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El reloj del general de villiers y La fuerza del asombro

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25 de octubre de 2020 a las 05:00

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El reloj del general de villiers

Querida Magdalena:

Pierre de Villiers no tiene ni la estatura física, ni el carisma del General De Gaulle. Pero, en un Zoom sobre Liderazgo en el que participé anteayer, me pareció un personaje de particular interés. Para introducirlo brevemente, diré que era Jefe del Estado Mayor del Ejército de Francia, cuando en la noche del 13 de noviembre de 2015, un comando radical islámico mató a más de 100 personas e hirió a más de 400, atacando coordinadamente la sala de conciertos Bataclan y otros objetivos en la ciudad de París.

Como responsable de la respuesta a estos ataques, aunque consideraba que las acciones militares no podían por sí solas garantizar la paz y la seguridad, coordinó operaciones muy delicadas en distintos lugares del mundo, particularmente en Siria y en Irak. Pero, entre todas estas responsabilidades, sólo una cosa era capaz de estresarlo realmente… ¡El manejo de su agenda!

Enfermo de eficacia, asumía las más delicadas misiones con el cronómetro en la mano. No le gustaba llegar tarde y cultivaba la puntualidad -la politesse des rois. Pero, al mismo tiempo, se esforzaba en que las cosas sucedieran en el tiempo que él les concedía. Como si el Universo entero debiera plegarse ante la fuerza de su organización.

Una tarde, en Afganistán, mantiene un encuentro con las autoridades de un pueblo. Para evitar caer en una conversación que prevee tan elástica como impredecible, se apresura a poner a vista de todos un reloj en el que ha activado una cuenta regresiva. Y explica, con la mayor amabilidad, que todos -él y ellos- tendrán que atenerse a ese límite. Entonces, el malek, el alcalde o gobernador del lugar, se levanta y, más amablemente aún, detiene el cronómetro. Y dirigiéndose a De Villiers, le dice:

-General, usted tiene el reloj, pero nosotros tenemos el tiempo.

En ese momento, Pierre de Villiers entiende, como en una iluminación interior, que el viejo dicho es cierto y que “el tiempo no perdona lo que se hace sin contar con él”. Que hemos abandonado la estrategia de los tiempos largos, que se adaptan al objetivo, para someternos a la tiranía de los cronómetros.

Y que, entre todos los daños que produce la falta de tiempo, quizás el mayor de todos sea éste: que imposibilita escuchar. El cronómetro ha matado la conversación, porque en una conversación -como muy bien enseñaba nuestro buen y lejano malek-, es esencial que el tiempo lo ponga siempre el otro. Y a menos que lo aceptemos y apaguemos nuestra cuenta regresiva, seremos incapaces de escuchar lo que alguien tiene para decirnos, porque no lo escucharemos como él quiere ser escuchado.

Esto puede parecer la mayor de las futilidades pero, si bien se mira, de ella depende grandemente la convivencia y la paz. Cuando uno es capaz de declinar su reloj y su agenda en favor del tiempo de otro, dos vidas han empezado a ser mejores.

El general De Villiers no está solo. En un simposio sobre Fratelli Tutti, el reciente documento del Papa Francisco, intelectuales de otras tradiciones religiosas coincidían en destacar el siguiente texto: “El sentarse a escuchar a otro, característico de un encuentro humano, es un paradigma de actitud receptiva, de quien supera el narcisismo y recibe al otro, le presta atención y lo acoge en el propio círculo”.

Curiosamente, esta recuperación del tiempo largo y de la escu-cha, no sólo tiene como efecto práctico la comunión entre dos personas -que no sería poco-; sino que, además y sobre todo, íntimamente modifica y mejora al propio escuchador. Como en aquel film de los Hermanos Lumière, El regador regado, el que escucha crea un clima de silencio en el que él también  puede llegar a escucharse a sí mismo, despertando al daimon de la conciencia -del que usted nos ha hablado más de una vez, apreciada Magdalena.

Regresar al tiempo largo de la escucha es volver de lo coyuntural a lo esencial, abandonar el interminable mundo de la táctica, de los medios y del cómo, para conquistar el de las esencias, los fines y el porqué.

La agenda y el reloj no siempre entregan la felicidad que prome-ten. Una vez más, es a través del sacrificio del yo y de sus tiránicas exigencias que nos abrimos al beneficio de ser mejores.

 

La fuerza del asombro

Estimado Leslie:

No se imagina el entusiasmo que me provocan las sorpresas que, cada tanto, me da con sus cartas: ¡un inglés de pura cepa cuestionando las bondades del tiempo regulado y los beneficios de la precisión cronométrica! Hasta hoy, siempre lo imaginé tomando religiosa y puntualmente, todos los días, su five o’clock tea.

Se suele decir que “la excepción confirma la regla” pero, en realidad, éste es un slogan que favorece la pereza intelectual, porque desestima al caso excepcional (tildándolo de “rareza” que no amerita ser considerada) para seguir descansándonos en las pautas que determinan cómo son, o deben ser, las cosas. Por otra parte, el refrán es, per se, un sofisma, porque ciertamente basta un solo caso que contradiga la teoría para que ésta sea razonablemente refutada. Podemos “saber” que todos los cisnes son blancos, pero si encontramos uno negro debemos reconocer que estábamos equivocados. De lo contrario, caemos en el craso error de creer que podemos definir la realidad a nuestro antojo o, peor aún, en la injusticia de ignorar el derecho de las minorías a manifestarse y ser tenidas en cuenta. Así, afirmar que “los cisnes negros son una excepción que confirma la regla” significa negarles su condición de cisnes, simplemente porque no cuadran con la presunción de que hay que tener plumaje de color blanco para serlo. A esta tendencia - ¡tan típica! – se la conoce como “sesgo de confirmación” en las ciencias, y como “tiranía de la mayoría” en la arena política.

La excepción -ya sea el cisne de color negro, o el bibliotecario inglés que se demora en una buena conversación y llega tarde, pero felizmente transformado, a tomarse su ceremonioso té de la tarde- representa una oportunidad para cuestionar y re-pensar nuestros prejuicios o creencias, siempre incompletamente examinadas. Y, entonces, a través del asombro provocado por esas “rarezas”, la realidad va revelándonos su inmensa complejidad a través de sus múltiples facetas.

En alguna novela de Sándor Márai leí que realidad no es lo mismo que verdad: “la realidad son sólo detalles”. Creo que tiene razón Márai porque, a fin de cuentas, la realidad es el escenario en el cual nos encontramos, desde siempre, buscando la verdad. Y por eso es tan fundamental prestar atención a los detalles. Estos son una guía, destellos de luz que nos sugieren el camino hacia lo que tanto buscamos: el sentido, el bien, la verdad, en fin, la vida auténtica.  Y el gesto del malek, así como su carta, Leslie, son ejemplos de ello. Porque, tanto al general De Villiers como a mí, nos sacaron de la zona de confort de las creencias condicionadas para hacernos pensar y amplificar nuestro entendimiento.

Por otra parte, la disposición a escuchar es clave en mi profesión de psicóloga. Todo psicólogo debe practicar la “escucha activa” para reconocer los detalles que surgen en el encuentro con el paciente y en lo que tiene para contarnos. Sin embargo, el encuadre (o contrato terapéutico) nos exige ser un poco como el general De Villiers, con el reloj en cuenta regresiva.

Le confieso que el equilibrio entre la escucha y el cronómetro es una de los desafíos que más me cuesta como psicóloga clínica. Pero en el proceso de superación de esta dificultad he aprendido que en el devenir del tiempo cronometrado se puede experimentar lo que, en El aroma del tiempo, Byung Chul Han denomina “momento oportuno”. Este es el instante en el que el detalle -como el jubiloso “¡Eureka!” de Arquímedes- se nos revela. Y este se puede dar en una hora, cinco minutos o una tarde entera.

El problema no depende tanto del reloj sino, como escribió el Papa Francisco, de la actitud que adoptamos frente a los gestos del otro. El cronómetro, como Cronos a sus hijos, va devorando inevitablemente al segundero. Pero de nosotros depende ser Pierre de Villiers con su reloj, o el malek con su tiempo…

Coincido con usted en que la actitud receptiva, a través de la cual nos prestamos a ser sorprendidos por gestos y detalles que contradicen la regla, exige un sacrificio del yo. Porque es más fácil desestimar la excepción para no tener que pensar o admitir que podemos estar equivocados, que reconocer que la realidad consiste en una pluralidad de porqués, de sentidos, y hasta de esencias. Y, así, sin plegarse jamás, el Universo sí se va desplegando poco a poco ante la fuerza de nuestro asombro. 

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