Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

En medio de la fiesta electoral y Elogio del político que amamos odiar

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03 de noviembre de 2019 a las 05:00

Estimado Leslie:

En medio de la fiesta electoral

Hoy le escribo en medio de un bullicio que dificulta mi concentración y pone en jaque mi intención de construir un argumento, clave para aquellos que buscamos “pensar por ideas a tener en cuenta”, parafraseando a un reconocido filósofo uruguayo, Carlos Vaz Ferreira.

Como en cada jornada electoral, hoy Uruguay celebra su “fiesta democrática” por excelencia, a la cual estamos todos cordialmente invitados. Un clima alborozado discurre por las calles y se cuela en los hogares donde, desde bien temprano en la mañana, resuena la radio, la televisión, las tertulias familiares y las notificaciones de celulares conectados a múltiples redes sociales.

Éste es, sin duda, uno de mis días preferidos, ya que pocas cosas me deleitan más que ver a un pueblo entero pronunciarse libremente a través del sufragio.  Pero hoy quiero reflexionar con usted acerca de algunos pensamientos que rondaron por mi mente con motivo de la veda electoral, custodia de los límites dentro de los cuales se ampara nuestra libertad para pensar. Le confieso que es la primera vez que me detengo en esto, probablemente porque nunca fui, como ahora, tan consciente de la importancia de darse un espacio y tiempo para el silencio antes de tomar una decisión en la que se juega la continuidad de toda auténtica democracia.

En efecto, la razón de la veda electoral es procurarle a la gente un espacio para la reflexión con el objetivo de evaluar con detenimiento su voto y responder con plena consciencia a su deber cívico más fundamental.  Un tiempo para la ponderación, que es tan justo como necesario en esta sociedad del espectáculo donde estamos más entre-tenidos que atentos, y en la que, como afirmó Guy Debord, “La vida ya casi no se vive, más bien se representa y el consumidor real se convierte en consumidor de quimeras.”

Reflexionando en torno a la naturaleza del Ser (Sein)  -como esencia o verdad de las cosas- Heidegger llegó a la conclusión que ésta se descubre a través de la palabra del silencio. Por esto, en uno de sus versos de juventud (sí, Heidegger era también poeta, además de filósofo) escribe: No titubees más/Agradece y medita/Aquieta la balanza/Atrévete al silencio

En fin, si bien es cierto que no siempre necesitamos la verdad (porque, reconozcámoslo, Leslie: la conveniencia, costumbre o practicidad a veces mandan, ¡y con razón!),  el silencio es siempre condición sine qua non para que ésta nos sea revelada. Mas, ¡qué duro es agradecer y meditar, aquietar el juicio y atreverse al silencio! ¡Qué difícil es pensar!

Una superabundancia de información corre como reguero de pólvora dentro de la “caverna de la hiperconectividad” donde todos estamos al tanto de todo, acerca de cual podemos, también todos, opinar. Más que una democratización de la información, lo que predomina es una propagación desbocada de noticias y la miscelánea de pareceres emotivos que ellas suscitan. Porque cuando se embarullan los contornos que delimitan a la información del conocimiento, y a la atolondrada opinología del argumento pensado, corremos el riesgo de confundir lo razonable con lo absurdo y perder el juicio en una maraña sensacionalista de retóricas rimbombantes.

La información es el alimento del cual se nutre el conocimiento, pero suministrada en dosis demasiado suculentas, dilata la cacofonía y potencia el titubeo. La falta de información nos condena a la ignorancia y el sometimiento, es cierto. Pero su exceso no engendra ninguna verdad ni arroja luz alguna dentro de la caverna en la habitamos desde que Platón imaginó su genial alegoría.

Ya lo dijo Aristóteles: la virtud se encuentra siempre en el aurea mediocritas (dorado término medio).

En este momento está comenzando el recuento de votos. Al final no fue tan duro escribirle. De hecho, pienso que es probable que el alboroto de este día festivo haya sido, a fin de cuentas, un buen estímulo para reflexionar con usted a través de esta carta, y buscar las palabras del silencio con las cuales elaborar mi argumento.

Y ahora vuelvo entusiasmada al bullicio para seguir el escrutinio. Porque, como en el Eclesiastés, siempre hay un tiempo para entretenerse, y otro para reflexionar.

Elogio del político que amamos odiar

Estimada Magdalena:

Se sorprendería usted de la sorpresa que experimenté y, en cierto modo también, del encantamiento que me cautivó, al leer su bucólica descripción de la jornada electoral del pasado domingo en su querido Uruguay.

¿Es el suyo un país de filósofos? No pude menos de imaginarlos sumidos en el respetuoso silencio de la reflexión electoral, poniendo en manos de la razón y la prudencia la delicada decisión. ¡Qué contraste con la enorme tensión, la mutua antipatía y el antagonismo con que defensores y detractores del Brexit acudirán a las elecciones generales del próximo 12 de diciembre, en el Reino Unido!

La reflexión sobre los asuntos públicos no es fácil. No es como despejar la x en una ecuación. La cosa pública y la política son el reino de lo opinable. ¿Es por eso que dice usted que “no siempre necesitamos la verdad”? Creo que sería más justo decir que no confiamos a los políticos la administración de la verdad, sino de lo opinable. Y aunque sólo la verdad nos hará libres, necesitamos sabios que gestionen el mientras tanto.

No puedo imaginar tarea más difícil.

Por un lado, hay muchas cuestiones opinables por causa de la oscuridad del objeto. Ante ellas, con los datos de que disponemos, no tenemos manera de saber si las acciones que proponemos (o sus contrarias) darán los resultados esperados. Pero no podemos no hacer nada: hay que actuar y tomar decisiones. Y al final es difícil estimar si, y en qué medida, lo que resulta ha sido fruto de nuestro esfuerzo o del puro azar.

Ejemplo de estas cuestiones oscuras es el llamado Cambio Climático. No sabemos lo suficiente para entender el resultado de nuestras acciones. Y aunque nos esforcemos en determinado sentido, es posible que eso mismo agrave alguno de los problemas que intentamos resolver. El clima parece todavía, a comienzos del siglo XXI, algo demasiado complejo para que lo manejen los políticos -o los obispos de la Amazonía.

Pero el gobernante promedio continuamente debe lidiar con cuestiones opinables mucho menos solemnes: ¿Hay que poner un retrato de la Reina en cada dependencia administrativa del Gobierno?

¿Debemos declarar el 16 de julio Día Nacional del Fútbol?

En realidad, no importa: decida lo que decida, podrá ser -y será- llamado “burro incompetente” por la oposición. Y así, hay una extensa lista de dominios, reinos, clases, órdenes, familias, géneros y especies de lo opinable. Y en cada una de ellas puede cualquier político errar con más o menos frecuencia. Y así lo hará, si Dios mismo no lo evita.

La gran verdad de lo opinable es ésta: que muchos pareceres diversos e incluso contradictorios entre sí pueden tener los mismos efectos (positivos o negativos).

El pobre gobernante debe vérselas, días a día, no con la Verdad, sino con lo opinable (en minúsculas). Pero, por el mismo precio, está condenado además a padecer continuamente la discusión de sus actuaciones, que muy fácilmente se transforma en crítica sangrienta y despiadada. Hay días en que hasta Boris Johnson nos da pena.

¡Qué difícil es trabajar en los claroscuros de lo opinable y de lo conveniente, lejos de los absolutos! ¡Y qué duro caminar, en este mundo sublunar, en el que hay muchas maneras de acertar y muchas maneras de equivocarse! Aunque más no fuera por eso, los políticos -sí, esos mismos que buscan el poder incluso obscenamente-, merecen un punto de respeto y hasta de afecto.

No debe de carecer de virtudes la persona dispuesta a bajar al terreno impreciso del compromiso y la negociación. Donde todo lo que se gana hoy puede perderse al instante siguiente. Y donde, hagas lo que hagas, la mitad de tus compatriotas te recordará todo el tiempo que eres un idiota.

El momento, a mi juicio, más emocionante del feuilleton de Netflix The Crown, es la renuncia de Winston Churchill como Primer Ministro. La Reina ha preguntado si Anthony Eden estará feliz de asumir el cargo en su lugar. Y sigue este diálogo, más digno de la realidad que de la ficción:

CHURCHILL: Sí, estará feliz. Durante un día o dos, incluso puede que deje de maldecirme. Luego se verá abrumado por un trabajo en el que jamás se tiene éxito…

LA REINA: Entonces, quizás sea mejor no decirle nada de esto, antes de empezar...

CHURCHILL: No, por supuesto que no, Su Majestad.

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