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El dueño y el esclavo y Tiempos de monstruos y de abismos

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20 de diciembre de 2020 a las 05:00

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Querida Magdalena:

El dueño y el esclavo

Apropósito del coronavirus, señalaba usted acertadamente, en su última carta, esta posibilidad: que, hagamos lo que hagamos, es posible que nos equivoquemos siempre. Quizás esta conciencia fatalista y algo apocalíptica ha llevado a muchos gobiernos -no al uruguayo, según creo- a atreverse a tomar cualquier medida just in case, pensando que no habrían de pagar costo político alguno. Y así, las sociedades de todo el mundo han consumado lo hasta ahora inimaginable: cerraron sus economías y dejaron sin trabajo a decenas de millones de persona, arbitrando al azar unas vidas por otras. El efecto más visible, extendido y profundo, de estas decisiones, ha sido privar a un gran número, y en gran medida, de su libertad.

Es muy interesante y curioso que una sociedad masivamente entregada al hedonismo de lo efímero haya sentido, sin embargo, esa pérdida propiamente metafísica. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de libertad?

Partiendo de la experiencia común de estos meses, diríamos que no puede haber libertad donde hay coacción. Si no me dejan salir de mi casa, está claro que no soy libre. Invirtiendo la ecuación, podemos pensar que libertad y ausencia de coacción se identifican. Pero sería una identificación meramente negativa. Además, no basta con la falta de coacción para ser libre. Si Boris Johnson y sus semejantes no nos hubieran encerrado en nuestros hogares, no por eso nos habríamos convertido ipso facto en personas libres. Para merecer el honor de serlo aún debe verificarse en nosotros cierto propósito: una intencionalidad. Querer hacer lo que hacemos. Ser dueños de nuestros actos. 

La primera condición, la de la falta de coacción, ha sido razonada por Aristóteles en su libro Sobre el Alma, con este conciso y fantástico (en el sentido que le daría Edgar Allan Poe al adjetivo) argumento: el alma humana no se conmueve necesariamente por ninguna cosa sensible, debido a su naturaleza espiritual, inmaterial. En efecto, si espíritu es igual a infinito, ¿qué algo podría satisfacer a alguien cuyo objeto natural es el todo? La traducción de Guillermo de Moerbeke popularizó esta expresión del Estagirita: Anima est quodammodo omnia… ¡El alma humana es todas las cosas! La conclusión es que nada puede conmover necesariamente a un ser humano, ni coaccionarlo realmente. Y si los animales, al estar sometidos al instinto, siguen necesariamente sus apetitos, el hombre está -curiosamente- por encima de ellos.  

La espiritualidad del alma sitúa al hombre en un estado de indeterminación esencial y admirable. Que no es, sin embargo, definitivo, pues debe, mediante sus acciones en el tiempo, determinarse paso a paso: enriqueciéndose hasta ser dueño de sí mismo, o empobreciéndose hasta ser esclavo de cualquier cosa. (Una Tercera Vía, sería la de aquellos ángeles de Dante que non furon ribelli né fur fedeli a Dio…)

Cuando el filósofo, el sabio o el santo desdeñan lo particular y se distancian de las cosas eligiendo un estilo de desprendimiento, y aún de pobreza, es porque se niegan a entregarse y a rendirse a un objeto inferior a ellos. Su superioridad sobre lo material no es excentricidad, sino mera humanidad. La frustración, por el contrario, provendría de someterse a lo inferior -me viene a la cabeza la figura de la pobre Anna Karenina- pidiéndole además una satisfacción que nunca podrá dar. 

Estamos ahora más cerca de saber dónde reside la libertad: no en la indeterminación, sino, más bien, en la posición y posesión de nuestros actos. En el adueñamiento y apropiación de nuestros actos. Si somos criaturas espirituales -es decir, esencialmente indeterminadas-, los actos mediante los cuales nos determinamos no pueden ser otra cosa que una posición absoluta de nuestra parte. Al poner sus actos, el hombre se hace titular de ellos y los reclama, para bien o para mal.

Esta posesión de uno mismo es precisamente la libertad. Los sabios dicen que nada, ni el conocimiento intelectual, ni el gusto de los sentidos, se compara con el dominio sobre uno mismo de que disfrutan aquellos que han alcanzado la libertad espiritual. Pero nada tampoco es más triste que la esclavitud que padecen aquellos que la han perdido, sometiéndose a las criaturas que debían dominar.

Tiempos de monstruos y de abismos

Estimado Leslie:

Créame que me resulta bastante odiosa la, ¡tan humana!, tendencia a poner rótulos, pero en este momento no puedo evitar pensar que usted es mucho más kantiano, nietzscheano y hasta sartreano, incluso, de lo que yo presuponía. Entre el que ser libre significa “ser dueños de nuestros actos”, y la máxima de Pablo de Tarso que encabeza su carta, usted parece un auténtico apóstol de la autarquía (¡ay!, ¡cómo me gusta esa palabra!)

La libertad es uno de mis temas predilectos, pero como la semana pasada me comprometí a rumiar la frase de Nietzsche que usted citó al final su carta (y que ahora hace de epígrafe a la mía), procuraré no caer en la tentación de “seguirle el hilo” - como dicen los twitteros- para poder cumplir con lo prometido.  Sin embargo, antes de zambullirme en los “monstruos” y “abismos” de Nietzsche (esperando no convertirme ni perderme en ellos una vez escritos los 4200 caracteres), me parece oportuno comentarle que hace un par de días se anunciaron, aquí en Uruguay, las nuevas disposiciones adoptadas por las autoridades para combatir la creciente curva de contagios por Covid-19. Como era de esperarse, las mismas incluyen medidas restrictivas, pero sin desistir de la apuesta a la “libertad responsable” adoptada desde el inicio por el gobierno para hacer frente a la pandemia.  No le voy a negar que me siento complacida con este gesto sostenido de respeto y confianza hacia el pueblo uruguayo por parte de la clase política. Sin embargo, ahora nos toca comprobar si el éxito logrado (hasta hace poco menos de un mes) en el control de la pandemia se debió al comportamiento conscientemente regulado de la gente o, por el contrario, al miedo suscitado por el estado de incertidumbre al cual nos arrastró este “bendito” coronavirus. Como dice el refrán, “los pingos se ven en la cancha”, y ahora es el momento en que los uruguayos salimos a la cancha a probar si somos realmente capaces de tomar “posición y posesión” de nuestros actos. 

Sin la coacción impuesta por una cuarentena obligatoria, y en medio de un crecimiento exponencial de la curva de contagios, a los uruguayos “libres y responsables” nos llegó la hora de luchar, sin preceptos ni excusas, contra los monstruos que alimentan al egoísmo y la imprudencia. Porque en este pequeño país donde “el norte es el sur”, como dijo el gran maestro Joaquín Torres García, no tenemos un Boris Johnson que se encargue de amordazar a los monstruos que nos habitan. Por estos lares, y sea por el motivo que sea, el gobierno apuesta a la capacidad consciente de cada uno para autorregularse y salir victorioso de la contienda ¿Si para bien o para mal? No creo que nadie pueda, hoy, dar una solución categórica a este dilema. Aunque seguramente, y con “el diario del lunes”, la Historia algún día juzgará cuál fue la decisión más correcta.  

Sin embargo, pienso que Nietzsche estaría del lado de Lacalle Pou y no de Johnson, no sólo porque rechazaba el paternalismo debilitante, sino también porque creía que la auténtica libertad (como Summum Bonum) la ejerce quien lucha contra sus monstruos, descubriendo el abismo que existe dentro de sí. Los monstruos son esas criaturas que, como usted bien dice, debemos dominar para no devenir esclavos de nosotros mismos. Y el abismo es la oscuridad anímica en la cual nuestros monstruos anidan. 

La “ley” tiene el objetivo de mantener a raya a nuestros impulsos agresivos y egoístas, pero la intencionalidad (y no ya la mera obediencia pasiva) nos exige mirar hacia adentro para reconocer nuestros vicios y darles pelea. Mientras la ley se impone desde fuera, la intención se cocina dentro de nuestra psyché, mas no en forma espontánea o automática. Porque tener una intención significa imponer nuestra decisión consciente sobre otros impulsos, deseos y motivaciones que pulsan -al mismo tiempo, pero en sentido opuesto- desde nuestro fuero más interno.   En fin, para serle completamente sincera, Leslie; no creo que podamos ser enteramente dueños de nosotros mismos. Y tampoco creo que sea ese el sentido o propósito de la libertad humana. ¿Acaso no estamos siempre corriendo el riesgo de convertirnos en monstruos petulantes, o de naufragar en el abismo de nuestros dislates? Porque, a fin de cuentas, siempre estamos esforzándonos, ¿no? Por eso pienso que el ejercicio de la libertad reside no en su posesión, sino en su búsqueda incansable.

 

 

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