El filete de Woody: Nietzsche vs Kant y Pero la verdad…

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29 de noviembre de 2020 a las 05:00

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Querida Magdalena:

El filete de Woody: Nietzsche vs Kant

Si nuestros lectores leen sus cartas con la misma atención con que las leo yo, deberán de estar sorprendidos de que la misma persona que alguna vez afirmó con Woody Allen que “la realidad… es el único lugar donde se puede comer un buen filete”, sostenga al mismo tiempo que “la realidad es lo que concebimos con nuestra conciencia”. Pues en el primer caso, parece identificarse lo real con algo objetivo; mientras que, en el segundo, lo define como un acto del sujeto, una concepción mental, subjetiva. ¿Dónde está la verdad: en el filete o en la conciencia?

No escapará a la sagacidad de algunos que, en el cierre del párrafo anterior, dedicado a la realidad, la pregunta final, sin embargo, no aludía a la realidad, sino a la verdad. Como si una y otra fueran intercambiables entre sí. Como si realidad y verdad fueran idénticas. ¿Acaso no se repite, como un mantra, que “la única verdad es la realidad”? Antes de conceder esta obviedad, nos ayudará repasar un poco los grandes conceptos.

Si no me engaño, al hablar de realidad, intuitivamente indicamos algo, alguna cosa. Como dice Popper en su diálogo con Eccles, quizás algo que podemos agarrar con las manos, manipular. Hay una exterioridad obvia de la cosa respecto a nosotros. Cuando Woody Allen quiere comer un buen filete, su realidad tiene esas connotaciones.

Al hablar de verdad, en cambio, añadimos a esa cosa, una determinación: nuestro conocimiento de ella. Ya no está ahí, sin más, sin pedirnos permiso, sino que está siendo recibida. Nuestra mente y la realidad aparecen como ámbitos distintos, que se hacen uno solamente a través del conocimiento. Pero sin confundirse.

Los antiguos lo explicaron diciendo que la verdad es la adecuación entre estos dos órdenes, el orden objetivo y el subjetivo, entre la representación mental de la cosa (nuestros juicios y conceptos) y la cosa misma. Dijeron: “Hay verdad cuando nuestra representación mental coincide con la realidad”.

Y obviamente no la hay en caso contrario. Por supuesto, nadie dice que esa adecuación de órdenes sea una cosa fácil. Muy bien señala usted que “la realidad no cesa nunca de rebelarse contra nuestro afán de constreñirla en un concepto”. En muchos casos, la verdad es un objetivo de máxima al que nos acercamos (o nos alejamos) con exasperante miopía. Pero solo si aceptamos que al final hay una realidad determinada (la cosa en sí de Platón) vale la pena ponerse en camino hacia ella, a través de la humilde gradualidad de una verdad que rara vez revestirá un carácter definitivo.

Las experiencias de la conciencia tienen sentido precisamente porque apuntan a una realidad que existe en sí misma (es decir, que no necesita ser pensada por nosotros para existir). Aristóteles resueltamente afirma que no hay nada en la conciencia que no haya estado antes en los sentidos, en aquella parte de nosotros modificada por la realidad objetiva externa. (Por cierto que las investigaciones empíricas actuales parecen darle la razón). Ha sido Kant el que –algunos dicen que a su pesar– ha descrito nuestro conocimiento como algo inmanente, construido por la conciencia. Su amigo Nietzsche profetizó que con el tiempo esta herencia kantiana se manifestaría bajo “la forma de un escepticismo y relativismo serpenteante y destructivo…”.

Concedo que puede ser difícil para cualquiera de nosotros –al menos para mí lo es, y mucho– tratar de entender el Ser de Parménides, el sol platónico de La alegoría de la caverna, o el Dios de Santo Tomás o Spinoza. Y que la mente pueda estar perpleja ante los argumentos, a favor y en contra, que se han construido en torno a esas cuestiones. Pero eso no convierte en verdaderos, al mismo tiempo, todos los argumentos. El hecho de que existan opiniones, ideas y creencias que difieren ampliamente entre sí no significa que la verdad reside en cada conciencia, sin referencia a una objetividad.

Es completamente aceptable que dos partes en desacuerdo puedan estar, una u otra, o ambas, equivocadas. Lo que no puede suceder nunca es que ambas tengan razón al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. Me parece que en esto consiste precisamente el relativismo que criticaba Nietzsche en la herencia kantiana.

Y con esto me parece que es hora de que le ceda el micrófono.

Pero la verdad…

Estimado Leslie:

En el Fedro, Platón escribió que la luz de la Verdad es tan potente como para cegar la mente, o el alma humana que alcanzara a contemplarla enteramente. Siempre invoco esta idea cuando mis alumnos me preguntan si algún filósofo llegó, realmente, a contemplar el sol (como símbolo de la Verdad) de la Alegoría de la Caverna de Platón. Claro que esta respuesta raramente los conforma ya que, si es así, entonces ¿de qué sirve filosofar cuando su objetivo es la búsqueda de algo inaccesible? Aquí es cuando la cosa se pone verdaderamente interesante, porque de la preocupación por la utilidad pasamos a la reflexión sobre el sentido del filosofar. Aunque coincidimos en que es inútil empeñarse en buscar lo inalcanzable, también entendemos que si la Verdad fuese contemplada y conocida en su totalidad, ello significaría el fin de la Filosofía. En definitiva, el sentido del filosofar depende de la incognoscibilidad de la Verdad o, dicho de otra forma, la Filosofía existe (y es necesaria) debido a nuestra inevitable ignorancia. No en vano sigue vigente el modelo de filósofo que enseñó Sócrates, consciente de que lo único que sabe es que no sabe nada.

La paradoja es sin duda desconcertante, porque la pervivencia de la Filosofía depende, no de su triunfo, sino de su recurrente fracasar en la conquista de su objetivo. Y, así, todos los que amamos el ejercicio intelectual de filosofar nos encontramos inmersos en la irremediable contradicción de desear conocer la Verdad, por un lado, y de resistirnos a admitirla en forma indudable por el otro. Pero vale aclarar que esta resistencia a reconocer la existencia de una Verdad absoluta (o de “un solo libro”, como diría Santo Tomás de Aquino) no es un mero capricho o artimaña para mantener a la Filosofía con vida o justificar su relevancia, no. Es la realidad misma la que nos induce a esa resistencia, a esa “actitud de sospecha” tan característica del filosofar.

Por eso sostuve que “la realidad no cesa nunca de rebelarse contra nuestro afán de constreñirla en un concepto”. La realidad es la instigadora par excellence de la duda; basta con observarla con ojos mínimamente abiertos para contemplar sus múltiples y diversas facetas. Así, si bien es cierto que ella es el único lugar en donde se puede comer un filete, este puede ser cosas diferentes dependiendo de la consciencia que lo juzgue; un delicioso manjar para Woody Allen, o un sacrilegio para la conciencia de un hindú, que concibe a la vaca como símbolo de la madre universal que alimenta a los hijos de la tierra con su leche. Así, como usted bien dice, la realidad es el filete que podemos agarrar y manipular, pero también es todas las conciencias posibles que lo aprehenden. Porque no existiría el filete (al menos no como tal) sin al menos una mente que le de sentido o interprete. Pero el problema –absolutamente fascinante a mi entender– es que existen millares de conciencias y, por ende, muchísimas formas de interpretar el filete. Y entonces cabe la pregunta respecto a cuál de todas esas múltiples representaciones mentales es la que mejor se adecúa a lo que el filete realmente es: ¿un manjar exquisito o un sacrilegio imperdonable?

Como escribí en mi última carta, creo que es un síntoma de grotesca petulancia el adjudicarnos el poder para determinar el ser de las cosas a nuestro antojo sin más. Pero también debemos reconocer que, desde los filósofos antiguos hasta ahora, nadie ha podido descifrar ese “orden objetivo” al cual nuestras representaciones mentales se deberían adecuar: la cosa en sí o sol de Platón sigue siendo un enigma para los seres humanos. Así, lejos de caer en el escepticismo y relativismo serpenteante y destructivo que denunció Nietzsche, la forma de lidiar con el problema de nuestra ignorancia fundamental es comprendiendo que lo que verdaderamente importa no es lo que pensamos, sino cómo lo hacemos. Porque la veracidad de lo pensado es casi siempre cuestionable y debatible –¡y enhorabuena para la pervivencia de la Filosofía!– pero no así su razonabilidad. No es lo mismo tener la razón que saber la Verdad. Las ideas de los más grandes filósofos irradian la primera en abundancia (así como hay destellos de razón tanto en la conciencia de los hindúes como en la de Woody Allen). Pero la Verdad… ¡ah, la verdad! Como los sueños al despertar, ella siempre se nos escapa.

 

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