El triángulo de la tristeza se estrenó este jueves en cines uruguayos
Nicolás Tabárez

Nicolás Tabárez

Periodista de cultura y espectáculos

Espectáculos y Cultura > RESEÑA

El triángulo de la tristeza: así es la polémica película que se burla de los ricos y está nominada al Oscar

La película del director sueco ganó el primer premio en el Festival de Cannes y tiene tres nominaciones al Oscar, incluyendo Mejor película
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21 de febrero de 2023 a las 05:00

Al salir de la sala, no es difícil encontrar las razones por las que la película El triángulo de la tristeza fue elegida como la receptora de la Palma de Oro, el principal premio del Festival de Cannes, en su edición 2022. Ni tampoco por qué hace algunas semanas los votantes de los premios Oscar la eligieron como una de las diez candidatas al galardón mayor, el de Mejor película, además de darle un lugar entre las contendientes a Mejor guion original y Mejor director a su responsable de ambas tareas, el sueco Ruben Östlund.

Estamos en una época en la que el humor es la mejor herramienta posible para contar cosas y explicar situaciones del mundo en el que vivimos. En un momento donde cualquier persona – y hasta ni siquiera se precisa ser una persona real, sino un bot bien programado – puede decir lo que quiera, hacerlo a través de la comedia es una buena herramienta para que el mensaje se difunda, se viralice, se propague. Algo importante hoy no es tener algo para decir al respecto, sino algo gracioso. Aunque después lo difícil es que ese chiste sea bueno, porque si hay algo que no es fácil de hacer, es la comedia.

Con El triángulo de la tristeza, que el jueves se estrenó en los cines uruguayos, Östlund se metía en el campo de la sátira, y eso ya es suficiente para parar la oreja en el mundo moderno. Y en su caso, además, tenía antecedentes como para que el llamado de atención fuera más fuerte.

El cineasta sueco de 48 años se hizo conocido por su excelente uso del humor incómodo y oscuro en sus dos películas anteriores: la genial Force Majeure, en la que un padre de familia abandonaba a los suyos durante una avalancha en un resort de esquí, un episodio que sacudía su vida y servía para discutir de forma punzante la masculinidad. Después hizo The Square, que se burlaba del mundo del arte moderno con mucho tino y con gracia. Con esa película ya había ganado la Palma de Oro y fue nominado al Oscar. O sea que tenía los antecedentes y el cariño de estos eventos prestigiosos, que muchas veces juegan a favor para que uno vuelva a estar nominado.

La otra gran razón por la que sus galardones se entienden es por el tema que trata y el momento en el que la película llega al mundo. Los ultra ricos se han convertido en una de las obsesiones de la cultura y el entretenimiento, algo que tiene su explicación y su reflejo en la realidad. Estamos en una era desigual, de ostentación y de acceso directo a las vidas de estos millonarios. Estos personajes han hecho méritos para ganarse su estatus de villanos, acumulando cada vez más en un mundo que parece ir directo al abismo, o sea que hay también algo de políticamente correcto, o al menos sentirse que uno está del lado del bien al criticarlos.

El tema es que eso que se dice debería tener algo de sustancia.

El triángulo del aburrimiento

La mejor parte de la película transcurre en un lujoso yate

La gran alegoría que es la película empieza en realidad con una larga presentación de temas y personajes que compone la primera de las tres partes en las que se dividen las dos horas y media de duración total. El primer tramo, el más pesado de la trilogía, nos presenta la relación transaccional de Carl, un modelo masculino en horas bajas, y Yaya, una influencer y también modelo que espera convertirse algún día en la esposa trofeo de algún millonario y poder retirarse de las pasarelas.

El vínculo es bastante patético: la pareja está junta porque les sirve para generar movimiento en sus redes sociales, que son una de sus fuentes de ingresos. O mejor dicho, de cosas gratis. Aunque hay algunos dardos certeros al exhibicionismo de estos tiempos y a la cultura de lo visual, donde los cuerpos son herramientas de trabajo rayanas en la explotación, y se producen algunas discusiones entre los personajes sobre el rol del dinero, las diferencias de género y los estereotipos y sobre la naturaleza de su vínculo, hay que bucear para encontrar esas gemas que se pierden entre diálogos llenos de explicaciones y obviedades, como si todo tuviera que estar bien masticadito.

La segunda parte de la historia traslada la acción a un yate – el viejo barco de Aristóteles Onassis, al que Östlund accedió para rodar – que funciona como un crucero para multimillonarios decadentes, en el que Carl y Yaya terminan gracias a un canje publicitario. La pareja pasa de protagónico a ser un ruido de fondo en una secuencia coral, que es la más entretenida de la película, donde su tono caricaturesco y explícito se adueñan de todo y aunque la jugada se hace obvia, termina funcionando mejor.

Aunque por momentos parece que la película es el resultado de una primera lectura de El capital con la que Östlund quedó fascinado, hay acá también algunas de las mejores críticas al mundo moderno, reflejadas en la estratificación de los habitantes y trabajadores del barco (a medida que se desciende las pieles se hacen más oscuras y las condiciones de vida más sufridas), algunos gestos patéticos de los ricachones para lavar sus culpas con los empleados del yate, y un duelo dialéctico entre el capitán, un estadounidense comunista, y un pasajero, un ruso capitalista, que funciona como un buen relato alegórico sobre el triunfo de este último modelo y la ausencia de alternativas posibles y reales.

En la tercera parte el escenario vuelve a cambiar, Yaya y Carl vuelven a ganar algo de preponderancia y hay más comentarios sobre las relaciones de poder, la inutilidad de los ricos, los vínculos empleado-patrón y la explotación. Pero aquí la película vuelve a perder filo y ritmo, hasta llegar a un desenlace abrupto y algo torpe, a pesar de su pretensión.

Mucho (y poco) para decir

La comodificación de los cuerpos, las vanas promesas de igualdad y solidaridad, la explotación de la desgracia ajena, la obsesión moderna con el dinero, las diferencias de clase, la inseguridad masculina, la belleza, el capitalismo exacerbado. La lista de cosas de las que Ruben Östlund quiere hablar en El triángulo de la tristeza es kilométrica y acertada. Son problemas del mundo actual, y está perfecto querer reflexionar o reírse de lo que provocan, porque son parte de las preocupaciones filosóficas que están en el aire.

Alguno de los sablazos del director sueco llega a destino, en buena medida porque tiene los recursos para hacerlo. La película no tiene tacha a nivel técnico, con una justa mezcla de severa austeridad y lujo bien retratado. Actuaciones como la de Woody Harrelson encarnando al capitán borracho del yate o la de Harris Dickinson como el zoolanderiano Carl son puntos altos.

Pero los méritos visuales o actorales son solo parte de un conjunto que en su discurso es más endeble. Tiene tanto para decir que termina diciendo poco. Quiere ser picante, pero el gusto es desparejo. Pero si de gusto hablamos, lo que es cierto es que El triángulo... ha sido divisivo. Y en un tiempo donde se busca el consenso para cada obra cultural que se estrena, que genere debate y puntos de vista diferente, es un gran mérito en si mismo. Quizás lo mejor de la película sea las discusiones que puede generar.

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