Mundo > 15 días de caos social

Chile: la punta de lanza de un quemante estado de convulsión en América Latina

El país trasandino es hoy el caso más grave en una región donde la calidad de la democracia parece deteriorarse en favor de los violentos y los populistas
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03 de noviembre de 2019 a las 05:00

Durante años los latinoamericanos hemos visto a Chile como el país de mayor prosperidad económica y orden social en la región. Amén de su estabilidad política; lo que, todo en su conjunto, lo hacía ver, a ojos del resto del mundo, como un cisne entre los patos.

Así como la buena poesía, el vino bien añejado o Bam-Bam Zamorano, creíamos que la prosperidad económica y el orden social también eran parte de la marca registrada de Chile. Un modelo de democracia y crecimiento que en los informes anuales del Banco Mundial y en la prensa especializada del primer mundo era destacado a veces como “un tigre”, otras como “un dragón”, pero en todo caso muy despegado de la realidad feble y macilenta de América Latina.

Por eso sorprende tanto el caos social que hoy atraviesa el país trasandino, cuando suma ya 15 días ininterrumpidos de protestas violentas, saqueos, vandalizaciones generalizadas e incertidumbre política.

Tal vez lo que nunca se dijo en todo este tiempo es que Chile nunca fue un país de clase media; al menos, no como lo que aquí en Uruguay y en Argentina entendemos por “un país de clase media”; y estos dos, en algún momento de su pasado más próspero, lo fueron. 

Resulta que Chile crecía muy bien, pero distribuía muy mal. La movilidad social es limitada; en los últimos años ha crecido exponencialmente la precarización laboral (a lo que tanto temen los jóvenes chilenos), la seguridad social hace décadas que está totalmente privatizada, las universidades son todas privadas y muy caras, y la salud pública es paupérrima. Es sin duda un país de una gran disparidad social, cosa que en Santiago salta a la vista hasta en lo geográfico.

Es por ello que en sus causas la protesta es completamente legítima, contra un modelo que, por lo demás, ha sido sostenido principalmente por gobiernos de centro-izquierda. En Chile, el centro-izquierda ha gobernado las tres cuartas partes del tiempo desde la salida de la dictadura. Y ha mantenido a rajatabla las políticas económicas y el modelo ultraliberal diseñado por los Chicago boys ya en épocas de Pinochet. Ni una pizca de keynesianismo se le ocurrió agregarle a la izquierda chilena durante décadas en el poder.

Sin embargo, el malestar entendible con el modelo no justifica la anomia, que ya se ha convertido en barbarie pura y dura. Han quemado las estaciones del metro de Santiago, han destrozado e incinerado cualquier cantidad de negocios, desde farmacias hasta hoteles, pasando por restoranes, barracas y galpones de todo tipo, se han entregado a los saqueos generalizados y han dejado heridos a cerca de mil agentes de las fuerzas del orden.

Ningún estado de descontento –ni siquiera de iracundia—con el sistema justifica esos actos de salvajismo, que no son hechos aislados, sino parte del paisaje cotidiano de Santiago y otras ciudades.

Lo peor es que ha habido algunos sectores de extrema izquierda, como el Partido Comunista chileno y el Frente Amplio de ese país, que han festejado estos actos vandálicos y violentos, al tiempo que le piden la renuncia al presidente Sebastián Piñera. Y el Partido Comunista de Chile no es hoy la fuerza radical que fue durante los primeros 20 años de la Concertación, sino que ha integrado la coalición de gobierno durante el segundo mandato de Michelle Bachelet hasta hace muy poco. El Frente Amplio sí es una coalición más reciente, con componentes más de extrema, pero que desde 2014 integra el Congreso con 20 parlamentarios en la Cámara de Diputados. Lo que están haciendo hoy estos sectores es de una gran irresponsabilidad.

Un gobierno con legitimidad de origen y de ejercicio en América Latina no puede ser tumbado así nomás con la violencia en las calles. El sistema que nos hemos dado en esta parte del mundo, sustentado a nivel continental en el sistema interamericano, es la democracia representativa, que estaba ya en el espíritu de los Congresos independentistas del siglo XIX y en las instituciones que hemos creado a lo largo de estos dos siglos. De acuerdo con ese sistema, elegimos unas autoridades que habrán de gobernarnos y representarnos por un período determinado.

La manía destituyente de sacarlos antes por las bravas no pueden ser buenas noticias para América Latina. Hay unas reglas de juego que respetar. Lo mismo que el orden público. Exigirle, como hacen algunos sectores, al gobierno chileno que no garantice el orden público es exigirle que permita el caos y la ley de la selva, “el hombre lobo del hombre”; algo que ya fue resuelto en el siglo XVIII por el liberalismo clásico. O como mejor lo puso Weber, “el Estado tiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza”.

Si ahora resulta que en Chile la gente puede hacer caer a un gobierno legítimo desde la violencia en las calles; en Ecuador, un presidente debe ceder a las exigencias de los violentos porque si no también lo derrocan, vandalizándolo todo, incluido al Parlamento; en Perú un presidente puede cargarse olímpicamente al Congreso porque así “lo quiere la gente”; y en Bolivia el presidente puede presentarse a una tercera reelección violentando su propia Constitución, y está todo bien porque en América Latina “somos diferentes”, ¿dónde queda el Estado de derecho?

Es cierto que las inequidades sociales han sido el eterno problema de la región. El proceso de industrialización nos quedó trunco, y eso no nos permitió meter en la clase media a amplios sectores de la población, como sucedió en Europa y Estados Unidos.

Pero nos hemos dado estas instituciones y esta democracia. Es la civilización que hemos escogido sobre la barbarie de las guerras civiles y de las dictaduras que han bañado de sangre esta “tierra purpúrea”.

No está hoy la región para los cantos de sirena de los populistas y demagogos que vienen a decirnos que nada ha valido la pena, que hay que tirarlo todo abajo a golpe de disturbios, de asonadas violentas y de la vieja máxima troskista de “cuanto peor, mejor”.

Chile, así como el resto de América Latina, deberá hacer más por cerrar la brecha social y disminuir las profundas inequidades, reducir la pobreza, proteger el trabajo y la vivienda digna, la salud y la educación. Pero en ningún caso pueden sus gobiernos renunciar a garantizar la paz social y seguridad de sus ciudadanos. Eso sería retroceder más de cien años. 

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