Diego Battiste

El puente colgante: investigación y políticas públicas

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07 de mayo de 2021 a las 21:49

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Parece un asunto nuevo. Como suele pasar, está muy lejos de serlo. La teoría política lleva al menos un par de miles de años explorando el problema del vínculo entre conocimiento y política. Eso sí: cada vez que estalla una gran crisis, la discusión sobre el papel que deben jugar “los que saben” para gestionarla mejor, regresa al primer plano. El desastre global provocado por la pandemia COVID 19, en este sentido, no es más que el último capítulo de una serie trillada con muchísimas temporadas y protagonistas cambiantes. Como en Uruguay todos creemos ser especialistas en todo, el debate público sobre cómo manejar la crisis ha sido muy intenso. Pero los científicos nucleados en el GACH, por un lado, y los partidos políticos (en el gobierno y en la oposición), por el otro, fueron los protagonistas estelares. En ese contexto, la discusión sobre cómo mejorar la calidad de las políticas públicas sobre la base del aporte de los expertos ocupó un lugar especialmente destacado. 

Como está lejos de ser un asunto nuevo, hay mucho escrito en las ciencias sociales contemporáneas sobre el uso de la investigación social en las políticas públicas. ¿Qué se sabe sobre el tema? Paso a resumir a toda velocidad. Primero: el puente entre investigación y políticas públicas es estrecho y frágil en todas las democracias contemporáneas. Segundo: el “ruido” en la comunicación entre investigación social y políticas públicas aumenta cuanto más pluralista es un sistema político, es decir, cuanto más dividido está el poder. Tercero: cuatro dimensiones de la oferta de la investigación científica son decisivos: relevancia social (utilidad), timeliness (oportunidad), diseminación (accesibilidad) y lenguaje (claridad). Cuarto: aunque las características de la oferta importen, el factor decisivo siempre es la demanda: los decisores tienden a usar más intensamente en las políticas públicas aquellos resultados de investigación que encargaron expresamente. Quinto: el contacto personal entre investigadores y decisores es fundamental: no hay “puente” transitable sin confianza interpersonal. Las afinidades o rivalidades político-partidarias juegan, en este sentido, un papel clave. Sexto: las estructuras políticas pueden facilitar o dificultar el encuentro entre oferta y demanda de investigación social. 

Este último punto merece un párrafo aparte y un desarrollo teórico adicional. Una rápida mirada por los alrededores ayuda a tomar nota de las diferencias nacionales. No es lo mismo Francia que EEUU. Francia es la cuna del iluminismo, el reino de los intelectuales, el paraíso de la planificación indicativa (en tiempos de Jean Monnet), y más recientemente, de la prospectiva y los “futuribles”. EEUU es la cuna de la democracia presidencialista y de la descentralización, el reino de las asociaciones como narró Tocqueville, el paraíso de los grupos de presión, y más recientemente, de los think tanks financiados por empresas para defender sus intereses. No es lo mismo Chile que Uruguay. Chile con su tradición aristocrática, con su linaje tecnocrático, con sus universidades y sus programas de becas. Uruguay con su tradición democrática y plebeya, con sus partidos y sus sindicatos, con sus mecanismos de democracia directa. En suma. Las naciones pueden distinguirse unas de otras en muchas dimensiones (culturales, sociales, políticas, etcétera). También por sus diferentes regímenes políticos de conocimiento, es decir, por la forma concreta en que está históricamente estructurado, en cada país, el vínculo entre conocimiento y política, entre investigación social y decisiones públicas. 

Puede sonar extraño, o extemporáneo, lo que voy a agregar a continuación. En los tiempos que corren, todos reclamamos, en todos partes del mundo, un mejor uso de la investigación científica en los procesos decisorios. Al fin de cuentas, es la vida misma la que está en juego. Pero ni siquiera en este contexto de angustia deberíamos perder de vista que la democracia no es el gobierno de los sabios. La democracia es el gobierno del pueblo. Por razones de escala, la ciudadanía no gobierna directamente sino a través de representantes seleccionados en elecciones libres y justas. La ciudadanía los elige. La ciudadanía los destituye. Los gobernantes que demuestren haber cumplido mejor sus promesas y haber sabido cuidar a la gente tendrán la oportunidad de ser reelectos. Recién ahí entra la ciencia. Para cumplir mejor las promesas, para cuidar mejor a la gente, es imprescindible que exista un puente lo más amplio y transitable posible entre las dos orillas, la de investigación científica y la de la decisión política. 

Uruguay se destaca en el mundo por la calidad de su democracia y la “vibración” de sus partidos. A lo largo de su historia, aprendiendo de sus errores, seleccionando inteligentemente sus mejores prácticas e incorporándolas en sus instituciones políticas, ha resuelto mejor que otras naciones lo más importante: que las decisiones políticas reflejen el clima siempre cambiante de la opinión pública. A lo largo de este proceso ha ido también moviendo la “perilla” del poder político de los académicos y expertos. Abogados, médicos, ingenieros, economistas, sociólogos, demógrafos, biólogos, entre otros, en distintos momentos, lograron dejar su huella. Pero el puente colgante entre académicos y políticos sigue precisando ser ampliado y modernizado. Aunque hubo encuentros y desencuentros, la experiencia del GACH es esperanzadora y dejará un balance muy positivo. Aunque no tuvo tanta visibilidad, también es estimulante el trabajo de la Comisión de Expertos de la Seguridad Social (CESS) que coordina Rodolfo Saldain. Habrá que aprender mucho de ambas para seguir mejorando la calidad de nuestra democracia. 

 

Adolfo Garcé es Doctor en Ciencia Política, Docente e Investigador en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, UdelaR

adolfogarce@gmail.com

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