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El destino se llama Clotilde y Un desafío que vale lo que cuesta

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20 de septiembre de 2020 a las 05:00

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El destino se llama Clotilde 

Querida Magdalena:

Su última carta es un inestimable ejemplar del género epistolar. Así como los géneros narrativos o expositivos pueden ejercerse con aséptica objetividad, las cartas proyectan a sus autores, a sus destinatarios y a sus eventuales lectores, hacia lo subjetivo y hacia lo personal. Y esto, en una doble vertiente: fomentando, por un lado, eso que Platón llamaba (y usted ha evocado tantas veces) “el diálogo del alma consigo misma”; o, por el otro, planteando un diálogo, una relación.

En distintas épocas y momentos, he disfrutado inmensamente leyendo encantadores epistolarios: el de Abelardo y Eloísa, el de Tomás Moro desde la Torre de Londres, el de Simone de Beauvoir y Nelson Algren (que me regaló mi cuñada), el recientemente publicado de Edith Stein, el de Jorge Guillén y Pedro Salinas, el de Pablo de Tarso…

El valor central de un epistolario personal no reside tanto en su contenido, como en su ámbito metafísico propio. Leer un intercambio de cartas para encontrar el acontecimiento histórico irrepetible (“Estimado amigo, ayer descubrí la penicilina…”) no tiene el menor interés. Las cartas no son deliciosas por su contenido histórico, sino porque en ellas, de una manera privilegiada, es posible participar internamente de una relación única. En esto consiste precisamente para el afortunado lector el valor de un epistolario: en que le permite formar parte de una relación que, por su propia naturaleza, es incompartible, a menos de ser uno de sus dos términos originales: el que escribe o el que recibe la carta. 

El ámbito metafísico propio de la carta es, pues, la relación. Que, como decía Aristóteles, es una de las afecciones de la substancia. Pero una afección tan sorprendente como poderosa. Tomemos un apunte cotidiano de uno de los epistolarios a los que me he referido antes: “Ayer, cuando sonó el despertador, me quedé un rato más en la cama…”. La única razón que hace codicioso ese detalle, es porque un Yo se lo está contando a un Tú. Si no, no habría en el mundo cosa más aburrida y banal. Pero basta que alguien regale intencionalmente a la mirada de otro un detalle hasta entonces insignificante y, en el don, la insignificancia desaparece. Por el entendimiento mutuo de que el receptor del mensaje lo apreciará solamente porque proviene de cierto emisor. Entonces, “Ayer, cuando sonó el despertador, me quedé un rato más en la cama…” se convierte en un sous-entendu, en una manera de decir “Te quiero”. O de preguntar: “¿Me quieres?” La pregunta y la respuesta están implícitas en el sonido del despertador que perezosamente escuchan los corresponsales -y el lector del epistolario, claro está.

Sólo una inmensa benevolencia es capaz de transformar un detalle tan nimio en algo tan lleno de significado. En aquella graciosa novela de Guareschi, El destino se llama Clotilde, la protagonista homónima reta a su coprotagonista masculino a decirle algo extraordinario. Él, sin dudarlo, exclama: “Yo a usted la amo”.

Cuando Clotilde protesta porque no encuentra en aquellas palabras nada extraordinario, él le explica:

- No Clotilde, usted no entiende: lo extraordinario es amarla a usted.

Una carta revela la relación de un modo bien distinto al e-mail o al WhatsApp. No me malinterprete: amo el WhatsApp y el correo electrónico; pero suponen un tipo de comunicación que apenas puede asemejarse al de la antigua correspondencia epistolar. Yendo solamente a lo más esencial, recordaré ahora que el envío de una carta suponía el vencimiento de una pequeña batalla. Había que encontrar un papel y un sobre adecuados, escribirla a mano o a máquina, comprar y pegarle un sello y despacharla en un buzón o en una oficina postal. Los obstáculos que había que superar para que el corresponsal recibiera una carta eran de tal magnitud que exigían y por eso mismo garantizaban, cierto nivel de intencionalidad. 

Quizás hay algo muy arcaico en atribuirle valor a lo que mucho cuesta. Pero las dificultades del proceso permitían suponer que la carta que se recibía era una representación consistente del alma del que la había escrito. Algo más que un emoticón. Un lugar en el que el “diálogo del alma consigo misma” se convertía en una relación, un diálogo de amor con alguien más.

Un desafío que vale lo que cuesta 

Estimado Leslie:

Su carta me dejó pensando en el valor de la benevolencia, una virtud tan imprescindible para el cultivo de las relaciones humanas. 

Prima facie, la benevolencia puede identificarse con la única virtud incondicionalmente buena para Kant, a la cual denominó buena voluntad. Para Kant, como dice el refrán popular, “lo importante es la intención”. Después vienen las consecuencias, que pueden ser malas o buenas, pero la benevolencia no se mide en función del resultado de una acción, sino del propósito que la motivó. Por ejemplo, si veo a una persona ahogándose y hago todo lo posible por salvarla, mi actitud va a ser moralmente encomiable, sin importar si al final consigo salvarle la vida o no. 

Pero leyendo su carta sentí que la benevolencia adquiría un sentido mucho más amplio y profundo que la voluntad de actuar en forma moralmente correcta. Porque usted afirma que la benevolencia es lo que hace posible algo tan poderoso como la virtud de “transformar un detalle nimio en algo lleno de significado”. Y digo poderoso porque creo que la capacidad de apreciar lo extraordinario en los gestos más simples y cotidianos es, además de un síntoma de inteligencia, la vía regia a una vida más feliz. Sin embargo, nunca había asociado a la benevolencia con esta capacidad, a la cual siempre relacioné, más bien, con la disposición al asombro y a no dar tanto las cosas por sentado. Este no es un propósito fácil, un poco porque somos animales de costumbre, y otro poco porque somos inconscientemente propensos a la predictibilidad. La coexistencia social nos exige volvernos predecibles y a presumir que los demás también lo son. Por eso el asombro es tan común en los niños y tan raro en los adultos ya “domesticados” -al decir de Nietzsche- o adaptados a la vida en sociedad. Introyectamos el sentido del “deber ser” inculcado desde la cultura y, así, nos acostumbramos a ir por la vida presumiendo que los hechos serán, y las personas procederán, conforme a lo debido o esperado. Como a Clotilde en la novela de Giovannino Guareschi, no nos sorprende que nuestro cónyuge o cualquier persona afectivamente allegada nos diga “Te amo”, porque generalmente lo pre-suponemos de antemano y, entonces, la declaración es previsible, esperable, sin nada de extraordinario. 

La tendencia a dar las cosas por sentado nos priva de la sorpresa generada por lo imprevisto, y también de la posibilidad de encontrar la belleza, el bien y la felicidad, en los pequeños detalles de la vida cotidiana. No en vano es tan común la insatisfacción en el ser humano. Pocas cosas comparables a la belleza de Venecia o París, pero ¡qué suplicio sería la vida para los que no somos parisinos ni venecianos si la Belleza residiera exclusivamente allí! La belleza anda por muchos lados, ¡tantos!, pero para poder apreciarla debemos dejarnos sorprender por ella en los gestos, lugares e instantes más ordinarios y triviales. Lo extraordinario, al final, es descubrir que no existe nada cien por ciento ordinario. 

Pero, ¿qué tiene que ver la benevolencia con la disposición a dejarse asombrar y transformar lo nimio en significativo? Seguro que usted me lo puede responder mejor que nadie, pero yo no pude resistirme y ya fui al diccionario en busca de algo que me dé una pauta. Y ahí encontré esta definición de benevolencia: “propiedad de una persona que es comprensiva y tolerante”. E ipso facto, recordé a Spinoza, quien concibió y enseñó la importancia de comprender la razón de ser de cada cosa como el mejor antídoto contra la moralización y el prejuicio.  Y ahora puedo entender que la veleidosa propensión a pre-juzgar procede de la costumbre de dar las cosas por sentado y de la resistencia al sentimiento de extrañeza generado por lo que contradice nuestro sentido del “deber ser” inculcado. 

Así, la benevolencia entraña el reconocimiento de la libertad de los otros, que siempre pueden pensar, sentir o actuar no conforme a nuestras expectativas.  Siempre creí que el grado de felicidad de una persona es inversamente proporcional al de sus presunciones respecto a los gestos que le “deben” dispensar los demás. Y ahora sé que la benevolencia es un coadyuvante vital en el inmenso desafío de contraer nuestros prejuicios y expectativas, para expandir nuestra felicidad. Un desafío que, sin duda, vale lo que cuesta. 
 

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