Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Contra la maldición imperdonable y En el ala de un colibrí

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09 de febrero de 2020 a las 05:00

Querida Magdalena:
Encuentro pertinente conceptualmente y afortunada en lo poético la propuesta de su última carta sobre las relecturas: el virtuoso ejercicio de descifrar los contenidos siempre implícitos de los libros, desde la siempre cambiante perspectiva del lector. Creo que posiblemente exista un correlato entre sus relecturas, y las reescrituras que todo autor realiza y en las que va enterrando tesoros sólo desentrañables por lecturas sucesivas. María me hizo escuchar hace poco una conferencia de Vargas Llosa sobre el trabajo del escritor. De allí es esta afirmación: “Escribir es, sobre todo, reescribir”. A la que añado: Leer es, sobre todo, releer -sin cursivas, porque sería de pésimo gusto citarme a sí mismo.

Contra la maldición imperdonable

Todo narrador -sea de ficciones (novelista) o de pensamientos abstractos (ensayista o filósofo)- reescribe. Porque la verdad, como las cebollas del ogro verde, viene en capas, y no es fácil sino trabajosa. El narrador necesita entonces repetir sus historias, una y otra vez; repetírselas, sobre todo a sí mismo; porque sólo en el ejercicio de decírselas puede tocar de algún modo la verdad que busca conocer.

El proceso narrativo agudiza, podríamos decir, la mirada del narrador. Le da una familiaridad con su objeto que nadie, sino es él, posee. Al mismo tiempo, ese vivir en el mundo de sus propios pensamientos lo saca un poco (o mucho, o totalmente) de aquel otro mundo que para todos menos para él, es el mundo real. Hasta que llega un momento en que deja de existir todo aquello que no forma parte, aunque no sea más que como una referencia, de su universo narrativo.

Pero, si este mundo interno ha llegado a ser compartido, se empezarán a formar sociedades en torno a él. Usted que enseña filosofía, habrá podido experimentar muchas veces la conexión en torno a un texto. Ni siquiera hace falta que el autor esté vivo. Uno puede haber leído mil veces los textos sobre la amistad en Aristóteles pero, basta que se encuentre con otro lector semejante, para que se establezca inmediatamente una suerte de comunión y de simpatía mutua. Comunión y simpatía que se hacen más visibles cuando, en vez de ser solamente dos, se junta una pequeña comunidad de lectores. Llega a ser un poco empalagoso, no sé si me entiende lo que quiero decir: todos esos tipos ya crecidos disfrutando de hacer juegos de palabras que sólo ellos entienden, demorándose en cada sobreentendido que no necesita ser explicado -no allí, ni entonces- descansando en la gran certidumbre de la gran Piedra Rosetta que todos y cada uno de ellos ha descifrado.

Puedo ilustrar esto que digo, sugiriendo ver y escuchar el discurso que J. K. Rowling, la escocesa creadora de Harry Potter, ofreció en la Universidad de Harvard, en el año 2008. Discurso de interesantes contenidos, entre ellos, la defensa implícita de las lenguas clásicas, el griego y el latín; pero más interesante aún porque allí la comunión en torno a Harry Potter es tan intensa que casi puede tocarse. Y así como dos enamorados se ríen y enternecen de cosas que a quien está afuera le parecerán, con razón, ridículas, así es muy curioso ver a ese público de cerebros sobresalientes y -sospechamos- eficienticistas (quizás el público menos ingenuo que uno puede imaginar) reaccionar con la docilidad de un niño, a las más pequeñas referencias de Rowling al universo común, y aún reirse a carcajadas ante juegos de palabras menos brillantes (Harvard/Hogwarts) aunque quizás inevitables.

Las teorías filosóficas son también narraciones que crean mundos susceptibles de generar comuniones. ¡Y vaya si las crean! En la vereda del sol, recuerdo ahora a aquel chico que recorría el mundo con su moto Zarathustra; en el lado oscuro, a aquellas generaciones de guerrilleros que, en su país, Magdalena, salieron a matar en nombre de una idea. ¿No es eso unión en torno a una idea común?

Pero a la Filosofía no le está permitido ni narrar ni generar comuniones meramente ficticias. Debe cumplir con dos requisitos que no son exigibles en el Mundo de la Fantasía, pero sí en el suyo: la verdad y el amor.

Ellos son la única defensa contra las Maldiciones Imperdonables y garantizan que, al extinguirse el ruido y el humo de un Avada Kedavra, nuestro mundo no se desvanecerá en la nada.

En el ala de un colibrí

Estimado Leslie:

Ah, la Verdad! Tan inaprensible y quieta como el aleteo de un colibrí. La metáfora no es sólo de Martí, para quien “las verdades elementales caben en el ala de un colibrí”. No, no es tanto que las verdades fundamentales sean exiguas, sino más bien -y paradójicamente- escurridizas y contundentes, como La exclamación de Octavio Paz ante la contundencia del instante, encarnada en la quietud flotante del vuelo del colibrí. Pienso que este poema de Paz celebra la contemplación, fulminante y magistral, de la perseverancia de la Verdad en la fugacidad de una impresión instantánea.

Había olvidado lo maravilloso que es este discurso de J.K. Rowling (y le agradezco haber facilitado su reincorporación a mi memoria). Una de las ideas que más me gusta de su speech es que la vida es difícil y complicada. Que sus contrariedades están, muchas veces, más allá de nuestro control, y que el ser conscientes de esto es la condición necesaria para poder descubrir y tomar lo mejor que la vida tiene para darnos.  Ídem con la Verdad. 

Coincido con usted cuando dice que la Filosofía tiene la misión de crear narraciones susceptibles de ser compartidas con otros. Y si bien es cierto eso de que el filósofo -incluso sin quererlo- debe, de tanto en tanto, recluirse en su “torre de marfil” para poder pensar, también es verdad que sus ideas deben impactar en el sentido de tener sentido para otros (aunque más no sea uno solo) para así crear “mundos susceptibles de generar comuniones”. Si las ideas de Aristóteles acerca de la amistad, esa “alma que habita en dos cuerpos”, no hicieran vibrar una fibra de nuestra alma, hubieran sucumbido en el olvido como tantísimos otros pensamientos que no pudieron distinguir la consistencia de lo significativo del capricho efímero de la opinión circunstancial.

Pero en Filosofía nadie puede apropiarse legítimamente de la Verdad. Ni siquiera Aristóteles… Como usted bien dice, el amor es una condición ineludible para el ejercicio de la Filosofía, y éste es siempre deseo de aquello que no se tiene; en el caso del filósofo, la sabiduría. Ser filósofo es sufrir (sentir la carencia) de no saber y salir en búsqueda de la Verdad para colmar esa falta. La Verdad es la máxima aspiración de la Filosofía, su summum. Pero, al mismo tiempo, todo filósofo genuino sabe que ella lo supera, no puede aprehender ni controlar a la Verdad en forma absoluta, como a la vida en el discurso de Rowling.  Por eso, en Filosofía, pensar es, sobre todo, repensar. Incluso la bellísima concepción de la amistad que nos dejó Aristóteles (quien, de seguro, hasta su muerte, jamás cesó él mismo de repensarla).

La verdad no es fácil. Y, así, no son pocos los que la contrastan con la felicidad: son más felices -dicen- los que no se cuestionan y aceptan lo dado sin más. Pero, como afirma la creadora de Harry Potter: “decidir vivir en espacios reducidos conduce a una forma mental de agorafobia que acarrea sus propias pesadillas”.

Esos espacios reducidos no son sólo las formas apáticas y conformistas de ser y estar en el mundo, sino también los modos más fanáticos y supersticiosos de aferrarse a las muy diversas -y dispares- ideologías. Vivir en espacios reducidos significa mantenerse ciego ante la naturaleza infinitamente compleja de la Verdad, transitar la vida con anteojeras y carecer de la humildad que exige la contemplación de la eternidad con “ojos” siempre condicionados. Las ideologías, en definitiva, encarnan la arrogancia y despotismo de cualquier tipo de “verdad” arbitraria con airetes de sentencia máxima. Nada más lejos de esa contundencia descubierta en el sutil y escurridizo aleteo del colibrí en el poema de Paz…

En su Ética, Spinoza afirma que existe una “inteligencia amante”, colmo de una vida buena. Esta inteligencia se nutre del amor al conocimiento, pero no de la certidumbre absoluta de una totalidad omniabarcadora, sino de las causas y efectos inteligibles de las cosas singulares. Porque a través de la comprensión racional de lo particular aprehendemos la evidencia de la infinitud, y sus ilimitados modos de manifestarse.

Cuando comprendemos que cada cosa tiene su razón de ser, claudica la rigidez de la ideología moralizante, germen de las opresivas “maldiciones imperdonables”. Y se despliega, con magnificencia, la plenitud del ser, mientras la nada se desvanece junto al humo del Avada Kedavra.

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