Diego Martínez

El auge de la demagogia

Un pueblo virtuoso es una condición necesaria para la supervivencia de la democracia

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05 de abril de 2021 a las 05:03

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El Diccionario de la Real Academia Española indica dos acepciones de la palabra “demagogia”. La segunda proviene de la teoría política de Aristóteles: “2. Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder.” Según Aristóteles, en una verdadera democracia tanto los gobernantes como los gobernados procuran la justicia y el bien común. En otras palabras, la democracia requiere que el pueblo sea virtuoso. La virtud, en el sentido clásico, es un hábito operativo bueno; podría decirse que es la costumbre de hacer el bien. En este sentido, una persona virtuosa es una buena persona, una persona cabal, “hecha y derecha”.

Las primeras democracias modernas se establecieron sobre la base de pueblos cristianos más o menos comprometidos con la moral tradicional. En la medida en que esos pueblos practicaron las virtudes morales (fortaleza, templanza, honestidad, laboriosidad, fidelidad, generosidad, abnegación, obediencia, solidaridad, patriotismo, etc.), sus naciones tendieron a crecer y prosperar.

¿Cómo es posible que una democracia degenere en una demagogia? En 1981 el filósofo británico y estadounidense Alasdair MacIntyre, en su libro Tras la virtud, sostuvo que la sustitución de la moral clásica (teleológica) por la moral moderna “emotivista” (subjetivista), debido a la influencia de pensadores como Kant y Nietzche, está en la raíz de la crisis actual de la civilización occidental.

La sociedad democrática moderna ha dejado de ser una comunidad de personas comprometidas con la práctica y la transmisión de la virtud moral, y tiende a convertirse cada vez más en un conjunto de individuos centrados en la búsqueda de la utilidad, entendida en un sentido estrecho, a menudo sólo material. MacIntyre afirma que los personajes más característicos de nuestra época son el manager, el terapeuta y el vividor rico. El manager y el terapeuta típicos se limitan a aplicar las técnicas empresariales o terapéuticas requeridas para que su empresa o sus pacientes “funcionen”, alcanzando de forma eficaz y eficiente los objetivos, buenos o malos, que ellos mismos se hayan propuesto. El vividor rico elige sus propios fines en términos igualmente amorales, buscando maximizar su placer, riqueza o poder individual.

¿Qué pasa cuando ese subjetivismo moral predomina en una democracia? Ocurre que la mayoría de los ciudadanos ya no busca ante todo cumplir sus deberes, sino que reclama de un modo incesante y cada vez más estridente sus “derechos”, olvidando que los derechos no son otra cosa que la contracara de los deberes (tengo derecho a algo si y sólo si otro u otros me lo deben). Por ende, esos ciudadanos ya no votan buscando sobre todo el bien común, sino su propio beneficio individual o grupal. Y como, por supuesto, los políticos no son inmunes al influjo del subjetivismo moral, en una sociedad subjetivista tampoco ellos, en su mayoría, actúan sobre todo en función de la justicia, sino en función de la obtención y conservación del poder.

¿Cómo se obtiene y conserva el poder en esas circunstancias? Es simple: prometiendo a la mayoría de los votantes lo que quiere, aunque no siempre sea lo que necesita. De ahí la desmesurada importancia de las encuestas de opinión en las democracias actuales. En lugar de proponer al electorado lo que sinceramente creen que sería lo mejor para la república, muchos políticos se esfuerzan primero para averiguar qué es lo que la gente quiere y luego para adaptar su propuesta política de modo de captar la mayor cantidad posible de votos. Esa práctica demagógica tiene muchas consecuencias malas, de las que apenas enunciaré tres.

1. Por miedo a perder la elección, muchas medidas políticas que son justas y necesarias pero impopulares, porque suponen sacrificios de parte de la mayoría de los ciudadanos, no llegan siquiera a ser mentadas durante las campañas electorales; y, por miedo a perder la siguiente elección, a veces los ganadores tampoco intentan ponerlas en práctica luego desde el gobierno.

2. Una clase política enfocada sobre todo en la obtención y conservación del poder adquiere necesariamente el grave defecto del cortoplacismo. Si mi interés principal es ganar la próxima elección dentro de cinco años o menos, no me preocuparé mayormente por lo que pasará en mi país dentro de 20 ó 50 años. Del largo plazo se ocuparán otros más adelante…; pero tal vez más adelante sea demasiado tarde para evitar ciertas consecuencias negativas.

3. La demagogia tiende siempre a incrementar el intervencionismo estatal y por lo tanto, en última instancia, conduce a la tiranía socialista. Los ciudadanos que han dejado de lado la práctica de las virtudes tradicionales no piensan en qué pueden aportar ellos a su país sino en qué puede aportarles su país a ellos. Ante cualquier problema o necesidad, su reacción instintiva es, en vez de procurar una solución desde abajo (desde la sociedad civil), reclamar al Estado una solución desde arriba. Por su parte, la mayoría de los políticos acoge solícitamente esos reclamos, porque un aumento del poder y de las competencias del Estado implica un aumento de su propio poder en cuanto gobernantes, actuales o potenciales. Así en general el gasto público, la deuda pública y los impuestos tienden a crecer, lo cual debilita cada vez más a la sociedad civil y la hace depender cada vez más del Estado: un típico círculo vicioso.

La solución a esta situación dramática no es muy difícil de entrever pero es muy difícil de llevar a cabo: volver a convertirnos, personal y comunitariamente, en practicantes de las virtudes morales. Para esto necesitamos una ayuda de lo Alto: y no me refiero al Leviatán estatal.

0) Otros escritos del autor en https://danieliglesiasgrezes.wordpress.com.

 

 

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