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La lucha contra el lavado... y contra los derechos

Al crear constantemente nuevos delitos, prácticas, reglas y requisitos, el mecanismo es fatalmente inconstitucional por su retroactividad. Lo que hasta ayer no era delito, hoy lo es.
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10 de abril de 2018 a las 05:00
Cuando se comenzó a hablar del lavado de dinero, hace 40 años, el concepto se aplicaba sólo a los fondos provenientes del tráfico de armas y la trata de personas, entonces llamada trata de blancas. No había reglas para sancionar ni prevenir esas actividades financieras y en muy pocas jurisdicciones se prestaba atención a las órdenes judiciales referidas a ellas. La sanción era más bien social y murmurada y allí terminaba todo.
El secreto bancario era casi siempre hermético, inexpugnable. Las cuentas eran a veces innominadas y codificadas y la banca mundial funcionaba mayoritariamente sin garantía estatal. En el caso emblemático de Suiza, fortunas inconmensurables se guardaban sin ninguna garantía ni respaldo legal, salvo la confianza en las entidades.
Eso empezó a cambiar con la creación del G6, que terminaría siendo G8. El conocido ente que es una suerte de club exclusivo, más que una institución, integrado por las naciones más poderosas, no por las más ricas, aunque finalmente terminen siendo la misma cosa. (China, es considerada país en desarrollo, ergo no integra el club.) La asociación, cuyo propósito es evidentemente regir al resto del mundo económico y fijarle las normas de competencia y conducta que le parezca convenientes, comienza a hablar del lavado (entonces llamado blanqueo) y a promover algunos tratados inocuos y casi formales, para casos extremos. Cada país miembro crea algunas reglas que parecían indisputables y que en nada afectaban a los seres humanos normales. Hasta que en 1989, el G8 crea el GAFI, por su sigla en francés o FATF, por su sigla en inglés. Otro ente que no es exactamente una institución, sino la mano ejecutora de la injerencia mundial de su ente madre. Allí comienza un constante avance sobre el sistema financiero mundial y sobre las personas, con argumentos casi siempre válidos, pero con métodos que pocas veces son jurídicos. Se incorporan nuevas tipologías de delito, como el tráfico de drogas, pero se pone el peso de la sanción en quienes ayuden a blanquear el dinero obtenido con esos delitos. Allí los bancos de algunos países comienzan a preocuparse un poco más de la identidad de sus clientes, de conocer en general sus actividades, su forma de inserción en la comunidad.
El mecanismo cobra vida propia. Cada año se aprieta el torniquete, se incorporan nuevas normas, nuevas culpabilidades, nuevos requisitos. Lo que no era delito hasta ayer, de pronto lo era hoy. Se presiona a los países para que creen entidades de contralor que dependen del GAFI, o son juzgadas por él. Luego se los presiona para que cambien continuamente sus leyes y le agreguen lo que al G8 le parece conveniente. Los bancos pasan a ser jueces de sus clientes, al crearse el Compliance officer, una especie de inquisidor con poderes omnímodos e inapelables dentro de cada entidad.
Tras el ataque a las torres gemelas, el gobierno del presidente Bush (h) logra aprobar en trámite exprés en el Congreso la terrible Patriot Act. Si bien inspirada en la necesidad de prevenir y responder a los actos de terrorismo y a cerrarle a ese flagelo las posibilidades de financiación, en realidad crea un sistema orwelliano de control de las libertades económicas de los ciudadanos americanos, que llega a la paranoia y la pérdida de derechos fundamentales. Quien la lea en detalle no podrá dejar de sentir escalofríos ante sus implicancias. Esa ley, por vía del GAFI, de las amenazas, de las multas, de las listas negras y grises, de las sanciones a países, de las represalias bancarias y de cualquier otro tipo, rige hoy los sistemas financieros globales. Y rige a las personas de todo el mundo.
Curiosamente, un año antes del atentado, este columnista asistió en la Universidad de Stanford a una charla de su antigua Dean, Condoleezza Rice, luego asesora de política exterior y Secretaria de Estado del presidente Bush. La futura funcionaria propugnaba un criterio matemáticamente igual al de la Patriot Act, cuya aprobación era entonces inviable en el Congreso, al negar los derechos consagrados por la Constitución americana y por toda la humanidad. Cualquier prurito en ese sentido se derrumbó un año más tarde al mismo tiempo que las torres y la ley de fondo fue aprobada sin oposición. Esa ley rige hoy a la humanidad.
En ese proceso paulatino, se empezó a penar el autolavado, y a considerarlo un delito autónomo, que ni siquiera requiere ser probado. Y hasta se logró que todos los países incorporaran como delito precedente –entre un surtido– la evasión tributaria, que en realidad, tampoco sería un delito precedente, sino consecuente, pero ello no resulta tampoco importante. Bajo la nueva excusa de la lucha contra el terrorismo, se da una vuelta de tuerca más al cepo, se promulgan nuevas leyes, se tipifican más delitos, se inventan más trabas, más burocracia y más requisitos. El resentimiento de muchas sociedades hace ver estos métodos como si fuera una lucha por la decencia y la conducta Por eso hay naciones que terminan siendo más gafistas que el GAFI, como sabe Uruguay. Aunque muchos lo ven como un regalo de derechos (y negocios) a los grandes centros financieros de los países que integran el G8, casualmente.
Al crear constantemente nuevos delitos, prácticas, reglas y requisitos, el mecanismo es fatalmente inconstitucional por su retroactividad. Lo que hasta ayer no era delito, hoy lo es. Los bancos, durante muchos años, tuvieron la obligación de guardar por cinco años los registros de las operaciones de sus clientes. Hoy son siete, en general. ¿Cómo se puede obligar a alguien a que pruebe el origen de su dinero antes de esa fecha? ¿Cómo se pueden exigir pruebas que no eran exigibles antes? Ahora un banco es transformado en juez y pide a su cliente que le demuestre que el dinero que deposita no proviene de ningún delito cometido desde el principio de los tiempos. Y sin prescripción.
Debe visualizarse el momento: un funcionario bancario, (o su escribano, o su contador) le exige a usted que demuestre que no ha cometido un delito, que usted no sabe cuál es ni él tampoco, ni sabe cuándo se cometió, ni el monto. Y eventualmente le rechaza el depósito y lo transforma en un paria financiero. Kafka jamás habría creído que su genial novela El proceso iba a ser el catecismo del mundo financiero.
El delito pasa a ser la mera tenencia del dinero, como en un juego de las sillas. Jurídicamente, lo primero que se infringe es el concepto de la presunción de inocencia. Nadie debe ser obligado a demostrarla. Es la justicia la que debe hacerlo. Ese precepto del derecho universal no ha sido derogado, y sigue firme en la Constitución de todos los países. Pero, ¿realmente alguien cree que alguna Corte fallará en favor de semejante recurso? De modo que en todo el mundo el ciudadano debe demostrar que él no cometió un delito. Facilísimo. Probatio diabolica, dirían los abogados si no tuvieran miedo.
Con el agregado de nuevos delitos, los depositantes de sumas importantes deben volver a demostrar a sus bancos cada vez (no a un juez) que no cometieron esos delitos, aunque sus cuentas daten de muchos años atrás. Y en caso de un juicio, también deberá demostrarlo al juez. Esta penalización retroactiva es otra burla a los preceptos constitucionales de todos los países y transforma a los individuos en esclavos temerosos que cuando terminan de cumplir una norma se encuentran ante otra nueva, como en una pesadilla o, nuevamente, como en una novela de Kafka. En ese escenario, cualquiera puede ser condenado y su dinero confiscado sin ninguna prueba, y hasta sin juicio. El GAFI y la Patriot Act han derogado las garantías constitucionales mundiales. El derecho lavado.
¿Adónde se llegará? Esta columna intentará determinarlo.

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