Sabemos poco de él. La primera Navidad lo agarró distraído. Con quince o dieciséis años, desbordante de fuerza, enojo y rebeldía, lo vemos trepando, ya muy entrada la noche, por una colina rocosa y gastada, siguiendo los pasos de una oveja perdida. Demasiado enojado como para prestar atención a los detalles poéticos, canturrea, sin embargo, inconscientemente, la vieja canción: el Señor es mi pastor… es mi pastor… Pero, ¿quién querría ser pastor y para qué?
No: su corazón está en otra parte. Cuántas veces no se ha llegado a la cima de aquellas laderas de piedra blanca; y se ha sentado a soñar, oteando el horizonte, espiando con los ojos y el deseo, las caravanas que bajaban de Siria o subían de Alejandría, y cuyas diminutas lámparas de aceite se encendían y se apagaban lejanamente, al vaivén de sus caballerías… Irse, marcharse, alejarse. Caminar hacia lo desconocido. A la grupa de un camello, por el desierto o hacia el mar… lejos de las ovejas perdidas y de los pozos turbios, y de las guardias interminables de la noche… Tarde o temprano, una de aquellas caravanas acamparía de nuevo en el valle, junto a los pozos de los pastores, y su padre mandaría preparar para ellos muchas ovejas asadas, y le pagarían con telas, con cuerdas y con algunas monedas. Y él escucharía de nuevo hablar “de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches con estrellas…”. Y se iría con ellos, lejos, lejos…
Mientras tanto, un sonido familiar lo devolvió a la realidad: a una realidad oscura, sin estrellas, sin caravanas, sin mujeres de ojos pintados, y sin monedas de oro. No se veía nada. Sólo se escuchaba un balido suave, como el de un corderito que se hubiera perdido en una colina milenaria. Pero justo entonces, antes de que pudiera hacer nada, algo extraordinario sucedió: detrás de la colina, se hizo un resplandor. No como la lumbre de una hoguera o el de una lámpara de aceite, que un poco la ves y un poco la adivinas. Éste era un resplandor claro y repentino, como si el sol hubiera descendido a lo profundo del valle.
Ya que los corderos suelen desconcertarse ante las teofanías, el pastor decidió cargarlo sobre sus hombros, y empezó a bajar hacia el valle. Pero, al llegar al campamento junto a los pozos, la luz se había desvanecido y todo, hombres y ovejas, ibant obscuri sola sub nocte per umbram. ¿Qué había pasado exactamente? Los rediles abiertos, sin vigilancia; las ovejas vagando solas, aunque sin dispersarse… Y de los pastores, hombres y mujeres, casi ni rastro, si no eran aquellas lámparas de aceite titubeantes que se alejaban, como las luces remotas de una caravana, y subían hacia Belén, la ciudad de David. Con el cordero a cuestas, el joven pastor siguió las luces. Su corazón estaba lleno de una alegría aventurera: ¡siempre había querido seguir las luces de una caravana! Cuando ésta se detuvo, al final de las casas, junto a una pared en ruinas que custodiaba la entrada a una antigua cueva, los pastores entraron, acallando sus voces, pues sólo el silencio es elocuente ante el misterio.
Nuestro joven finalmente pudo entrar también, pegado a la pared. Pero allí se encontró con su padre, un hombre fuerte, rústico y severo, que gobernaba con firmeza su pequeño clan familiar. Como siempre que estaba a solas con él, sintió temor, y empezó a bajar el cordero que llevaba en los hombros. Pero el viejo no se lo permitió y, señalándole a los dueños de casa, le dijo:
-Es para ellos.
Entonces, obedeciendo, el pastor se acercó a María, a José y al Niño -representando entonces por primera vez esa figura que todos recordamos en los Pesebres-, y entregó su presente.
En realidad, se sentía ligeramente decepcionado. Después de tanto desearlo, había seguido por primera vez las luces de una caravana. Pero, en lugar de una gran aventura, de oro y de mujeres misteriosas, el camino lo había llevado al aposento de un niño que -envuelto en pañales y con los ojos cerrados-, lloraba y fruncía el ceño, con ese modo cómico y serio de los recién nacidos.
Pensó con cinismo: ¡Qué extraño Salvador!
Tendrían que pasar muchos, muchos años, antes de que el pastor y el niño volvieran a encontrarse. En el transcurso de esos años, tendría que perderse la esperanza. Y el pastor mismo también tendría que perderse, en sus propios deseos, en las dudosas luces que apenas alumbraban, y en las caravanas que no llevaban a ninguna parte. Hasta olvidarse de quién era, y de quién había sido…
Sólo entonces se habían vuelto a ver. Sólo entonces, había podido escuchar, de nuevo, la voz del niño del pesebre de Belén. La voz de Jesús que, en la desolación y en la derrota, le acababa de decir (como si lo del cordero en el pesebre hubiera pasado ayer):
- Hoy estarás conmigo en el Paraíso.
- ¡Qué extraño Salvador! - pensó.
Cuando, unas horas después, dos soldados con unas barras de hierro llegaron hasta él y le rompieron las rodillas, su cuerpo se derrumbó hacia adelante sin otro apoyo que los clavos que atravesaban sus manos, y le resultó imposible seguir respirando. Antes de morir, lo último que vio fue a María, la Madre de Belén, acercarse a él, y besarle con piedad materna, sus pies atravesados por un clavo. Y entonces, cerró los ojos.
En fin, esto es todo lo que he podido saber, sobre el pastor Dimas que, con una oveja sobre sus hombros, aparece en tantos Pesebres navideños, hasta el día de hoy, para nuestra alegría.