Un tiempo antes, el mismo cirujano operó a un pequeño de 12 años al que una munición le había ingresado por la entrepierna derecha y le quedó alojada en la lumbar izquierda. La madre no lo podía entender, según su cuento estaba durmiendo cuando “se sintió herido”. Pero el parte policial advertía que el menor estaba saltando por los techos tras un robo, y por eso la trayectoria de la bala era en sentido ascendente.
Y otra vez, el mismo doctor interrumpió una intervención a un recién nacido porque por los parlantes de la guardia se anunció la llegada de una niña de tres años con dos balazos que le impidieron sobrevivir. Media hora antes, esa misma niña jugaba tranquila en la parte delantera de su casa, cuando su abuelo sintió los gritos de un sicario y fue asesinado sin mediar palabras. Luego, bajo la lógica de no dejar rastros, el homicida le disparó también a la pequeña.
Y otra vez…
Las historias se repiten cada vez con más frecuencia, en distintos hospitales y no solo en el quirófano de Kierszenbaum, el presidente de la Sociedad Uruguay de Cirugía Pediátrica. Tanto es así que el Pereira Rossell, el hospital pediátrico de referencia, empezó a prepararse para la llegada cada vez más recurrente de menores de 15 años heridos por armas de fuego. Ya no es un disparo accidental que se escapó del arma que un padre tenía mal guardada. Mucho menos es un juego de niños.
Cada 15 días, en promedio, la emergencia del Pereira Rossell atiende a un niño o adolescente herido de bala. Cinco años antes, habiendo más niños en Uruguay, ese mismo departamento socorría a solo uno por mes. Y una década antes, a uno cada tres meses. Así lo confirma un reciente estudio del Departamento de Emergencia Pediátrica, liderado por la profesora agregada Mariana Mas, y cuya publicación fue aceptada por la Sociedad Española de Urgencias Pediátricas.
Las neumonías son más frecuentes en el invierno, lo ahogados y los quemados en verano. Pero los heridos de bala —al igual que la violencia— no tienen día ni hora.
La doctora Mas empieza a leer titulares recientes de la prensa uruguaya: “Una niña de siete años murió de un disparo al quedar en medio de un tiroteo en San Carlos”. “Cuatro menores baleados tras tiroteo con policías eran indagados por seguidilla de rapiñas”. “Víctima de tiroteo en Casavalle era menor de edad”. ¿Qué tiene en común?, se pregunta la especialista y enseguida se auto-responde:
“Las balas perdidas que a veces se mencionan, son en la mayoría el resultado de una situación de violencia, de un contexto de bandas que se disputan el territorio, de rapiñas, de sicariato. Tal vez no le quisieron dar directo al niño o al adolescente, pero se da en un contexto de violencia”.
Si los menores heridos de bala en Estados Unidos dan cuenta de una sociedad con problemas de regulación de las armas y de tiroteos masivos en los centros educativos, en Uruguay son la demostración de una violencia instalada que gana terreno.
El rostro de la violencia
Osvaldo Bello, uno de los fundadores de la especialidad de emergentología pediátrica en Uruguay, descubrió hace 30 años que los heridos graves por arma de fuego eran un motivo de consulta infrecuente, casi en su mayoría asociado a varones adolescentes que se accidentaban sin intención de matarse. Alguno que le robaba la chumbera al tío, otro que tomaba el arma cargada de su padre policía…
Por entonces, cada 20.000 consultas que atendían los emergencistas pediátricos —por cualquier motivo, incluyendo las enfermedades respiratorias— solo una era de un herido grave por arma de fuego.
Aquel primer estudio, y los sucesivos que encabezó el Departamento de Emergencia Pediátrica, terminaron conformando un auténtico termómetro social: cada vez entran más heridos de bala, de menor edad (el promedio bajó de 14 años a 12), que fueron baleados fuera de su domicilio, y, sobre todo, lesionados por motivos de violencia.
Los heridos más graves pasaron a significar una cada 10.000 consultas. Pero son solo una parte del problema. Si se cuentan los moderados y leves, la cifra se duplica cada cinco años.
“Antes eran noticias esporádicas, ahora son casos que vemos a cada rato y que ya no son lesiones exclusivas del adulto”, explicó Mas, quien reconoció que Uruguay “poco a poco” se parece más a sociedades en las que las heridas de bala acaban siendo “una causa importante de mortalidad de los menores de edad”.
Foto: Leonardo Carreño. Mariana Mas lideró el estudio en Uruguay. La emergencista recuerda a una madre que, hace una década, le dijo que su hijo adolescente había sido baleado mientras ella fritaba milanesas y “entró una bala por la ventana”. Luego supo que en realidad era una boca de pasta base. Ahora, en cambio, esos relatos difusos o de “balas perdidas” van de la mano del aumento “de la delincuencia, del consumo de drogas, de la vida en medios violentos, de los ajustes de cuenta, de una sociedad que se llena de armas… de la inseguridad”.
Para los pediatras —en especial para los emergencistas, intensivistas y cirujanos— la coyuntura les implica un aprendizaje. Porque en el mundo criminal no hay balas pediátricas. Los proyectiles se diseñan para matar, a la mayor cantidad posible, con la mayor eficacia posible, en el menor tiempo posible. Y esa lógica, en el pequeño cuerpo de un niño, hace estragos.
"Es frecuente que veamos tatuajes de entrada (como les dicen los cirujanos al orificio de ingreso de la bala al cuerpo) de una forma, pero un tatuaje de salida bien diferente por todo lo que la fuerza cinética de las balas causaron al romper tejidos", señaló el cirujano Kierszenbaum. No solo eso:
"Un niño pierde sangre a la misma velocidad que un adulto, pero como su cuerpo tiene mucho menos sangre (es un envase más chico, para decirlo en criollo) las chances de desangrarse son mucho mayores".
En las emergencias de adultos, los médicos suelen encontrarse con heridos de bala que llegan sin familiares o que quieren escaparse cuanto antes por temor a que alguien los delate. En los niños y adolescente, explicó Mas, es infrecuente: puede que un padre no te dé detalles, pero suele estar a su lado. "Alguna vez nos pasó que el herido es trasladado por otros adolescentes, lo tiran en la entrada y se van... pero son casos más aislados".
Des-armados
El Ministerio del Interior estima que en Uruguay hay un arma cada seis personas. Pero las estimaciones internacionales sugieren que por cada arma registrada hay otra ilegal, por lo cual la cifra real podría superar al millón de habitantes.
En Estados Unidos, por ejemplo, un tercio de los hogares con niños tienen armas de fuego, y casi cinco millones de chicos viven en domicilios con armas desbloqueadas y cargadas.
Es tanta la cantidad de heridos de bala en el país norteño que los pediatras hablan de “epidemia”. A comienzos de los 2000, cada 10 niños muertos en accidentes de tránsito había cuatro fallecidos por lesiones con arma de fuego. Ahora ambas causas de muerte estás en una proporción similar: cinco a cinco.
“Significa que las campañas de prevención, las normas nuevas, la educación fue revirtiendo las muertes por accidente, pero no hubo una misma tendencia respecto a las armas de fuego”, cuestionó la doctora Mas.
En algunos contextos de Uruguay —sobre todo en la periferia de Montevideo, pero no exclusivo de esa zona— las armas pasaron a ser parte del paisaje frecuente, los niños normalizaron el sonido de los tiroteos, y los menores acabaron siendo víctimas colaterales de la violencia, explicó Kierszenbaum.
Algunos sociólogos refieren a que el contacto de un niño con un arma se da a edades tan tempranas que se convierte en un nuevo rito de pasaje de la infancia a la adultez. El Observador había contado los resultados de la investigación “En las grietas del Estado: gobernanza criminal en Montevideo”, la que daba cuenta de cómo el narcotráfico donaba pelotas a clubes de baby fútbol, empleaba a jóvenes, les pagaba a vecinos para llegar a fin de mes a cambio de silencio, o adquiría útiles para la escuela barrial.
“Cuando una banda controla el territorio no usa el método violento, el que suele emplearse con más frecuencia cuando está en competencia, sino que despliega medidas más ‘benevolentes’ asociadas al poder y la compra del silencio: ofrecen viviendas a los vecinos, les ayudan a pagar la luz, donan camisetas o pelotas, comida y emplean a los varones jóvenes en el mercado de las drogas —como repartidores, para vigilar una zona o para conseguir un dato—”, explicó Verónica Pérez Bentancur, doctora en Ciencia Política y una de las responsables de la investigación.
Y donde se da esa “extorsión”, median las armas: “plata o plomo”. Las balas, como dice el cirujano Kierszenbaum, “es raro que se anden perdiendo por ahí como si nada”.