Estimado Leslie:
Estimado Leslie:
Como dice el refrán; “los años no vienen solos”. Entre otras cosas, junto a ellos se va desdoblando una mayor conciencia de la impronta que los demás dejan en nosotros. La presunción de autosuficiencia -tan necesaria como representativa de la juventud- va decantando con el tiempo en una creciente apreciación de cuán sujetos somos. En palabras de Vygotsky, “nos convertimos en nosotros mismos a través de los otros”. Es por esto que no puedo coincidir plenamente con usted cuando afirma que “no hay, pues, posible outsourcing del Conócete a ti mismo”. Si bien es verdad que nadie puede pensar por uno mismo, también es cierto que cuando pensamos lo hacemos siempre dentro de un paradigma pre-establecido. Lenguaje, valores, creencias, ideales, costumbres y prejuicios: en fin, la cultura a la que somos arbitrariamente arrojados (porque no elegimos dónde y cuándo venir al mundo) y que nos condiciona, sí, pero también nos concede los recursos para poder pensar y dar sentido al mundo en que vivimos.
Mientras leía su última carta recordé la frase de Chuck Palahniuk (autor de la novela Fight Club, adaptada al cine con el mismo título) que oficia de epígrafe aquí, y que refiere, justamente, a la aquella dualidad inherente a toda cultura en sí.
La frase de Plahniuk alude, en efecto, a la célebre disyuntiva libertad-seguridad, uno de los clásicos dilemas de la filosofía política. Necesitamos tanta libertad como seguridad, pero el problema es que la promoción de una nos exige, por regla general, una cierta dosis de renuncia a la otra.
Este contrapeso -extraordinariamente ilustrado en el abrazo de la madre de la canción homónima de Pink Floyd- fue analizado por los primeros filósofos contractualistas como Hobbes , Locke y Rousseau. Éstos interpretaron el origen de la sociedad civil y el Estado como un contrato original entre humanos, a través del cual se accedió a una limitación de las libertades individuales en pos del establecimiento de pautas y normas de convivencia que garantizaran el orden y la seguridad social. De ahí en más, la necesidad de sentirse a salvo de las amenazas externas ha inducido al ser humano a supeditar su albedrío a la coacción de la norma, bajo la cual poder sentirse amparado. Y esto es particularmente notorio en la coyuntura política de mi país hoy por hoy.
La seguridad pública es, precisamente, uno de los temas principales de la actual campaña electoral. La propagación del delito, y el consecuente aumento de la sensación de inseguridad, han colocado este asunto sobre la mesa política que, se estima, será clave para la decisión de voto de una amplia mayoría de uruguayos. Como en el estado de caos pre-civilizado que imaginaron los contractualistas,; allí donde impera la inseguridad, rebulle la urgencia de pautas y límites para preservar la estructura y orden social.
Pero, claro está, el reclamo por más seguridad es una cuestión particularmente delicada, ya que se toca con la limitación de las libertades individuales, piedra angular de toda democracia. Por ende -y para echar algo de luz sobre este asunto- me parece apropiado recurrir a la pirámide de Abraham Maslow. Ésta representa a las necesidades humanas en un orden jerárquico, con la libertad (entendida como capacidad para la autorrealización) ubicada en la cúspide, erguida y sustentada sobre la satisfacción de otras necesidades como la de seguridad y protección, la más esencial después de las fisiológicas, indispensables para la conservación. Para ejercer la libertad, necesitamos sentirnos seguros.
Debemos delimitar cuidadosamente el concepto de libertad, y examinar su conexión con la necesidad de seguridad, con el objetivo de evaluar si no se puede tratar de un falso dilema, al menos en ciertos contextos. Y entonces, la preponderancia del tema seguridad en los presentes comicios electorales pueda ser estimado, no ya como manifestación de un afán generalizado de represión, sino como aspiración mancomunada a fortalecer las bases culturales y morales que posibilitan el ejercicio de la libertad, entendida como capacidad para la autorrealización.
Espero no juzgue mis argumentos como una incursión en la clásica “falacia del hombre de paja”, pero pienso que esta perspectiva le hace, al pueblo uruguayo, más justicia e integridad.
Estimada Magdalena:
Pero, en el otro rincón del cuadrilátero, la seguridad no es un opcional. No es como echarle Nutella al donut que compramos, al atardecer, en un food truck callejero: algo que sería quizás deseable, pero que no es necesario para sobrevivir. La integridad física y la tranquilidad, sí son condiciones básicas de la existencia. Un gobierno que fallara en proveerlas estaría dando manifiestas señales de incompetencia.
Las sociedades son muy poco tolerantes ante la falta de seguridad. Pueden soportar la mediocridad y aún el engaño, pero no la inseguridad. No pocas veces, quien ha sido capaz de proveer seguridad, ha recibido a cambio el poder. El caso de Napoleón Bonaparte es paradigmático. Luego de que el movimiento hacia las libertades de la Revolución Francesa fuera secuestrado por los Jacobinos y derivara en el Terror, Bonaparte -manu militari- trajo la paz interior a una Francia que clamaba por ella. Y heredó (él, joven corso de cuna humilde) las prerrogativas de los antiguos reyes.
Quizás por eso mismo, como bien señala usted -y a mí me encanta estar de acuerdo con usted-, el ejercicio de la autoridad que la seguridad exige, es visto muchas veces como autoritarismo, como un desborde del ejercicio legítimo del poder e, incluso, como un paso hacia una situación tiránica o post-democrática en la que el Estado, con el pretexto del bien común, pisotea las garantías individuales.
Hay un prejuicio (en el literal sentido de la palabra) que nos lleva a pensar que la seguridad no debería ser tanto el fruto de la represión (autoridad coercitiva) sino de la educación (autoridad preventiva, o inteligente). En nuestros sueños lógicos y conceptualmente perfectos, soñamos con una sociedad bien educada en la que (casi) no harían falta policías. Si, contrario sensu, nuestro ordenamiento requiere cierto grado de violencia y actividad policíaca -más allá de bajar gatitos de los árboles-, lo percibimos como un fracaso y como lo que es: un síntoma de graves carencias ocultas en otras áreas. Y tendremos razón.
Pero una cosa es que la tengamos y otra muy distinta que erremos en nuestro juicio prudencial. El ejercicio de cierta fuerza por parte del Estado no sólo no es malo, sino que está contemplado y regulado, cuidadosamente, en los ordenamientos jurídicos de todas las democracias. Creo que no deberíamos dejarnos llevar sin más por el primer impulso que brote de nuestro sensible corazón pacifista, al que repugna asentar la paz sobre una clase de guerreros con botas y fusiles. No resulta razonable demonizar la potestad coercitiva del Estado, especialmente cuando ejerce monopólicamente la fuerza para la restauración o el mantenimiento de la seguridad y el orden.
Quizás el ejemplo sea malo y, si así fuera, pido perdón de antemano, pero esto se asemeja a un hombre (o una mujer, no se vayan a enojar) que padece de insomnio. Es verdad que es horrible depender de un psicofármaco para poder dormir. Pero quizás es más horrible aún no poder dormir. Mientras arreglamos los problemas de fondo y convertimos nuestras pequeñas sociedades imperfectas en maravillosas utopías, cada tanto hay que tomar una pastillita. Y ya se sabe que la medicación puede tener ingratos efectos secundarios. Pero a veces, lo que necesitamos es dormir tranquilos.