En la época de mi lejana y añorada infancia –esa etapa fundamental de la vida que nos marca para siempre, como bien señalaba Ernesto Sábato- le llamábamos yoca a una leche fermentada que se hacía en forma casera con unos “bichitos”, como se les decía entonces a las bacterias lácticas empleadas para producirla. Se usaban, ya por los años 50, también las yogurteras, pequeño aparato electrodoméstico. El producto era simplemente un tipo casero de yogur, bastante ácido y más bien espeso, que la sabiduría popular señalaba como aliado del buen funcionamiento intestinal. O sea, como recomiendan ahora algunas presentadoras de TV, para combatir el “tránsito lento”.
Allá por los años 40-50 se extendió la venta comercial de esa cremosa leche cuajada en locales de la Conaprole como el que estaba en 18 de julio y Yí. Allí se ofrecía como novedad un rico yogur combinado con duraznos en almíbar. Después, poco a poco fueron apareciendo diferentes tipos de yogures, cada vez más sofisticados, azucarados, con frutas o vainilla o miel o cereales, más o menos líquidos, incluso descremados y con sabores varios.
En Europa hay diferentes variedades –con diversos grados de consistencia y múltiples sabores- de este producto ya sea con el nombre de yogur, kefir (que para su producción, aparte de lactobacilos, utiliza hongos) o dickmilch o quark o koumis, entre otras, todas ellas especialmente recomendadas para mantener, mejorar o recuperar la flora intestinal y fortalecer el sistema inmunitario del organismo.
Se trata de un alimento difundido desde hace siglos en los Balcanes (especialmente en la antigua Tracia, hoy Bulgaria), Grecia, Asia Menor, Oriente Medio, Asia Central y también en la India. El yogur (este es el nombre, al parecer de origen búlgaro o turco, adoptado por la Real Academia Española) o yógurt o joghurt se hace con leche de vaca, de búfala, de oveja o de cabra. Actualmente se le prepara industrialmente en grandes cantidades agregándole a la leche bacterias lácticas como las Termophilus y Bulgaricus, que aparte de aromatizar el yogur y darle una consistencia cremosa producen ácido láctico, que tiene un efecto benéfico sobre la digestión.
El yogur se puede (y debe) consumir a todas las edades (es ideal para niños y ancianos) y en cualquier momento de la jornada. Refrescante y digestivo en los días cálidos del verano. Tiene un alto valor biológico, contiene más de un 33% de proteínas, así como un 3,5% de lípidos en el preparado con leche entera y un 1,1% en el de leche descremada, buena cantidad de sustancia minerales, entre ellas calcio y fósforo, y vitaminas de los grupos A, B, D y E, entre otras.
El médico y bacteriólogo ruso Ilia Mechnicov (1845-1916), con sus estudios sobre el valor alimenticio y terapéutico del yogur, fue quien impulsó a fines del siglo XIX la difusión de este producto láctico en Europa. Su interés por el yogur lo había despertado la longevidad de los campesinos búlgaros que lo consumían abundantemente desde hacía siglos.
Si bien en nuestro país se ha difundido el consumo de yogures, éstos son casi en su totalidad azucarados y utilizados fundamentalmente en desayunos y meriendas. No es fácil encontrar yogur natural. Sin embargo, en Europa y Asia es habitual el uso de yogures espesos, sin azúcar, en una serie de sabrosos condimentos y platos como ensaladas, salsas, guisos y sopas.
Por ejemplo, un arroz hervido con el agregado de algo de manteca y abundante yogur no azucarado, más alguna verdura o tomate, es un plato rico y muy digerible.
Por otra parte, es posible volver a producir yogur en casa, como se hacía decenas de años atrás. Tampoco es imposible conseguir una yogurtera. Con esa maquinita, leche y los correspondientes fermentos, se puede hacer un yogur casero bueno, bonito y barato. Y terminar con el “tránsito lento”. Quizás hasta vivir algún añito más.
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