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El viejo cowboy baila boleros

La nueva película de Clint Eastwood es una elegía luminosa a la etapa final de la vida humana

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03 de octubre de 2021 a las 05:05

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La imagen de una camioneta pickup Chevrolet de los años cincuenta recorriendo un campo en Texas mientras se escucha de fondo una canción country del viejo estilo (no el pop de estos días), marca la pauta del territorio emocional e imaginario que recorrerá el conductor del vehículo, un personaje cuya edad resulta difícil de determinar, aunque suponemos que ya pasó los 80 y que lo mejor de su vida quedó atrás hace mucho. En el primer diálogo tras el majestuoso prefacio audiovisual y la visión expansiva del paisaje, su jefe le dice que ha llegado tarde. “¿Tarde para qué?”, responde el viejo cowboy que demuestra estar de vuelta de todo. A esas dos secuencias elípticas, la sigue otra a pura imagen, muda, en la que, mediante fotos en blanco y negro contenidas en un álbum antiguo venimos a saber que el cowboy fue una estrella de rodeo, que en una doma un caballo se le cayó encima terminando con su carrera, y que su esposa y su hijo murieron en un accidente. En menos de cinco minutos de metraje, a ritmo de vértigo a la inversa, una acotada síntesis de la historia del vaquero Mike Milo filtra los datos principales de la vida de este, anticipada a modo autobiográfico por la letra de la canción: “Señor, he cometido muchos errores / Pero no quise decir nada malo / Y cuando el sol se pone en la ladera / Las noches pueden ser tan largas / Ahora las habitaciones están todas vacías / Y mi almohada se ha enfriado hasta los huesos / Supongo que nunca es demasiado tarde / Para encontrar un nuevo hogar”.

En lo que dura un video musical, en el mejor comienzo de película en mucho tiempo, Clint Eastwood consigue dar otra lección magistral de cine, como diciéndoles a los directores jóvenes que no pueden salir adelante sin recurrir a efectos especiales que las emociones y el espíritu prefieren la simpleza, cuando de hablar de lo profundo de la vida se trata. El último gran maestro de la era dorada del New American Cinema podrá tener 91 años, andar por el mundo con el cuerpo encorvado y caminar con la lentitud previa a la inmovilidad total, pero vuelve a demostrar, casi con inocente exhibicionismo de posdata, que sabe contar una historia como pocos, y que incluso con casi nada, con un elemental libreto en manos como este, puede dar una lección de cine cuando el cine es lo que importa. Esto no deja de ser admirable, sobre todo por la fidelidad demostrada a un estilo en el que las formas han estado al servicio de una mirada ética sobre las cosas que en apariencia podrán parecer pequeñas y no lo son, pues sin ellas en la lista de prioridades la vida corre el riesgo de ser una inmensa superficie vacía. 

Cry Macho está basada en la novela homónima de N. Richard Nash, co-autor del libreto que comenzó a circular por los estudios de Hollywood a principios de la década de 1980. Primero se lo ofrecieron a Clint Eastwood, quien lo rechazó argumentando que aún era joven para protagonizar al personaje principal, quien debía ser octogenario. La segunda opción en línea fue el legendario Burt Lancaster, a quien le propusieron el papel dos años antes de morir, a los 80, en 1994. Por eso que llamamos las vueltas de la vida, casi tres décadas después el proyecto volvió al escritorio de Eastwood, un año antes de cumplir 90. A ritmo de tortuga se cumplió aquello de más vale tarde que nunca.

Por algo las cosas pasan. A Eastwood, el personaje de Milo le viene al pelo. Parece hecho a medida para el veterano actor y director, quien lo interpreta con una calma y relajamiento ancestral, como si estuviera en el living de su casa actuando para sus amigos, nosotros, los millones que vemos sus películas para saber más sobre la vida, porque las lecciones de esta son interminables. En este aspecto, el filme alcanza su apogeo cuando, con el muchacho sentado a su lado en la camioneta, Eastwood habla de algunas de las cosas que aprendió y que ahora, con la vida escapándosele como agua entre los dedos, rememora en futuro imperfecto. Pero lo bueno es que aquí no hay noche de la nostalgia para ejercer la melancolía. Sin echar de menos lo que le falta, Milo vive en lo único que le queda, en el hoy de ahora mismo, con todos sus presentes coincidiendo en uno solo. Al retratar con precisión de relojero las epifanías domésticas de la senectud, Cry Macho logra momentos deslumbrantes, pues uno no está acostumbrado a que hoy en día el cine ofrezca lecciones de vida aptas para todo público.

Sin embargo, a pesar de las apariencias, esta no es la historia del viejo Viscacha dándole consejos a un adolescente que como gaucho después de la guerra contra los indios anda buscando su lugar en el mundo. Mike es un solitario que en el camino a ninguna parte –la vejez puede ser parecida a eso– ha encontrado a un interlocutor joven que lo escucha, permitiendo con esto que el monólogo tenga apariencia de diálogo e imponga un tono menos grave, como el que Eastwood puso en práctica en la década de 1980 en filmes como Bronco Billy. Precisamente, por su acento moderado, Cry Macho se distancia de la intensidad dramática de dos de las mejores películas del periodo tardío del actor y director, Gran Torino y La mula, en las cuales no había lugar para comentarios como este que Mike le hace al muchacho: “Si un tipo quiere llamar Macho a su verga, por mí está bien”. Ese matiz entre light y sarcástico permite que un hombre al que le faltan nueve años para cumplir 100 pueda decir lo que se le cante sin que sus comentarios suenen cursi, políticamente correctos, o propios de un viejo reblandecido antes de irse a dormir la siesta. Aquí por cierto, seguramente por estar en México y no porque la edad lo haya obligado, el personaje duerme una en el momento menos pensado.

A fines de la era post industrial y de todas las eras post que caben en los días actuales, Eastwood disfruta su vida post héroe a punto de ser post todo. Por lo visto, la transición de una etapa a otra no lo afectó demasiado. Puesto que con admirable fidelidad a sí mismo ha sabido permanecer haciendo lo que hizo siempre, esto es, pensar el cine para que no sea solo una excusa de entretenimiento, la vejez le llegó en forma de vejentud divino tesoro. Así como las solitarias águilas de cabeza blanca rodean a su presa antes de comérsela, Eastwood da vueltas al tiempo que le va quedando y sigue, como si nada, pues para enfrentar a la némesis última de nada vale patalear amparado en el manido lugar común de que la vida es breve. Claro que lo es, pero hay quienes consiguen alterar ese ciclo convirtiendo a la posdata en sinopsis de un nuevo inicio. 

Este road movie, filmado con cromatismos ocres y marrones, es la excusa que Eastwood se inventó para mirarse en un espejo en cinemascope y decir que en esta vida no se trata de ganar o de perder, sino de empezar cada contienda, con sus arduos rounds cotidianos, confiado en que no será la última. Y si lo fuera, aceptar las reglas del juego por lo que son. Eastwood nunca fue de beatificar las miserias de la vida. Por tener un libreto intencionalmente realizado para que triunfe la simpleza, Cry Macho dista, como dije, de estar a la misma altura de las obras canónicas que Eastwood ha venido acumulando como director, Los imperdonables, Río Místico, Los puentes de Madison, Million Dollar Baby, Gran Torino, y La mula. De todas maneras, por méritos propios, sortea airosa los patrones y clichés del cine actual, tan poco empático con las cosas que al alma acechan y permiten que la imaginación se salga con las suyas cuando la realidad apremia. No obstante, a pesar de los altibajos –relacionados casi todos al carácter extremadamente lineal de la trama– esta película, música de cámara, destaca por su nada impostada ternura para hablar a calzón quitado de lo que somos, como si detrás de bambalinas un hombre mayor que dedicó su vida al cine estuviera diciendo, “no sé cuanta nafta me queda en el tanque, pero mientras el auto no se pare voy a seguir, pues las ganas no se han ido ni las ideas tampoco”.

Tras una vida vivida a los golpes, el cowboy nonagenario que se ganó la vida domando caballos forajidos en los que hasta el más perito jinete correría serios riesgos de quedar incapacitado, acepta que la condición de macho le va mejor a un gallo de riña que a un ser humano capaz de emocionarse con Sabor a mí, cantada por Eydie Gorme y Los Panchos (“un bolero es más importante para la humanidad que La Marsellesa o la Internacional Socialista”, dice Oliverio en El lado oscuro del corazón). La masculinidad no tiene nada que ver con andar por la realidad peleándose a golpes de puño o con un Magnum 44 en mano, aunque Eastwood, casi al pasar, como quien no quiere la cosa, dice que a la vejez viruela, y que la edad no debe ser impedimento para seguir disfrutando de la belleza femenina y caer rendido ante su deslumbramiento. No en vano, en lugar de pasar a cuarteles de invierno, Milo elige una mejor opción, como es prolongar los gozos y sombras del crepúsculo de la existencia con una abuela bella y sexi, quien a ritmo de bolero va a enseñarle cómo vivir los días cuando la vida dice adiós para poder así quedarse un ratito más. Solo por esa lección de optimismo a contramano, Eastwood vuelve a pasar la prueba con sote.

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