Cartas

Espectáculos y Cultura > Eduardo Espina

Posdata: “Te amo, mi amor”

Unas de las formas más profundas de comunicación entre los seres humano se ha perdido
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21 de noviembre de 2021 a las 05:00

En el garaje de casa, convertido desde hace tiempo en museo de mis varias vidas pasadas por la cantidad de cosas que tengo ahí archivadas, encuentro una caja, ni grande ni pequeña, como algo justo en medio, la cual, para mi sorpresa, contiene cartas, la mayoría de ellas, de escritores. Varias de Marosa di Giorgio, unas cuantas de ellas escritas en la década de 1980. En la pila encuentro otra, de Isabel Allende, también de Reinaldo Arenas. De Octavio Paz. De José Kozer, geniales todas, incontables. Pertenecen a la época en que la juventud decidía qué tan felices podíamos ser. Los tiempos cambiaron. Las horas de hoy son raras, por decirlo suavemente. Ya casi nadie escribe cartas, pero las de escritores pueden valer fortunas. La cosa es incluso más rara, porque hay librerías con secciones dedicadas a libros que recopilan las cartas de gente célebre. Hace poco compré con descuento el volumen Correspondence 1904-1938, la correspondencia entre Sigmund Freud y su hija Anna. Si uno se pone a navegar en Amazon encontrará una sección completa dedicada a cartas de personajes de disciplinas diversas. Yo podría hacer un libro con las cartas que tengo de unos cuantos escritores que además de prestigiosos escribían muy bien y hasta ahora se han salvado de la quema asociada al paso del tiempo. Sin embargo, siempre me ha parecido de muy mal gusto eso de publicar cartas de difuntos sin la autorización de estos. Marosa me escribió cartas geniales, para que yo las leyera, no para compartir con miles de curiosos desconocidos que entran en la intimidad ajena pagando el precio del ejemplar. 

En la historia de la civilización, las cartas han tenido protagonismo ejemplar. Una de las mejores secciones del Nuevo Testamento está compuesta por cartas. Las de San Pablo son geniales, de lectura obligada, incluso para quienes no son cristianos ni comparten las ideas de quien fue soldado y luego terminó siendo general en jefe de la espiritualidad. Las cartas apelan a una forma de escritura y comunicación en estado crepuscular que hoy en día poca gente frecuenta. El género epistolar tradicional, con tinta y papel, se encuentra en vías de extinción. En verdad, entre quienes pertenecen a la (de)generación cibernética ya lo está. En estos días nadie escribe cartas. Nadie, aclaro, es una minoría, a la cual puedo imaginar culta, intelectual y serenamente aferrada a tal anacrónica práctica, capítulo fundamental en la historia de la humanidad.

A ver. ¿Recuerda usted con precisión cuándo recibió la última carta? ¿Y cuál fue la última que escribió? Yo no, aunque fue hace muchísimo. Los carteros, debo suponer, llevan sus bolsas más livianas y se han convertido casi exclusivamente en mensajeros de cuentas y promociones comerciales. Pocos tienen la suerte de transportar cartas de amor, que son las que menos envejecen. Las colas en las oficinas postales son para enviar misivas menos románticas que aquellas en las que el enamorado había tenido problemas de inspiración para escribir la primera línea, la cual en la mayoría de los casos empezaba con la misma frase, “Amada mía” o “Mi amor”, y cuya posdata solía terminar igual: “Te amo”. En esto, el ser humano no ha perdido su universalidad. Cuando ama es cuando más escribe. Y cuando ama y escribe, pierde la noción de la redundancia. Sin dar señales de cansancio, la labia se hace experta en repeticiones. 

Así pues, hemos aceptado otra de las irrevocables tristezas de nuestra época: las cartas están desapareciendo, si ya no desaparecieron por completo. Su tan privilegiado sitio en la historia ha sido acaparado por esa forma más rápida, tanto menos exigente y mucho más perecible, como es el ciberespacio, océano a la deriva desplazándose entre lo efímero y lo infinito, entre ahora y ya fue. La computadora se ha convertido en el sobre que abrimos para saber lo que nos dicen las palabras recientes, de vida efímera. Pero con ella, con su formato, tenemos una distancia material, que es también, y sobre todo (por tener sobre), emocional. Antes, al leer las cartas las tocábamos, acariciábamos y olíamos en íntima delectación la presencia de la tinta en el suave papel, para recién después entrar en su trance emocional de palabras que iban a dar al corazón y luego, a la razón. El amor es un pensamiento realizado. En el frío epistolario cibernético, en cambio, entramos y salimos rápido: sobre todo eso, vivimos saliendo, y cuando queremos salir del todo, borramos. Delete. Un botón separa el olvido de la voluntad de seguir recordando. 

Antes pasábamos días, semanas, meses, esperando por la carta que, para bien o mal, podría cambiar nuestras vidas. Hoy el instante se apropió de las expectativas que justifican nuestra actualidad, y el poco tiempo que nos lleva leer un mensaje cibernético es el mismo, o menos, de lo que nos llevó escribirlo. Vivimos para borrar. Ya no son los tiempos de Antonio Machado, cuando todo pasaba y todo quedaba. Hoy la realidad de todo es pasar, y veloz, para que nadie sepa que nada ha quedado.

Hubo una época en que amábamos las palabras tanto como el amor. Amor y lenguaje eran sucedáneos. Por eso guardábamos incluso las cartas de despedida como fetiche de una tristeza desplazándose en el espejo retrovisor que teníamos delante. En su incauta manera de responder al deseo agónico, las cartas eran augurio de un pasado finiquitado, claro está, concluido solo a medias, pues podía volver a tener otra oportunidad en el futuro, cuando el corazón quedaba parcialmente reparado y animado a volver a ellas y releerlas para recordar que una vez, no hace tanto, la vida había llegado casi a su fin porque el amor no fue correspondido. Había algo serenamente mágico en poder leer la letra del autor remitente, la de la imposible amada. A ella o a él lo imaginábamos completo, con su genio y figura, en un sitio intemporal de la realidad, garabateando sentimientos que habían sido minuciosamente corregidos y acentuados, organizados con pulcra corrección gramatical, como si pertenecieran a un orden apenas posible en la extensión acotada del papel. En esos entonces, el alma tenía caligrafía. Y sabía usarla muy bien. Sus mensajes descifrados dependían de una lentitud inalterable, a la cual se podía entrar (sin alterar) en el momento único de la lectura.

En la carta más triste que escribió, fechada “Martes de mañana, 15 de abril, 1851”, Charles Dickens le pedía a su esposa, Catherine Thomson Hogarth, que leyera en forma lenta, lo más despacio posible, aquellas palabras que le enviaba, pues le informaban de la muerte de Dora Annie, hija de ambos. Las cartas eran el mejor lugar para hablar con tiempo lento de la vida, del amor, y también de la muerte: las únicas cosas sobre las cuales podemos hablar con sentido y ánimo profundo. Ayudadas por su velocidad diferente, las cartas imponían la temporalidad de la conciencia del corazón, el cual, la mayoría de las veces, suele hacer las cosas de manera inconsciente. La razón del corazón, claro lo tenemos, es otra: piensa aparte. Ese lugar fascinante y muy aparte, en el que sentimientos y pensamientos recién salidos del lenguaje venían a decir lo mismo, dejó de existir. Quiero imaginar que nadie sabe adónde fue a parar. Es otra de las grandes inmensas pérdidas que ha sufrido la humanidad.

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