No se requiere un gran esfuerzo intelectual para advertir que la campaña –ponele, dirían los tuiteros– del gobierno está construida de relatos, frases, autopercepciones y retórica descalificatoria y difusa. No de propuestas, pese a su programa denso y vacuo.
Sin poder confesar su único proyecto económico, el aumento y ampliación de impuestos sobre los patrimonios y la creación de nuevos tributos sobre el capital, apela a frases como la de Daniel Martínez, que sostiene que no aumentará la carga impositiva, pero de inmediato agrega que sí cambiará los sujetos y objetos de los gravámenes, que anticipa progresivos, o sea confiscatorios, porque lo que castigará es en definitiva el ahorro de los particulares. Cambia las víctimas e insiste en el concepto de impulsar el consumo, un voluntarismo inviable.
Su plataforma programática es, realmente, una mera formalidad. Lo que cuenta son las decisiones del plenario, que ha marcado un rumbo anticapitalista inexorable, antiempresa y de privilegio de las libertades propias en detrimento de otras libertades y derechos de igual rango. Por eso también es sabido que si ganase aplicaría lo que diga su colectivo rector, que no funciona bajo principio democrático alguno.
En esa posverdad, afirma que una parte del batllismo lo votará en segunda vuelta y ataca a Talvi usando la intifada chilena orquestada. Fogonea a Cabildo Abierto para restarle votos al PC, y simultáneamente sostiene aviesamente que Manini Ríos bien puede ser el ministro del Interior de Lacalle Pou, ensaladas de palabras que merecen la desmentida de los afectados, que no gozan de la misma repercusión en el periodismo, en buena parte endémicamente de izquierda.
Agita ahora una remontada heroica que hasta hoy no pasa de un esfuerzo dialéctico-estadístico basado en lo que le gustaría que ocurriese y en extrapolaciones históricas. Busca así despertar entusiasmo propio y alguna adhesión ajena, que no puede lograr con su prédica. A último momento pone su esperanza en el efecto negativo que podría generar sobre el PN el diálogo bajo e impune del intendente Moreira con una expareja resiliente, que es una muestra de cómo se aumenta el gasto público y de por qué el plan de ahorro de Lacalle Pou es factible.
En esa línea de relato, vuelve a poner el ejemplo de Macri y su fracaso, que como sostiene esta columna desde hace 4 años, no hizo ninguno de los cambios de fondo que necesitaba Argentina, salvo el de financiar el populismo con más deuda, y nada hizo para desmontar el estatismo fatal. Fracasó por parecerse al kirchnerismo que tanto ama el Frente Amplio, no por diferenciarse.
Siguiendo con la construcción irreal de que “todos los partidos harán más o menos lo mismo si ganan”, que han ayudado a consolidar economistas y analistas de buenas intenciones pero de poca reflexión, el oficialismo trata de mostrar a Daniel Martínez como una figura de centro, para colocar como odiada derecha a todos sus oponentes. Hace falta un enorme esfuerzo de creatividad para defender tal concepto, pero siempre se puede confiar en la inocencia de los votantes.
En ese mismo orden de ideas, hasta se sostiene que en esta elección se votará por dos estilos de capitalismo. Se está abusando de la dialéctica. El Frente Amplio no tiene nada que ver con el capitalismo. No tiene derecho a disfrazarse de capitalismo, que es sinónimo de liberalismo en su definición más clásica, antes de que Marx cambiara un nombre por otro para devaluarlo y execrarlo. El Frente es anticapitalista en cada una de sus ideas y de sus odios, en cada uno de sus partidos integrantes, en lo económico y en lo político.
Se advierte en los cambios que paulatinamente se han ido introduciendo en la legislación, que eternizan el gasto del Estado y su burocracia, que postergan los derechos de propiedad de los empresarios, el derecho a trabajar, el derecho de los futuros gobiernos a hacer los cambios que la decisión democrática les encomiende. Se advierte en la fanática y desembozada defensa del régimen dictatorial asesino chavista y sus brutalidades sociales y económicas.
No es capitalismo por el sistemático odio a la empresa e inversión privada, más allá de las declamaciones; por la tendencia a querer combatir la desigualdad como si ésta fuera un delito de los exitosos; por la vocación de castigar ese éxito con impuestos, confiscaciones y trabas; por su amor al Estado que determina salarios y tarifas y reparte beneficios, exoneraciones o castigos según su voluntad omnímoda; por la destrucción del empleo privado y la educación.
No lo es por su constante traba a la apertura comercial, presupuesto fundamental para el crecimiento y el bienestar, y por la influencia metademocrática del trotskismo sindical que ejerce su derecho de huelga contra el estado mismo, un totalitarismo incongruente, además. A menos que se caiga en la contradicción de hablar de capitalismo de estado, otra pirueta dialéctica, o del concepto fascista de asociación entre el estado y las empresas, un formato siempre corrupto y siempre ineficaz.
Por eso, ante la sola posibilidad de perder el poder, también alguna parte del periodismo está empezando a hablar de la resistencia activa del Frente y sus otras personalidades, como el PIT-CNT, las masas populares conducidas y la propia estructura burocrática del Estado, algo parecido a lo que hace el peronismo en Argentina. O a lo que ocurre en Chile o en Francia, en cuanto los gobiernos legítimos intentan acciones de racionalidad económica.
No hay dos capitalismos. Hay una grieta insalvable entre los que producen, crean y arriesgan y los que se sienten con derechos a vivir del resultado de ese esfuerzo vía el estado generoso repartidor de bienes y ahorros ajenos. Eso es lo que se empezará a dirimir democráticamente el domingo.