
Los extremos no se tocan
Mientras el término “ultraderecha” se lanza con ligereza, casi nunca se recurre al de “ultraizquierda” para formaciones como Podemos o EH Bildu en España, La France Insoumise en Francia, Die Linke o el Bündnis Sahra Wagenknecht en Alemania.
A pesar que todos ellos sostienen posiciones abiertamente hostiles a la democracia liberal, al pluralismo y a los derechos humanos que dicen defender, son tratados con una extraña benevolencia política, cultural y académica que no merecen ni se le concede a la acera de enfrente.
Al final del día, el problema no es la presencia de fuerzas radicales, ni siquiera su avance electoral; es la pereza intelectual de un sistema que ha decidido reemplazar la rendición de cuentas por la clausura del debate y la defensa de privilegios.
Esta doble vara confirma que la etiqueta no busca describir el extremismo, sino delimitar quién tiene derecho a participar en la conversación pública y quién debe quedar fuera por temor a su capacidad real de erosionar el viejo edificio del poder.
Y cuando el miedo al relevo se convierte en el argumento central, la política deja de discutir el presente de los ciudadanos para administrar fantasías de asedio o, peor aún, los fantasmas del pasado.