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"Sherezade en el búnker", un cuento escrito especialmente para los días de encierro

La escritora española Marta Sanz escribió esta historia de encierros, amores y convivencia para afrontar los días de cuarentena en España; lee el relato acá
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29 de marzo de 2020 a las 09:52

Por Marta Sanz

Al principio pensé que nuestra vida en el búnker sería idílica. Lo teníamos todo preparado: rollos de papel higiénico, conservas vegetales y de pescado, el congelador a rebosar de carne blanca y hielos para el gin tonic. Para nuestro gatito, Rovira, habíamos comprado sacos y sacos de comida seca. La cuarentena se nos iba a hacer muy corta con los canales de televisión sintonizados perfectamente, la conexión a internet, el cúmulo de libros que nunca habíamos tenido tiempo de leer y ahora hojeábamos cada tarde, un poco aburridos, bastante felices. Incluso recuperamos el vicio de jugar al parchís y ponernos nerviosos. Hasta que hoy hace escasamente quince minutos, en el anticlímax del crepúsculo, Federico se echa la mano al pecho y me dice mirándome con cara de pez: «Ya no puedo más.» Yo decido hacer como que no me entero, pero a los dos segundos se levanta de su silloncito de orejas con la cara congestionada de cólera: «Tú tienes la culpa de todo.» Pienso: Seguramente, pero también comprendo que a Federico el encierro no le sienta bien y que, o me espabilo, o esto puede acabar mal. Actúo como si una voz lejana me dictase, como si llevase instalado un chip...

«Había una vez, Federico, un músico que murió durante una epidemia de cólera. Se llamaba Chaikovski, y sus composiciones dan un miedo que te cagas. A él también lo exterminó una modalidad de diarrea.» A Federico lo frena en seco mi relato escatológico. Yo, tan fina, tan elegante, tan señora. Una vez me tuvo que llevar a las urgencias hospitalarias aquejada de un infarto que al final tuvo un diagnóstico menos aparatoso: dolor intercostal agudo y falta de aire debidos a la acumulación de los millones de pedos que había evitado compartir con mi esposo a lo largo de nuestra prolongada vida en común. Espero que me lo haya agradecido. Yo, por mi parte, soy de la opinión de que, salvo caso de apocalipsis, guerra mundial o pandemia destructora, el estreñimiento y la neurosis son los dos grandes males del mundo contemporáneo. Fede y yo siempre nos vanagloriábamos de la suerte de no haber vivido ninguna guerra. ¿No querías caldo? Pues toma dos tazas. No me extraña que me necesite. ¿Con quién va a tomarla? Pues conmigo. Yo soy la persona en quien más confía. Quieto, Federico, quieto. Te entiendo perfectamente, pero no me levantes la mano. «Había una vez un rey...»

Los hombres aguantan los encierros peor que las mujeres. A mí me enseñaron a quedarme en casita si había borrasca porque mi madre tenía miedo de tormentas y electrocuciones. Ahora lo llaman ciclogénesis explosiva. Resulta más estremecedor. Todo. Cuando era niña, apagábamos la tele para que los rayos no incendiaran la salita de estar a través de las antenas receptoras. También desenchufábamos la nevera, pero no entiendo muy bien por qué. Además, coso, bordo petit point, puntada a puntada, hasta que en el cañamazo pintado brota la figura en relieve de Simbad el marino. Pero Fede fue uno de esos niños de jugar en la calle hasta las tantas. Jefe de la banda del moco. Burrote, como a mí me gustan los tíos, pero sin llegar a los excesos en los que estamos a punto de incurrir. Veo a mi Fede con ganas de sacar la mano a pasear. «Había una vez un mercader rico que compró provisiones para todo el invierno...» La música amansa a mi fiera y puedo dedicar un instante a evocar al pequeño Fede que volvía a su casa con las rodillas despellejadas y mucha sed. Entonces su mami le enchufaba en la boca un refresco con pajita mientras le desinfectaba los raspones con mercurocromo. Hacía justo lo contrario de lo que hubiera debido: el mercurocromo fija las bacterias. Aquí, yo desinfecto cada mañana los teclados y canto tralaralarita como la ratita presumida. Es por hacérselo todo un poco más llevadero a Federico. No me extraña que se agobie –un hombre tan libre– y que, ahora mismo, se contenga para no tragarme. Gracias, Federico. Mientras el nene cenaba, su mami le revolvía el pelo. Le daba de postre merengue. Cuando creció, le gustaban mucho el senderismo y cualquier forma de vida al aire libre. Con la cuarentena, no puedo sacarlo a pasear. Así que, para que se desfogue y controle su lógica agresividad hacia mí, tendré que hacer algo con la punta de la lengua.

Me lo dicta una fibra arcana de mi corazón.

«Había una vez, Federico, una confederación de seres malignos que conspiraba contra el orden mundial y los parques infantiles...» Este arranque no, no me funciona. Freno con mis manos, enguatadas en látex, el robusto pecho de Fede. Hacemos palanca. Balancín. El tiempo se dilata exageradamente. Con la fuerza bruta no podré reprimirlo. Está tan alterado... Entiendo que este encierro resulta asfixiante incluso para mujeres como yo que no somos de salir a mover el tacón todos los días. Para conservar la salud y la cordura, yo me he hecho a la idea –soy una peliculera y una fabuladora– de que soy una presidiaria, condenada a cinco años por haber sido mula del cartel de Medellín. No sé si sigue existiendo el cartel de Medellín o todo se ha centralizado ya en Sinaloa, pero el caso es que yo estoy aquí encerrada por haberme llenado el cacas con un montón de pasta base. Tampoco sé si el recto se puede embuchar con pasta base o esa invasión del conducto anal sería incompatible con la vida, pero en mi kit-fantasía de supervivencia me he tomado esa licencia poética y estoy encerrada por la siguiente razón filantrópica: lo hice para alimentar a mi familia. Lo he pasado muy mal aquí dentro. Ahora soy la gallina del corral y las presitas me respetan por edad, mala leche e imaginación para inventarme castigos y torturas. No podré contener por mucho tiempo el peso de Federico, que está a punto de ganarme el pulso hasta que vuelvo a hablar con cierto atropello.

«Había una vez, Federico, un esposo y una esposa que vivían felizmente en su casa. Un día el esposo sufrió una especie de ata- que que le condujo a la incorrecta percepción de que lo blanco era negro y lo negro blanco. Los oídos le pitaban y voces dentro de su cabeza, con mucha maldad, le incitaban a asesinar a la es- posa. “Ella es la culpable de todo, Federico. Ella te corta las alas. Ella te miente. Ella te echa demasiada sal en la sopa para que la tensión te suba a dieciocho y te mueras de un ictus fulminante. Ella, ella, ella...” Pero las voces, Federico, eran el efecto secundario de las ondas ultramagnéticas con que los grandes mandatarios, los Masters del universo, Federico, están penetrando en nuestra duramadre-placa base para que nos exterminemos. Sal de esa frecuencia, ponte a escuchar a Beethoven. El Himno de la alegría te podría ayudar. El Himno de la alegría siempre ayuda. Es infalible.» Federico retrocede y yo sigo fabulando por- que, cuando se ha abalanzado sobre mí al grito de «Tú tienes la culpa de todo» –Federico tiene un poco de razón en este caso y casi siempre–, inmediatamente he sabido que debía pensar de- prisa. Por mí y, sobre todo, por él.

Fede no es el mismo desde que le operaron del cerebro para extirparle un macroadenoma que podría haberse pesado en la báscula de la pescadería. «Te han quitado un pulpo de la cabeza, Federico», le decía yo mientras le revolvía el pelo como en tiempos lo había hecho su difunta madre. Durante el posoperatorio Fede me sonreía, pero no mucho más tarde los cables se le empezaron a cruzar y yo noté que me miraba raro: el agujero de la pupila se expandía por todo el círculo del iris como cuando mi gato detecta un insecto que se puede dar por muerto desde el mismo instante en que ha osado invadir el espacio vital de Ro- vira. Polillas y moscas no están familiarizadas con el sentido territorial del felino. La territorialidad de Rovira le hace sentirse a gusto en casa. Sin embargo, el día que los ojos de Fede se llenaron de oscuridad y averno, Rovira saltó de mi regazo y se escondió bajo las faldas de la mesa camilla. Fue quitarle un cacho de cerebro –esponjiforme– y Federico empezó a verlo todo claro. Entonces comprendí que quería escaparse de mi vida, deshabitar nuestra pajarera, ausentarse –a diferencia del gato– de este territorio que ahora, además, se ha empequeñecido a causa del confinamiento. No podía atar a Federico: mide uno noventa y pesa ciento diez kilos. Yo, para consolarme, me decía que el pobrecito Fede no tenía la culpa de que le hubieran dejado dentro unas tijeras o una gasa estéril que le estaban agriando el carácter y no le dejaban valorar el auténtico significado de nuestro amor verdadero. Estaba enfermo y hoy, con la cuarentena, mi Fede ha alcanzado un clímax. Así que pienso rápido, muy rápido, y le cuento un cuento como al nene que en definitiva es.

«Había una vez, Federico, un matrimonio que vivía feliz en un quinto sin ascensor. Palomo y paloma. Dos pisos más arriba en el cuarto de los trasteros anidaban murciélagos transmisores de enfermedades infectocontagiosas como las que nos mantienen a ti y a mí encerrados en casita queriéndonos tanto. Los murciélagos eran peligrosos en un doble sentido: como fuente de contagio de patologías –en colaboración con los perversos pangolines–; y como seres susceptibles de metamorfosearse en vampiros que, a media noche, se cuelan por las rendijas de las ventanas, anidan en nuestros almohadones de plumas y poco a poco nos van chupando la sangre. Somos las primeras víctimas de una dolencia desconocida, similar a la leucemia o a la anemia perniciosa, que se añade al listado de enfermedades raras. Personal médico e investigador de las industrias farmacéuticas y de la salud invade nuestro hogar. Vestidos con sus escafandras, los miembros viriles del staff sanitario nos someten a pruebas intrusivas similares a las que asesinaron a los últimos extraterrestres que tuvieron el valor de visitarnos allá por los años setenta. Aterrizaron en un desierto de los Estados Unidos y fueron inmediatamente secuestrados. Sus cadáveres aparecieron esparcidos por el secarral después de haber sido víctimas de torturas y descuartizamientos científicos. Te tengo dicho, Federico, que hay que fumigar los trasteros con insecticidas especiales.»

Rovira saca su cuerpo alargado, por secciones, de debajo de la mesa donde se había vuelto a meter al grito de «Tú tienes la culpa de todo». Mueve las orejas hacia delante y hacia atrás como un perro. A Rovira mi voz le tranquiliza y ejerce sobre él efectos anestésicos porque la asocia a todo lo maravilloso de su existencia de gato: la comidita, el sueño, la felicidad de un juego consistente en que yo llamo a Rovira («Rovira, Rovira») y él, feliz y castrado, viene triscando y espera junto a mí hasta que yo le arrojo una bolita que él persigue por la línea del pasillo.

A veces, con crueldad, pienso que Rovira corre para rescatar sus bolitas perdidas, sus cojoncillos de gato, que de repente un día se duerme y, al despertar, nota una ligereza colgante entre las patas traseras. A Rovira mi voz le lleva a evocar gatunamente cosas tan agradables como el sol sobre su pelo gris cuando abro el balconcito del búnker; en realidad, nuestra casa es un piso normal, pero le llamamos búnker desde que llegó el confinamiento que dejó de ser una expresión de mala novela distópica para convertirse en lo cotidiano. A Rovira mi voz le huele a sardinillas en aceite, luz, relajación y agua fresca. Sin embargo, por mucho que le preparo a Fede estupendos aperitivos, a veces cuando me dirijo a él, arruga el morro como un Rovira enfurruñado. Pero Rovira no es un perro ni Federico es un gato, y en este puto mundo no hacen más que confundir peras con manzanas. Estamos locos. A Fede le causa tanto mal mi voz dentro de sus tímpanos que quizá debería someterme a esa operación de perros que consiste en cortarles las cuerdas vocales para que no ladren. Mi tono así acompañaría la faceta seductora de mis narraciones.

Federico está de pie frente a mí. Ha perdido parte del color púrpura que le subía desde el cuello hasta los mofletes. Ahora lo veo más bien pálido, tan pálido como cuando salió del hospital y me preguntaba: «¿Tengo buen color?» «Inmejorable, Fede», le respondía yo cumpliendo con la respuesta que se esperaba de mí. Manteníamos interacciones muy tranquilizado- ras. Hasta que llegó la pandemia, nos confinaron y yo entendí que o bien esta reclusión podía ser la excusa perfecta para follar como monos y rehacer nuestra vida conyugal, o bien podía su- poner el principio del fin que había comenzado cuando a Fede le quitaron el pulpo de la hipófisis y comenzó a verme muy distorsionada. Hoy confío en mi palabra seductora y en la renta- bilización de mi aún no despreciable capital erótico: «Había una vez, Federico, una cortesana egipcia, llamada Nefernefernefer, tres veces bella o tres veces titi, que le susurraba al bueno de Sinué: “Yo no soy una mujer despreciable”, después le dejaba pasar la mano por su cráneo rasurado y Sinué le entregaba todo lo que tenía y lo que no tenía también: dinero, reputación, el descanso eterno de sus padres... Hay que ver qué malas son las putas, Federico.»

Me siento para tejer y destejer como Penélope. Siempre me han encantado las historias. A ratos le lanzo el ovillo a Rovira que se vuelve loco. Federico ya no me grita «Tú tienes la culpa de todo». Ahora tiene los ojos en blanco. Intentaré devolverles su bonito color natural. Le tiro del brazo para que él también se siente en el sofá. «Había una vez un presidente de los Estados Unidos que se quiso comprar Groenlandia. Le gustaban mucho los negocios y los negocietes como a casi todos los presidentes de Estados Unidos y también a los presidentes de repúblicas y a los reyes de monarquías parlamentarias. Pues bien, Federico, ese presidente, en connivencia con ciertas compañías farmacéuticas, tuvo la idea de inventar un genio de la lámpara al que no era necesario frotársela –la lámpara–, joder, Federico, ríete, que el chiste es sucio como los que a ti te gustan, te decía, Federico, que a este genio no era necesario frotarle la lámpara para que saliese de su recinto broncíneo y contaminase con su aliento a los seres humanos de la Tierra. El plan culminaba con la invención de una pastilla que nos costaría unos sesenta euros por barba y por mentón sin pelo. 67 dólares estadounidenses centavo arriba, centavo abajo. De paso, el maligno genio acabaría con la pujante economía de los chinos maoístas y mandarines, que ahora igual se comen una hamburguesa que un chop suey, y se están pasando mucho con su modelo de economía mixta, ¿tú esto lo ves factible, Federico? Porque business is business y, oye, a mí no me parece tan mal.» Federico cabecea, no sé si para decir sí o no y, de repente, vuelvo a notarlo un poquito colérico. Será que nunca le gustó que hablase de política –y, con razón, porque a ver qué voy a entender yo de esas oligarquías y grupos mixtos–. «Tú sabes que vuestra relación es tóxica, ¿verdad, mami?», afirma mi hija Esmeralda. Como si su padre y yo padeciéramos alguna en- fermedad infectocontagiosa. Yo le respondo: «Es solo amor, hija mía.» A veces la mando a tomar por culo: «Qué más quisieras tú, Esme, qué más quisieras.» Fede tiene el cuello rígido y le salen espumarajos por la boca. No estaría tan agobiado si diese ocho mil pasos a lo largo del pasillo como hago yo cada mañana. Si recontara los granos del bote del arroz. Si repasara los teclados de los ordenadores con alcohol de 90 grados. Si preparase una minuta para organizar las comidas del mes. Si hiciese una selección de películas. Si bordase. Federico se ahoga. No se entretiene con nada. Tampoco se aburre bien. Rovira me observa y lanza un bostezo de complicidad absolutamente descomunal. Yo de- bería continuar con mis misiones pedagógicas, no ya para luchar por mi integridad física, sino para ver si Federico, por fin, se desatasca.

«Había una vez, Federico, un tren cuyo destino era Busan. Un virus, que fíjate tú qué profecía, se llamaba “virus corona”, se metía por las narices de los adolescentes y de los brutos bue- nos que eran los que daban mejor resultado cuando se transformaban en zombis. Una niña cantante neutralizaba la invasión con dulces agudos de su vocecita en estado de crecimiento. Era una película muy buena, Federico.» Federico y yo nos casamos a comienzos de los noventa. Nuestra relación se ha ido transformando. Pero si alguien nos viese por un agujerito entendería que nos queremos mucho. No voy a permitir que el puñetero encierro mine la salud mental de Federico. Sé que mi gesto es conservador, pero voy a luchar encarnizadamente –me pringo y me embadurno con cada aventura– por que todo vuelva a ser como antes. Federico volverá en sí como los que se atragantan con un pedazo de solomillo de buey y se atontolinan por la falta de oxígeno en el cerebro. Mis palabras son mi maniobra Heimlich. Escucha, Federico, ahí va mi golpe sanador. Enseguida las fibras bovinas dejarán de atascar tu pobre esófago.

«Había una vez, Federico, una ciudad con un puerto importantísimo y un inconcebible Teatro de la Ópera. Los barcos que atracaban en aquel puerto importantísimo llegaban cargados de ratas que se iban corriendo hasta el inconcebible Teatro de la Ópera y se metían por los bajos de las faldas de señoras muy encopetadas. Las ratas anidaban en los cuerpos calientes, como fetos necesitados de amores y de líquidos amnióticos, y, cuando despertaban, agigantadas como conejos y caballos, mordían las yugulares de las señoronas que se desconcentraban y no daban con la calidad requerida el do de pecho. El hombre que escribió La peste también dejó escrito que conocer una ciudad es saber cómo se vive y cómo se muere en ella. Nosotros estamos muy bien, Federico, la madre de Matilde falleció ayer y nadie pudo acompañarla en el tanatorio.» Fede parece tranquilo, pero no sé hasta qué punto es suficiente la dosis de relatos anestésicos. Con- viene que a veces los relatos nos ronroneen. Rovira lo hace apoyado en mis pies pequeños. Le preparo a Federico otra inyección. A ver si así se queda K.O. hasta mañana. «Había una vez un grupo de mujeres que, huyendo de la peste de Florencia, se recluyeron en una casa, en un jardín, donde pasaban el tiempo contándose historias. Ellas mismas reconocían que sus cuentos necesitaban las palabras de padres, esposos, incluso de hijos pequeños. Polluelos. Igual que yo contigo, Federico, que tú ya sabes que sin ti no soy nada. Y contenta. Una de las historias de estas mujeres hablaba de un hombre que por amor persiguió con sus perros a su amada desnuda, le dio caza, le abrió el pecho, le arrancó el corazón, se lo echó a sus perros cazadores... La historia se repetía cada viernes y era un ejemplo para las esposas que se rebelaban contra sus matrimonios. Un episodio edificante contado por Filomenas y Fiammettas. Detrás de sus palabras había un hombre. Federico, ¿estarás tú detrás de mis palabras?, ¿me estarás manipulando las cuerdas vocales telepáticamente de modo que yo diga lo que tú quieres oír para aliviar este encierro? Sin que yo me dé cuenta, me mueves a través de algún aparato inalámbrico. Qué listo eres, Federico.»

Rovira ronronea. Parece que, por fin, a mi Fede se le ha pasado el ataque. Vivimos los dos nuestra preciosa enfermedad crónica. El encierro vuelve a ser confortable y cálido. Federico me achucha: «Querida, tú siempre sabes cómo hacer para que yo me sienta bien.» Así es Fede: como un spot. Toda mi imaginación está a su servicio. Siempre lo voy a cuidar. «¿Saco el parchís, te preparo un sándwich?», ofrezco, solícita. Entonces él me sonríe. Yo le tiendo la copa de coñac y le enciendo un puro chupándolo bien con mi boca de fresa y mi lengua fantástica. Aunque se nos ahúme el búnker, no nos cabe en el pecho ni en el do una mayor felicidad.
 

*Este cuento fue cedido por la editorial Anagrama

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