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El feminismo traicionado y De la paridad y la diferencia

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08 de marzo de 2020 a las 05:00

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El feminismo traicionado 

Estimada Magdalena:

Mientras yo la acusaba de ser demasiado maternal con sus filósofos, se nos ha venido encima el Día de la Mujer.

Claro que no es lo mismo ser madre que ser mujer: se puede ser mujer sin ser madre. Pero esto no significa que la maternidad se sobreañada accidental y extrínsecamente a algunas mujeres. La maternidad pertenece intrínsecamente a todas las mujeres, a su ser femenino, a su “naturaleza”. Aristóteles decía que la naturaleza es el ser mismo, considerado en cuanto principio de determinadas operaciones -que no necesariamente han de ejercitarse in actu. El ser femenino incluye siempre (y el masculino excluye siempre) las operaciones propias de la maternidad. De un modo tan íntimo que resulta indisociable: ser mujer es siempre ser maternalmente.

Esto es precisamente lo que quería yo decirle al acusarla de defender maternalmente a sus filósofos. Y creo que bien puede servirnos de introducción, en este día en el que honramos a la Mujer, con mayúscula.

En mi mente, el 8 de marzo estaba siempre unido al feminismo. Hoy debería decir, al buen feminismo. Aquel que no sólo denunció discriminaciones e injusticias, sino que también y sobre todo, puso en marcha un eficaz proyecto de promoción de todos los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de conciencia de la dignidad de la mujer.

Creo que no es una exageración mía señalar que, en estos días, ese buen feminismo corre el serio riesgo de ser engullido por la llamada ideología de género. No me gusta ser adivino de males pero, si eso sucede, poco o nada quedará del feminismo heroico -ése que tanto ha luchado en tantas trincheras.

El feminismo históricamente empezó rompiendo el molde de la mujer-sólo-esposa-y-madre y, sobre todo en Occidente, le abrió así las puertas al más amplio desarrollo en muchas actividades antes reservadas únicamente a los varones. Mucho se ha hecho, y mucho queda por hacer… En las últimas décadas, sin embargo, la contaminación ideológica del feminismo ha llevado a emprender una curiosa vía de lucha y reivindicación cuyo objetivo sería, no ya igualar al varón y a la mujer, sino anular las diferencias (incluso biológicas) entre ellos.

Que la irrelevancia sexual así propuesta sea un derecho, es dudosísimo; que sea una ventaja, es improbable. En sus grandes obras de 1859 y 1871, Charles Darwin argumentaba convincentemente en sentido contrario. Pero aún sin la ayuda de Darwin, la vida se encargó hace años de mostrarme hasta que punto las diferencias entre los sexos son substanciales, determinantes y relevantes.

Cuando nació Lucas, mi tercer hijo, fui a buscar a los dos mayores, Eloise, de 5 años y John Ronald Reuel (sic), de 3, para llevarlos al hospital, a conocer al recién llegado. Afuera había una tormenta de considerables dimensiones, pero creo que a nadie le importaba. Al entrar en la habitación, María, nuestra traductora, tenía al bebé en brazos, y los mayores se acercaron con precaución a mirarlo. Pocas cosas tan emocionantes.

Al cabo de un instante, sin que nadie le dijera nada, Eloise se trepó a la cama y se instaló al lado de su madre. Con las debidas precauciones, pusimos al pequeño Lucas en brazos de su también pequeña hermanita. No olvidaré nunca esa imagen: la naturalidad, si se me permite, con que Eloise sostuvo a Lucas y lo miró, su pasmosa competencia en un oficio que nunca antes había ejercido.

Al pie de la cama, sin embargo, John R.R. se había quedado mirando lo que sucedía. No se sentía llamado a actuar. Quizás entendía, sin necesidad de demasiadas explicaciones, lo que es ser mujer y madre -o no serlo. El bebe estaba en buenas manos, y no eran las suyas.

Cuando, al cabo de un rato, María le preguntó qué le parecía el nuevo hermanito, John, uniendo el gesto a las palabras, señaló al bebito y dijo -en una gramática infantil más propia de un pirata de Stevenson que del hijo de un Bibliotecario inglés- estas freudianas palabras: “I call it bad”.

En aquel momento, María y yo nos miramos con desconcierto. Pero luego comprendimos que John sólo le estaba dando a Lucas la bienvenida al mundo. Advirtiéndole de que los brazos de su madre y de su hermana, por muy maternales que fueran, no habrían de librarle de muchos y variados golpes y palizas.

Como así fue.

De la paridad y la diferencia

Estimado Leslie:

Por alguna razón, mientras leía su carta recordé Si Dios fuera una mujer, poema de Mario Benedetti, un reconocido escritor uruguayo fallecido hace no muchos años. Además de ser una loa a la condición femenina, el poema sugiere que, dadas las diferencias entre los sexos, el mundo y nuestro existir en él serían bien distintos de haber sido concebidos y creados por una mujer.  

Sin embargo, para serle bien sincera, mantengo mis serios reparos respecto a que exista en el calendario un día de las mujeres. No es que me oponga per se a los “días de” -de hecho, el Dia de la Madre es uno de mis favoritos en el año- pero me fastidia bastante el matiz de condescendencia implícito en dicho gesto. Porque junto al Día de la Madre, también hay un Día del Padre. Sin embargo, no existe fecha alguna en el calendario dedicado especialmente al Hombre… Sin necesidad de hilar muy fino, de todo esto se puede fácilmente colegir que el Hombre no lo precisa; ya sea porque, salvo el 8M, él es siempre protagonista, o porque el trato deferente no aplica para los varones, pues basta con pertenecer al sexo masculino para sentirse suficientemente reconocido y respetado.

Me resulta muy difícil conciliar este gesto condescendiente hacia las mujeres con el feminismo más original que, desde Hiparquía -allá por el siglo III AC- hasta hoy, brega por la igualdad entre ambos sexos. Mientras no exista un “Día del Hombre”, el de la Mujer bien puede ser interpretado como mecanismo político compensatorio frente a la inherente “debilidad” del sexo femenino. Mas, como todo, esto tiene también su lado positivo y, así, el 8M propicia espacios para la reflexión sobre la condición femenina, tema sumamente polémico y no menos apasionante.

Soy bien consciente de que algunas de mis posturas desafían los límites impuestos por la corrección política, ya que mantengo una cierta actitud de sospecha respecto a algunas iniciativas encaminadas a garantizarle a la mujer una participación equitativa en arenas tradicionalmente reservadas a los hombres. Como se trata de un asunto bien delicado -e impregnado de ideología no siempre debidamente examinada- voy a tomar un ejemplo concreto para plantear mi argumento de la forma más clara posible.

A raíz del reciente cambio de gobierno, hace unos días se llevó a cabo la primera reunión de la nueva bancada bicameral femenina. Allí se planteó la posibilidad de impulsar un proyecto de ley para que los partidos estén, de ahora en más, obligados a presentar listas paritarias. El argumento esgrimido para justificar este proyecto es que la Ley de Cuotas, aprobada en el año 2017, no ha sido suficiente para garantizar la presencia de un mayor número de mujeres en política, que representan tan sólo un 21% en la actual legislatura.

La propuesta es prometedora, ¡claro! ¿Se puede negar, acaso, que un parlamento paritario constituya un avance inmenso en términos de igualdad de género? Solo en una mente mentecata (parafraseando a Sófocles) puede caber la idea de que no lo sea. Sin embargo, para que resulte genuinamente efectivo, el qué (la paridad) debe estar acompañado de un cómo bien concertado. Porque la cantidad no siempre es garantía de calidad, y para la generación de un cambio cultural sustancial, que propicie una verdadera equidad de género, las mujeres debemos definir nuestra propia forma de hacer política. De lo contrario, tendremos un 50% de mujeres en el parlamento haciendo lo mismo que han hecho desde siempre los varones. Perpetuación del modus patriarcal, pero ahora con tantas mujeres como hombres preservándolo desde el Congreso.

En “El segundo sexo” Simone de Beauvoir subrayó que para liberarse, la mujer debe reconquistar su propia identidad específica y dentro de sus propios criterios. El “empoderamiento femenino” requiere que, desde nuestra ingente diversidad, podamos crear un nuevo orden simbólico, alternativo al tradicional donde fuimos históricamente sometidas y discriminadas, a partir del cual celebrar nuestro ser femenino y sentir el orgullo de ser mujer.

Estoy con usted, Leslie (y con Benedetti y John R. R. también): no es lo mismo ser varón o mujer. Pero no debemos, so pena de incurrir en un disparate semántico rayano a la demagogia, confundir diferencia con desigualdad. Porque, ciertamente, en nuestras diferencias se gestan las condiciones para que la equidad de género sea, de una vez por todas, conquistada. 

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