AFP

Evo y Lula no están muertos

Los expresidentes de Bolivia y Brasil como símbolos de virtudes y vicios latinoamericanos

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15 de noviembre de 2019 a las 05:03

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Bolivia tiene una larguísima tradición de golpes de Estado: casi tantos como sus años de independencia.

Hasta fines del siglo XX el tumulto, el “pronunciamiento” militar y las turbas eran factores políticos decisivos (como lo fueron durante las primeras décadas de la historia uruguaya). Incluso uno de los presidentes de Bolivia terminó colgado de un farol en una plaza en 1946, arrastrado por una horda.

Bolivia además ha padecido cierta mirada displicente de sus vecinos latinoamericanos por su pobreza e inestabilidad relativas, o bien una solidaridad paternalista, igualmente ofensiva.

Hasta el Che Guevara, un profeta de la violencia revolucionaria, fue condescendiente cuando eligió a Bolivia como centro de una delirante vietnamización de América Latina. Esa subestimación mesiánica le costó la vida en 1967, tras una patética marcha en la que no logró una sola incorporación campesina.

Entre 2006 y 2019, bajo el gobierno de Evo Morales, un líder de ascendencia indígena, el país desarrolló un proceso socioeconómico particularmente exitoso. Él combinó liderazgo popular, nacionalizaciones y otras reformas económicas y sociales con un manejo macroeconómico relativamente estricto y previsor. Supo aprovechar el enorme auge de las materias primas, que tanto benefició a toda América Latina, pero sin tirar la casa por la ventana.

Parte del crédito se lo llevó su ministro de Economía, Luis Arce, a quien algunos llaman “un neoliberal que no ha salido del closet”. Durante mucho tiempo él le indicó a Evo hasta dónde podía llegar, en la creta de las grandes exportaciones de gas, minerales y soja, sin caer en la quiebra y la postración.

Bolivia carga el yugo de una sociedad estratificada, clasista y racista, que mal tolera a alguien como Evo, salido de los márgenes. La vieja oligarquía, incluso los militares, esperaban el mal paso de la nueva clase gobernante.

Al fin, fue el propio personalismo del líder lo que arruinó el proceso, como ha ocurrido tantas veces.

Evo Morales, quien tiene 60 años, quiso gobernar para siempre, de un modo u otro. Se valió de su gran popularidad para cambiar las reglas a su antojo, como tantos mesías latinoamericanos, y fue vaciando las instituciones de contenido y legitimidad.

Violó su propia Constitución, vigente desde 2009, su propio referéndum, que le negó una cuarta reelección, y se aferró a un fallo absurdo de la máxima corte de justicia para candidatearse hasta la náusea. Fue una forma de golpe permanente. Luego, como broche, regenteó unas elecciones harto dudosas.

Por fin un golpe acabó con su periplo (al menos por ahora, pues en América Latina los caudillos populares suelen volver, y más si han sido victimizados).

El caso del gran líder brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, salido de la cárcel este viernes 8, tiene algunos rasgos comunes con el de Evo Morales, aunque también es muy otra cosa.

Lula gobernó entre 2003 y 2010, e introdujo reformas sociales significativas, que continuaron el proceso de modernización de Brasil que, en el plano económico, empujó Fernando Henrique Cardoso en los años ’90.

Lula cumplió sus dos mandatos y se fue, escrupulosamente, tras dejar el gobierno en manos de su protegida, Dilma Rousseff. (Es muy probable que el viejo líder sindical, ahora de 74 años, planeara retomar la posta en 2019, después que Rousseff gobernara los dos períodos que permite la Constitución).

Lula no pretendió gobernar para siempre, como ha hecho tanto caudillejo latinoamericano, sino más bien consolidar un proceso liderado por el Partido de los Trabajadores (PT), valiéndose de la más amplia coalición imaginable.

Fue precisamente la trama de sobornos a gran escala usada para mantener esas alianzas, en el marco de la enorme corrupción que Brasil padece desde siempre, la que acabó con el ciclo del PT.

Bajo Dilma Rousseff la economía del país se desbarrancó: no avanzó un metro más allá del auge de las materias primas. Un gigantesco déficit fiscal, que aumentó hasta 10% del PBI para obtener la reelección en 2014, llevó la deuda pública a las nubes. En 2016, cuando Dilma Rousseff fue depuesta, la economía llevaba dos años de grave recesión y el desempleo superaba el 11% (luego siguió hasta el 13%, antes de remitir un poco).

Rousseff fue destituida por una banda heterogénea de oportunistas, con su vicepresidente Michel Temer cual mascarón de proa, que sin embargo se valió de mecanismos perfectamente constitucionales.

Paralelamente Sergio Moro, un desconocido juez de Curitiba, inició en 2014 la operación Lava Jato (hidrolavadora), que barrió con las cabezas de la clase política y empresarial de Brasil, y de una parte de América Latina. Moro y un grupo de policías, entonces héroes intocables, hicieron más contra la corrupción y el jeitinho brasileño que todo lo que se había hecho durante dos siglos de vida independiente.

Moro tiró de una pequeña cuerda y destapó el saqueo de la petrolera semiestatal Petrobras y de las obras públicas, una de las tramas de corrupción más gigantescas de la historia, para financiar vidas privadas y carreras políticas. Involucró a Lula en ese y otros asuntos y lo metió preso en abril de 2018, con lo que también lo sacó de la carrera electoral de ese año, en las que tenía todas las de ganar.

Pero Moro también se extralimitó en el Lava Jato, cometió irregularidades y prejuzgamientos y luego usó su gigantesco prestigio como trampolín político, hasta convertirse en ministro del ultraderechista Jair Bolsonaro. Al fin, el héroe era vulgar. Habrá que ver cuál es el balance final de su carrera.

Ahora, después de 19 meses de cárcel, Lula proclama “estoy de vuelta” y arremete contra Bolsonaro. Se convierte así en un líder opositor de hecho, con un discurso radical, para reunir a la izquierda brasileña, que estaba a la deriva y sin ideas.

Pero Lula siempre fue pragmático. En el futuro, al acercarse un nuevo período electoral, es muy probable que modere su actitud para ampliar la base, articular a la oposición y recuperar parte de los votos que se llevó la ultraderecha. Paralelamente, librará una batalla judicial completa para dejar su ficha limpia y eventualmente competir en las elecciones de 2022.

La turbulenta América Latina es fantásticamente fértil para producir mágicas novelas y caudillos duros de matar.

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