Escenas de la vida encerrada: así se vive la cuarentena en un edificio de Montevideo

Poco a poco, los uruguayos empiezan a encerrarse para detener el avance del coronavirus; así pasan sus primeros días un grupo de vecinos de un edificio de la ciudad

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21 de marzo de 2020 a las 05:03

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La primera es Rosana. Toca el timbre una vez y espera. No responde a la voz que le avisa que enseguida le abren y se queda estática, con las cuentas pagas en la mano. Son apenas pasadas las 20 horas, afuera la calle está un poco más lejos que de costumbre y ella seguro debe de haber visto el cartel en el ascensor recién o hace menos de media hora. No está pegado desde hace mucho más.

Rosana vive en el cuarto piso. Y está preocupada desde hace rato. El temor empezó cuando escuchó que la ola del Covid-19 se cerraba cada vez más sobre Latinoamérica, dejando a Uruguay a la espera del primer caso. Esa misma sensación se recrudeció cuando los primeros contagios se dispararon y vio por la tele como la gente, desquiciada, se tiraba arriba de las góndolas por un paquete de arroz. Nada la asustó más, sin embargo, que sentir al virus picando cerca en su círculo íntimo: el golpazo más grande llegó cuando se enteró de que tres de sus amigas íntimas habían ido al casamiento. Sí, a ese casamiento. Ahora las tres están en cuarentena, habla con ellas de vez en cuando y, mientras, se resguarda con su familia. Pero Rosana no solo tiene miedo; también está enojada. No la menciona, mastica las seis sílabas, pero llega a decir su nombre. ¿Importa? No. Está claro que habla de Carmela.

En estos días la mujer, que tiene 62 y está jubilada, no está sola. Mejor, dice. La compañía ahora es fundamental. Aunque sabe que la convivencia en estos días puede ser difícil, en su casa todavía no han surgido grandes dramas. Vive con sus tres hijos y todos están trabajando desde su apartamento a excepción del más chico que estudia en la facultad y que no está yendo a clases. Nadie sale desde hace cuatro días, y entre todos se cuidan. Nadie, claro, hasta hoy. A las cuentas había que pagarlas y allí fue. Se asomó al mundo con temor, pagó y se volvió. El tiempo que demoró entre el trámite y la charla al pie de la puerta alcanzó para intranquilizar a su hija, que ahora aparece en la esquina del pasillo buscándola. Ella también tiene miedo, pero por su madre.

Antes de recluirse de nuevo quien sabe hasta cuándo, Rosana se da vuelta con una sonrisa a medias. “Es bueno hablar de esto con alguien”.

***

Arlette llama por teléfono. Está bien; era una opción y el número estaba en el papel del ascensor. Es sensato, además. No hay que arriesgarse. Mantengamos las distancias. Y ella es precavida. Precavida e informada. En el edificio lo sabemos: si queremos entender bien lo que pasa en esta mole de cemento ubicada en algún punto de Pocitos, con la que tenemos que hablar es con ella. Y lo bueno es que siempre la vas a agarrar de buen humor y lista para un comentario pícaro. Incluso en la previa de esta situación que parece apenas haber comenzado.

“Hoy salí. No había salido en dos semanas. Mi marido se agarró un resfrío brutal y tiene 89 años, y en este edificio hay mucha gente. Decidimos estar lo más aislados posibles. Solo fui a hacer un mandado y mañana nos vamos para afuera, a la costa. Acá somos cuatro: mi nieto, mi hijo, mi marido y yo. Y la perrita. Yo no pienso salir más en cuando esté allá. Y no vamos a recibir a nadie. ¿Me asusté, sabés?”, dice del otro lado del parlante del celular y tres pisos más abajo.

Rápidamente, Arlette hace un paneo general de la situación de gran parte de los vecinos del edificio. Está conectada y lo hace saber. También habla de las compras, de la avalancha de carros llenos que vio pasar por la ventana del primer piso hace un par de días. Tiene 76 años y hace 56 que vive en el mismo apartamento. Recuerda con voz ligera que la última vez que vio tanta desesperación por una lata de atún, por un papel higiénico, fue después del golpe de febrero de 1973. Lo vio a través del mismo cristal. 

Ahora está provista. Guardaba un litro de alcohol en gel desde hace un tiempo y entre su hijo y una muchacha que la ayuda se abasteció en una farmacia y el supermercado más cercano. Cuando habla de las compras empieza a indignarse. 

“Viste lo que están haciendo, ¿no? El alcohol en gel para la cartera salía $20. Ahora a una amiga mía le cobraron $65. Y un señor llamó a la radio ayer y comentó que le cobraron $820 por un litro. ¡Están locos! A esas personas les tengo menos respeto que a los que te asaltan con un revólver. Se están aprovechando de la situación. De los viejos”, dice. 

***

El aviso en el ascensor, pegado con cinta y escrito con lapicera, dice lo siguiente: “Estimados vecinos. Mi nombre es XX y vivo en el XXX. Soy periodista de XX. Estoy haciendo una nota para el fin de semana sobre cómo vive el edificio la cuarentena. Me gustaría contar con su testimonio. Obviamente, en la nota se va a preservar la privacidad, así que no habrá direcciones ni apellidos y si lo prefieren los nombres se pueden cambiar. Si les interesa, me pueden escribir al 09XXXXXXX o golpear en el XXX. Estoy todo el día ahí”. La última frase está subrayada.

***

En el edificio hay poco más de treinta apartamentos y dos ascensores. La puerta principal da a una calle concurrida de Montevideo que usualmente recibe un intenso oleaje humano y que, en estos días, parece no haberse enterado de que lo mejor para todos es que nos quedemos guardados. Adentro, en los hogares apilados piso a piso, hay de todo: familias pequeñas, familias grandes, ancianos solos, parejas jóvenes, consultorios de psicólogos, consultorios médicos, una pieza subalquilada en la que se enseña pilates y hasta una empresa de software con decenas de empleados que abarca gran parte del último nivel. 

Pero también hay otras cosas. Por ejemplo el pomo de la puerta, metálico y amarillento, que recibe cientos de dedos a diario. O los propios ascensores, en donde la respiración de residentes y visitantes se acumula a pesar de la rejilla de la puerta corrediza. Y también un vestíbulo, en donde tres o cuatro porteros rotan y ven pasar rostros, cuerpos, bolsas de supermercado y las vidas de todos los que formamos parte del complejo.

Luis es el que está en el horario nocturno. En realidad, “estar” quiere decir en funciones, porque desde hace 23 años vive en el apartamento de la planta baja. O sea que estar está siempre. Y ahora más que nunca, porque por su edad –69– y por algún que otro problema pulmonar, uno de los médicos del edificio le recomendó hacer cuarentena. “Pero no me puedo quedar ahí adentro”, dice él en voz baja, mientras muestras todos los recaudos que está tomando: debajo del escritorio tiene dos botellas de Lisoform –ahora se entiende el olor de los ascensores y pasillos–, Agua Jane y una botella de un litro de alcohol en gel, que utiliza para limpiar la puerta principal con un paño. Y sus manos, claro. Se las limpia con constancia. 

Durante el día coincide con Aldo, que tiene 43 años y ocupa su puesto durante la mañana y gran parte de la tarde. Aldo también toma precauciones y, como Arlette, está indignado por los precios: muestra sus manos enguantadas y asegura que le cobraron $48 por el par. ¿Y la gente? “No están saliendo. Ni entrando. Los deliveries casi no aparecen”.

***

El miércoles, Miriam sacó sus manos por la ventana y aplaudió por primera vez. Antes, también a las 10 de la noche, había escuchado las palmas de sus vecinos pero no entendía el por qué. Cuando supo que era un gesto hacia los médicos, se acopló con gusto.

Ella es una de las tantas personas que está sintiendo el cimbronazo del coronavirus en el bolsillo. Tiene 60 años, es psicóloga, las suspensiones de sus consultas ya se le amontonan en la agenda y está evaluando la posibilidad de suspender todas por un tiempo. Y es complicado; de allí sale lo que gasta para vivir. Sabe que una de las opciones que andan circulando es la de las consultas por Skype, pero no es tan fácil. Ya se lo planteó a dos pacientes y ambos le dijeron que no porque no encontraban la suficiente privacidad en sus casas como para hacerlo. Y Miriam se preocupa. Al mismo tiempo que sus ingresos se pausan, a sus pacientes la terapia se les interrumpe indefinidamente. 

No se desespera. Tampoco salió como loca a buscar provisiones cuando aparecieron los primeros casos. Su pareja es el que sale cuando lo necesitan y ella solo baja algunas pocas veces por día a pasear al perro. A sus hijos los vio el domingo pasado, cuando almorzaron todos juntos por última vez. Ahora se queda encerrada y al futuro lo ve entre sombras. Como la mayoría en el edificio –como la mayoría en el mundo– teme las consecuencias económicas globales y nacionales que esta pandemia pueda tener. Ella, y no es la única, ya empezó a sentirlas.

***

Lucía se la vio venir. En enero, cuando apenas terminaba de mudarse al apartamento que ahora ocupa en el octavo piso, los pedidos de China empezaron a interrumpirse y las ventas bajaron. Ella, una diseñadora de 43 años que trabaja con y para el gigante asiático, entendió que la mano venía brava cuando los mails de sus empleadores que le avisaban que la industria del país se paralizaba se le empezaron a juntar. Cuando la ola se extendió al mundo, tampoco es que se extrañara demasiado.

Está encerrada desde el fin de semana. Visitó a su madre, a su novio y se guardó. Consiguió alcohol en gel, toma distancia, ayuda a mantener limpio el ascensor y no ve a sus amigas. Como el resto, la relación con el mundo ahora es más virtual de lo que era hasta el viernes.

Ah, ella también habla de Carmela y de su “irresponsabilidad”, pero deja claro que no cree que sea la única persona que se está tomando esto con ligereza. “En la calle parece como si todo siguiera igual. Muchos critican a Carmela, pero yo les digo a mis amigas: está lleno de Carmelas criticando a Carmela”.

***

El jueves es el primer día que Diego y Nicole, ambos trabajadores de la publicidad, se encierran con sus tres hijos, que tienen 3, 5 y 7 años. Ellos están en el quinto piso y hasta ahora no habían experimentado el encierro. Los niños sí; no tienen clases desde el lunes. La madre dice que tienen para entretenerse porque de todas formas de la escuela les siguen mandando deberes, así que algo es algo. Por la comida no se enloquecen; ya se irán abasteciendo a medida que pasen los días. No consiguieron ni alcohol en gel ni nada parecido.

Así que el jueves es el día. El teletrabajo se transforma en su rutina y mientras los niños tratan de lidiar con las horas, ellos intentan seguir con la vida normal. Pasan las horas y, un piso más abajo, se escucha como las patitas corretean y buscan quemar la energía que, de alguna manera, tienen que liberar. Es el primer día para los cinco juntos. Quedan varios más.

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El último testimonio llega desde los pisos más altos y en la forma de un video de Whatsapp. En él, una familia canta el feliz cumpleaños, y en un plano virtual que sale de un celular apoyado en un parlante y quien sabe a cuántas cuadras de distancia, otra familia hace lo mismo. Ambas proles se felicitan, bromean sobre a quién le tocaba soplar las velas y los niños, que hay y están de los dos lados, aplauden. 

El video lo filmó Tania, que tiene 46 años y sigue saliendo a trabajar –al menos hasta el jueves–, y el cumpleañero es su marido, que tiene 49 y que ya implementó el teletrabajo. En el celular aparecen los rostros de su cuñado y su familia, con quien mantienen las distancias recomendadas a mansalva por cada organismo e institución de este país. 

Ninguna de las ocho personas que componen la escena de un lado y del otro del celular parece tener algún drama con este futuro extraño y digno de Black Mirror. Pero de seguro todos, o al menos los grandes, saben que la vida cambió. Al menos por el momento.

***

El ruido del papel arrastrándose sobre el parqué interrumpe el almuerzo. Los ocho puntos impresos en la hoja están rotulados con el nombre del edificio. La dinámica vecinal se ordena en torno al virus que, al parecer, está en todos lados. Los consejos son sencillos: una persona por ascensor, se restringe el ingreso innecesario al complejo, hay que lavar las zonas comunes, avisar si alguien se contagia, organizar las compras entre vecinos, evitar las visitas a familiares. “Estos son los momentos en los que nos debemos cuidar entre todos”, concluye la carta.

Arriba de todo, en el encabezado, está la fecha a partir de la que estas medidas internas empezarán a regir. No hay fecha ni plazo para levantarlas.

 

*La mayoría de los nombres se cambiaron para proteger la privacidad de los vecinos. 

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