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De la felicidad en el arte y Mi felicidad

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13 de septiembre de 2020 a las 05:00

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De la felicidad en el arte 

Querida Magdalena:

De recién casado pasé, como Picasso, por ciertos períodos sensitivos. Bajo la influencia de María y de mi cuñado Adolfo, mi cuñado español, experimenté un interés intenso por algunas de las Bellas Artes que, hasta entonces, había cultivado menos: la arquitectura, el dibujo y la pintura.

Desestimando a Kant, en este caso no pretendo hacer de mi experiencia personal una ley de pretensiones universales, pero sugiero que aquel interés y aquella actividad fueron algo típico de unos recién casados. Al menos en nuestro caso, el matrimonio y la convivencia supusieron también, entre otras muchas cosas, el regalo de un nuevo tiempo disponible. En aquellos noviazgos de entonces, los novios pasábamos la mitad de nuestras vidas viajando a ver a la contraparte. Y tras breves pero románticos encuentros, debíamos dedicar la mitad que nos quedaba para regresar -oh, cuán heroicamente- a nuestra propia casa. Cada día, de lunes a domingo, de San Esteban a Navidades, Come Rain Or Come Shine. Si el transporte público hubiera tenido entonces un programa de millas, yo hoy sería rico.

Bueno, al final, nos casamos. Y pasamos casi dos años en Madrid, la ciudad de María. De un momento a otro, como cosa de magia, empezamos a tener en nuestras manos ¡las horas del día! Estoy convencido de que fue ese plus de tiempo disponible lo que nos llevó al arte. La naciente biblioteca en nuestro nido de la Costanilla de San Vicente, que ya tenía un buen número de selectos volúmenes literarios, empezó a cobijar otros relacionados con el diseño, con los estilos, con los artistas plásticos. Recuerdo ahora, entre muchos, el clásico de Hans Wingler sobre la Bauhaus,  o Le Dessin de Skira que le regalé a mi futura traductora el día que nació nuestro primer varón. El más leído resultó ser Una historia concisa de la pintura moderna, del filósofo inglés Herbert Read. En fin, en los tiempos libres que nos dejaba el amor, mirábamos dibujos y pinturas, planos y bocetos… Fueron meses de mucha felicidad artística, si se me permite la expresión. Esa felicidad que produce la contemplación de las obras magníficas.

En mi entusiasmo, compré lápices negros de diversa dureza y cuadernos y papeles de dibujo con variadas texturas y marcas de agua. Y empecé a copiar a los maestros. Ideé un sistema de cuadrículas que me permitía dividir la obra a copiar en partes aisladas. Luego, olvidándome del todo, me concentraba en la parte. Así no me tenía que preocupar por lo que estaba dibujando, sino solamente por recrear los trazos del original, en un pequeño espacio. Tarea ésta más accesible a mi torpeza, mediante actos humildemente mecánicos que exigían, más que talento, atención y cuidado; detenerse en el detalle y olvidarse de que aquello formaba parte de un boceto de Degas.

Sin advertirlo ni buscarlo, empecé a perder la mirada externa del espectador, y a ganar la mirada interna del artista. Porque eso es lo que pasa cuando -incluso cuando la distancia es ridículamente infinita- un oscuro bibliotecario intenta copiar a Miguel Ángel. Que, si intenta en serio hacer lo que él hizo, aunque quizás nunca logre dibujar como él lo hizo, tendrá con él un trato de amistad, parlando cose che 'l tacere è bello…

Aunque admito sin rubor que no ha habido un debate abierto al respecto, creo que mi obra mejor copiada fue gewagt wägend del artista suizo Paul Klee (según una pequeña ilustración en blanco y negro que había en el libro de Read (https://www.creaviva-zpk.org/de/creaviva/paul-klee/kunst). Hice una versión muy grande, en tonos cálidos y vivos, con predominio del amarillo. Lamentablemente la única foto que conservo de ella es borrosa ¡y en blanco y negro!, al fondo de un retrato de María.

Aquel cuadro que yo conocía tan íntimamente (no sólo como una obra terminada, ya expresada, sino en su hacerse mismo) me hizo participar de la alegría paseandera de la línea de Klee. En una comunión donde son lo mismo la acción, el conocimiento, la posesión y el amor -como dice la tradición judía.

A diferencia de la verdad del conocimiento discursivo -que nunca se adquiere totalmente y sobre la que planea siempre la amenaza del error y de la duda-, la verdad del arte, en la belleza, sí se nos regala para siempre. Juntamente a una alegría inextinguible.

Mi felicidad

Estimado Leslie:

En nuestro intercambio de la semana pasada hablé de lo difícil que es vivir como pensamos, y no se imagina cómo impactó en mí el poner en palabras un hecho que, de tan evidente, suelo dar por supuesto, sin detenerme a pensarlo demasiado. 

En Tratamiento del alma, Freud escribió que las palabras son ensalmos; ejercen un poder extraordinario sobre la mente del ser humano, que suele verse conmocionada y transformada por ellas. Por eso es tan liberador -y también esclarecedor- poner en palabras nuestros pensamientos y sentimientos. Porque al decirlos o escribirlos, nuestra psiqué se ve de pronto iluminada por eso que estaba ya allí dentro de ella, pero en “modo reposo”, sin hacerse carne.

Usted ya sabe de mi particular devoción a la palabra (y aunque no lo supiera, podría deducirlo sin demasiado esfuerzo: mis profesiones -en el más puro sentido de confesiones- por sí mismas  me delatan). Sin embargo, salvo cuando escribo o hablo con especial conciencia, como todos los seres humanos, tiendo a utilizar las palabras de manera precipitada y automática. Así, ellas pierden su poder ensalmador y por eso es tan popular el refrán que dice, “a las palabras se las lleva el viento”, y también el verso “Palabras, palabras, palabras…” de Hamlet.

Toda esta ponderación respecto al poder de la palabra viene al caso para contarle que le estoy escribiendo desde Colonia del Sacramento, una bellísima ciudad al suroeste del Uruguay, sobre el Río de la Plata y a sólo una “cruzada del charco” de la cuidad de Buenos Aires. Ahora mismo me encuentro sentada frente al río, contemplando una divina puesta de sol en un horizonte infinito. Y puedo asegurarle que, sí, tuvo razón Stendhal cuando escribió que “la belleza es una promesa de felicidad”, porque soy absolutamente feliz en este momento.

Pero mi estar en este “aquí y ahora” no es casualidad, ni tampoco algo que haya planeado con tiempo. No; mi estar aquí ahora se debe a que hace una semana le escribí que “constato, día a día, lo complejo que es, como humanos, vivir como pensamos”. Estas palabras tuvieron un poder ensalmador sobre mí, obviamente. Pero a esto se sumó que, pocos días después de eso, participé en una “mesa de filósofos”, donde reflexionamos acerca de las problemáticas consecuencias de la preeminencia de la inmediatez, la necesidad de dar respuestas rápidas a todo, y la dificultad para detenerse a pensar en una cultura donde la opinología se impone sobre la sabiduría.

Byung Chul Han se ha vuelto célebre por estos lares, y en casi todo encuentro o debate filosófico se habla de “La sociedad del cansancio”, “El enjambre” y “El aroma del tiempo”, entre otras tantas de sus sucintas obras. Pero en esta última “mesa” me sucedió que, de pronto, tomé consciencia de que, desde hace un tiempo, mi vida no condice manifiestamente con lo que pienso. El coronavirus ha traído consigo un auge de la Filosofía, y también de conflictos intra e interpersonales que han aumentado significativamente la presencia de pacientes en mi consultorio.  Jamás trabajé tanto como ahora, y aunque me apasiona lo que hago, le confieso que últimamente mi yo acostumbra, más que nunca, a decirle a mi : “Magdalena, deberías tomarte unos días en silencio y soledad para escribir y pensar. No sólo porque lo disfrutás, sino porque es bueno, también, para tu ejercicio profesional”. Y entonces se me ocurrió que probablemente estuviera “pecando” de la mala fe que denunció Sartre, escudándome en el hecho de que es difícil vivir como se piensa, sin proponerme actuar a conciencia para superar esa dificultad. Y pensé que, quizás, usted tiene razón cuando dice que deberíamos esperar que los filósofos (y, ¿por qué no todos los sujetos con autoconciencia en general?) se esforzaran por vivir acorde a lo que piensan…

Dicen que lo más difícil es lo que más se goza. Y por eso quiero agradecerle, Leslie. Porque usted me estimuló a poner en palabras una dificultad humana, demasiado humana. Y, así, fue parte del envión que me sacó de mi constrictiva zona de confort, para disfrutar de esta soledad introspectiva y de este silencio de palabras ensalmadoras y plenas. Porque, tiene razón; la verdad del arte sí se nos regala para siempre. Y por eso traje conmigo, no a la Filosofía, sino a la poesía completa de Nietzsche: mía desde el principio, y para siempre.  

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