El más grande de los ingleses

Se cumplen 150 años de la muerte de Charles Dickens, genio original en varios niveles

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13 de junio de 2020 a las 05:03

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Un frío día de otoño, Catherine Thomson Hogarth recibió una carta escrita por su marido y fechada el “Martes de mañana, 15 de abril, 1851”, decía: “Mi muy querida Kate: Observa ahora, debes leer esta carta muy lenta y cuidadosamente. Si te has apresurado hasta el momento sin comprender (aprehender algunas malas noticias), confío en que vuelvas y leas otra vez. La pequeña Dora, sin sentir el menor dolor, se ha enfermado repentinamente. Se despertó de un sueño y en un momento se la vio muy enferma. ¡Presta atención! No te engañaré. Creo que ella está “muy” enferma. No hay nada en su apariencia sino un descanso perfecto. Se supondría que ella está tranquilamente dormida. Pero estoy seguro de que está muy enferma y no puedo alentarme con muchas esperanzas de recuperación. No puedo, ¿y por qué debería decirte que sí, a ti mi querida? No creo que su recuperación sea probable. Me gusta salir de casa, no puedo hacer nada bueno aquí, pero creo que es lo mejor quedarme. No te hace sentir bien estar lejos, lo sé, y no puedo reconciliarme conmigo por mantenerte alejada. Forster, con su habitual afecto por nosotros, ha ido a llevarte esta carta y a traerte de regreso a casa, pero no puedo concluirla sin requerirte y suplicarte de la forma más firme, que vengas con perfecta calma para recordar lo que a menudo te he dicho, que nunca podemos esperar estar exentos, en cuanto a nuestros muchos hijos, de las aflicciones de otros padres, y que si –si– vienes, debería incluso decirte, “Nuestro pequeño bebé ha muerto”, debes cumplir con tu deber con los otros y mostrarte digna de la gran confianza que tienes en ellos. Si solo pudieras leer esto paulatinamente, tengo la confianza perfecta de que harás lo correcto. Siempre cariñosamente, Charles Dickens”.

En tiempos intelectualmente pobres como los actuales, en los cuales son cada vez más quienes tienen serios problemas para escribir una frase medianamente correcta, así sea en un mensaje de texto –no hay que culpar a un virus democrático de los peores males del mundo entre los que figura el analfabetismo gramatical–, resulta oportuno traer a colación la permanente genialidad de uno de los escritores más geniales de todos los tiempos, alguien que daba lecciones de maestría en cada página que escribía. Hasta para informarle en una carta a su esposa que la hija más pequeña de ambos había pasado a mejor vida, Dickens era capaz de recurrir a la imaginación del lenguaje y transportarla a un nivel superior. Para exhibir su maestría técnica con esplendor completo, incluí la carta completa en la columna de hoy, pues nunca antes la había visto traducida ni publicada en totalidad en castellano. Es deslumbrante por donde se la mire. Además de ser una lección de escritura –con Dickens siempre hay algo por aprender–, sintetiza la capacidad del lenguaje para hacer hablar a la vida cuando es muy difícil encontrar las palabras correctas para decir lo que el corazón quiere comunicar en determinado momento. Dora Annie Dickens murió el 14 de abril de 1851, horas antes de que su padre escribiera la memorable carta. Había nacido el 16 de agosto de 1850. Ese año Dickens publicó su octava novela, The Personal History, Adventures, Experience and Observation of David Copperfield the Younger of Blunderstone Rookery (Which He Never Meant to Publish on Any Account), más conocida como David Copperfield. Franz Kafka llegó a decir que Amerika, su primera novela, era una simple imitación del libro de Dickens. David Copperfield es la novela favorita de Sigmund Freud. Hay pocas obras literarias con tanta cantidad de frases extraordinarias, desequilibrantes, como la del más extraordinario de los ingleses –la gran literatura es esa frase genial que de cada tanto aparece, dijo Joseph Heller–, la cual sigue siendo faro y usina enorme de aprendizajes para quienes quieran ser escritores y se tomen al lenguaje en serio. En cada una de esas frases, la vida imagina que comienza de nuevo.

Charles John Huffam Dickens, muy posiblemente el mejor prosista que dio la lengua inglesa –junto a William Hazlitt y Robert Louis Stevenson es lo mejor que ha dado Gran Bretaña además del fútbol y los Beatles– murió el 9 de junio de 1870 a causa de una apoplejía. Tenía 58 años de edad y había tenido una vida de novela. Al momento de morir, su fama era internacional, su fortuna enorme, tenía un público que lo idolatraba (llegaron a pagarle 8.000 libras por una gira de firma de ejemplares), y una amante 27 años más joven que él, la actriz Ellen Lawless Ternan, quien lo acompañó a escondidas durante los últimos 13 años de vida del escritor, después de que este se separara de Kate, con quien estuvo casado por 22 años y quien le diera 10 hijos –siete varones y tres mujeres–. Los ingleses pueden ser muy puritanos a la hora de juzgar la intimidad de los demás, genios magnos de la hipocresía maquillada de sonrisas –todo lo opuesto a los franceses, tan libertinos para los anglosajones–, por lo que es frecuente encontrar por aquí y por allá comentarios negativos sobre el estilo de vida del notable escritor en el último período de su existencia, cuando en verdad, considerando la situación con detenimiento y una perspectiva menos prejuiciosa, Dickens no debió pasarla tan mal en compañía de Ternan, viviendo ambos una vida de lujo en la mansión rural de Kent, donde el sol salía antes que en otras partes. 

John Forster, a quien Dickens menciona en la carta citada, es el autor de Life of Charles Dickens, su primera biografía, la cual fue terminada en 1874, cuatro años después de la muerte del escritor. Dicho libro sigue siendo modelo de cómo contar con detalles la vida del otro y al mismo tiempo demostrar que la realidad puede estar a la altura de la ficción creada por el biografiado. A Forster fue a quien Dickens le contó cómo había sido el período más difícil de su vida, cuando a los 12 años de edad debió salir a trabajar obligado por la difícil situación financiera de su familia, con su padre encarcelado debido a las deudas. Esa época de formación lo marcó a fuego y tuvo luego influencia directa en su magistral literatura, resumida en una bibliografía de veintipico de libros. Dickens recuerda: “Todo mi ser se sentía tan imbuido de pesar y humillación al pensar en lo que había perdido que incluso ahora, famoso, satisfecho y contento, en mis ensoñaciones, cuando rememoro con tristeza aquella época de mi vida, muchas veces me olvido de que tengo una mujer y unos hijos, incluso de que soy un hombre”.

Virginia Woolf, la narradora que mejor entendió la época moderna desde las entrañas del lenguaje, creía que Dickens ponía en práctica un sentimentalismo injustificable, de los que terminan cansando y generando rechazo ante la historia que estamos leyendo. Sin embargo, reconoció que David Copperfield era una novela llamada a permanecer. Al cine de Frank Capra (¡Qué bello es vivir!) también lo consideraron en su momento sentimentalista, pero eso no impidió que sea absolutamente contemporáneo, aunque haya sido filmado décadas atrás. Los bienes de la literatura y las artes son siempre de mayor poderío que los males del mundo. Tal vez Virginia Woolf tuvo algo de razón en su juicio reductor respecto a Dickens, aunque olvidó que apelando al sentimentalismo se puede crear literatura perdurable, pues todos en algún momento pasamos por un estado emocional similar, cuando la vida parece no saber lo que ocurre a su alrededor (como en los días del presente), pero igual se emociona, o se emociona porque quizá sabe muy bien lo que pasa. 

Lo mismo que los grandes maestros del entretenimiento por escrito, Dickens es uno de esos fuera de serie, capaz de mantener a la audiencia interesada en aquello que cuenta, de allí que escribiera sus historias por entregas, haciéndoles cambios de acuerdo a las reacciones que los lectores pudieran tener. También en esto fue un adelantado en el mejor sentido de la palabra; intuyó que en la época moderna los gustos son una cosa extremadamente cambiante, y que es tarea del escritor generar orígenes y ejercer un estilo innovador, sin seguir efímeras modas pasatistas de las que pronto se olvidan.

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