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El milagro de la memoria

Mi madre murió a los 89. En los últimos años fallaba su memoria inmediata, hasta que perdió por completo la capacidad de generar nuevos recuerdos
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03 de marzo de 2019 a las 05:00

Mi madre murió a los 89. En los últimos años empezó a fallar su memoria inmediata, hasta que cerca del final de su vida perdió por completo la capacidad de generar nuevos recuerdos. 

En esos días la fui a visitar. Era un domingo de otoño y la llevé a almorzar a un restaurante en Villa Dolores. Hacía un buen tiempo que no salía de su casa y la idea le pareció estupenda. La cara se le iluminó con una sonrisa de niña desde que salimos hasta que volvimos. 

Durante el viaje en taxi admiró cada detalle del paisaje arquitectónico como si estuviera descubriendo la belleza de la ciudad en la que había vivido durante casi nueve décadas. Cuando llegamos no había mesas disponibles y nos sentamos en la barra a esperar.

Todo le parecía maravilloso, desde la forma en que las botellas del bar reflejaban la luz hasta la madera de la barra, las copas y el sabor del Oporto. Hablamos de minucias de diversas épocas, como si estuviéramos hojeando un álbum de fotos.

Al rato nos sentamos a comer y ella probaba cada bocado como si estuviera disfrutando de un manjar. Era feliz de una manera tan simple y serena que me contagió de un optimismo esencial. Después del postre se sintió un poco cansada y volvimos.

Estamos hechos de tiempo, es nuestra esencia. Si no podemos generar recuerdos, la vida no tiene dirección ni sentido. Es una serie de momentos y ni siquiera una serie sino un archipiélago de momentos en un  océano denso y oscuro.

Se acostó a dormir la siesta y yo me quedé. Me hice un café y me quedé pensando en el almuerzo. Pensaba que mi madre tenía razón: hay tantas cosas lindas para recordar que se puede ser feliz toda la tarde. Solo basta sintonizar la memoria en la estación correcta y sentarse a escuchar. Y salir a comer es una aventura y Montevideo tiene una magia muy peculiar, cómo no.

Y entonces escucho la voz de mi madre desde su cuarto: “¿Nosotros ya comimos?” Sentí la punzada en el alma. El tiempo ya no transcurría en su mente. No había lugar para almacenar nada más.

También tuvo que deshacerse de muchas cosas viejas y optó por desterrar la amargura. Le sacudió el polvo a las habitaciones de su memoria de tal manera que creó un ambiente limpio, luminoso y tibio. Murió unos meses después de aquel almuerzo de otoño.

Me suelen decir que tengo muy buena memoria. Es verdad, en el sentido trivial de la frase. Recuerdo sin esfuerzo situaciones, diálogos, versos, números, fechas. Pero la buena memoria requiere saber olvidar. La sabiduría para elegir qué guardar y qué dejar ir. Ojalá tuviera buena memoria.

Sucedió hace ya algunos años. Es una anécdota tan trivial y sin embargo vuelve a mi conciencia, de forma amable pero tenaz, como si pretendiera hacerse un lugar en mi memoria, crear un espacio propio y permanente.

Al principio lo vivía con una gran tristeza. Pensaba que vivir sin generar memoria no era vivir como un ser humano. Estamos hechos de tiempo, es nuestra esencia. Si no podemos generar recuerdos, la vida no tiene dirección ni sentido. Es una serie de momentos y ni siquiera una serie sino un archipiélago de momentos en un  océano denso y oscuro.

Después llegué a pensar que mi madre había alcanzado aquello de lo que hablan quienes reivindican ”vivir el momento” y que lo hacía despojada de rencores y expectativas y que tenía atesorados los buenos recuerdos y que ellos volverían, cada vez, a iluminar su presente fugaz.

Llegué a pensar que mi madre había decidido –con una sabiduría superior a su conciencia, como un don que le hubiera sido concedido– ordenar su vida de forma armoniosa y dejar atrás el dolor espiritual. Decidió aligerar la carga de ser y consagrar el final de su vida a contemplar un jardín cuidado con esmero, en una eterna primavera.

Quiero creer que ese don fue un premio que obtuvo por mérito propio, pero sé que hubo y habrá demasiadas buenas personas que han muerto y morirán en un inmenso dolor. Lo cierto es que fue muy afortunada. 

Me suelen decir que tengo muy buena memoria. Es verdad, en el sentido trivial de la frase. Recuerdo sin esfuerzo situaciones, diálogos, versos, números, fechas. Pero la buena memoria requiere saber olvidar. La sabiduría para elegir qué guardar y qué dejar ir. Ojalá tuviera buena memoria.

En todo caso, no quiero olvidarme de ese almuerzo de otoño. Aquí lo anoto, por si acaso. 

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