Leonardo Carreño

Ignatius y El comienzo y el final

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03 de enero de 2021 a las 05:00

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Querida Magdalena:

Ignatius

Una mañana del verano de 2012, una llamada telefónica nos anunció que, a los 24 años y de manera inesperada, había muerto Ignatius, el hijo mayor de unos grandes amigos nuestros.

Durante algún tiempo, habíamos tenido la suerte de pasar muchas tardes de domingo con Ignatius. Lo íbamos a buscar después del almuerzo, en aquel añoso Land Rover Defender que aún hoy mi mujer añora; y lo devolvíamos después del té. Durante esas 3 o 4 horas, más que nada paseábamos, le cantábamos, o nos sentábamos a ver con él alguna de las películas de Disney (especialmente La Sirenita).

Todo tenía que estar muy bien pensado y medianamente bien ejecutado ya que, al ser Ignatius autista (con algunos trastornos de la conducta bastante severos), era muy importante crear rutinas que él pudiera reconocer y le ofrecieran un entorno amigable. Si por lo que sea, algo salía mal -y a menudo era difícil saber por qué había salido mal- Ignatius podía tener una crisis de sufrimiento y angustia de consecuencias difíciles de manejar. Y las crisis con frecuencia requerían tacklear a Ignacio con fuerza para evitar que se lastimara a sí mismo, o lastimara a otros (incluyéndote a ti). Por eso, dependiendo de los días, la experiencia de un paseo con él incluía altas dosis de energía física y podía resultar agotadora. En estas lides, muchos en casa fuimos beneficiarios de golpes o “abrazos” o tirones de pelo homéricos (de esos que te hacen temer por tu cuero cabelludo), de los que era difícil desasirse, hasta que Ignatius se relajaba y salía de su angustia y podía aflojar su inmensa fuerza constrictora.

Aunque muchas veces todo transcurría sin incidentes dignos de reseñar, he querido dar esta imagen un poco exagerada de los domingos con Ignatius, porque la exageración es un buen recurso narrativo, pero también porque estar con él era vivir en perpetua vigilia: cualquier cosa podía estar siempre a punto de suceder. Y eso, en el marco bien delimitado de unas pocas horas semanales. Pero para sus padres, el resto de las horas eran la vida entera: el día a día, la noche a noche, y el minuto a minuto. Fueron 24 años de una dedicación física y psicológica absoluta, con todo el cariño, todos los cansancios y todos los sacrificios. De hecho, cuando a mi mujer se le ocurrió la idea de los paseos dominicales, el objetivo único fue que nuestros amigos tuvieran, aunque más no fuera, la posibilidad de una pequeña siesta semanal.

Entonces puede sonar extraño -a mí mismo me lo parece- lo que ahora diré, y es que durante aquellas tardes con Ignatius, con tirón de pelo o sin él, me sucedía algo que me ha sucedido muy pocas veces en la vida: tener conciencia plena y actual de que, de todas las cosas que eran importantes para el presente y el futuro del mundo y de la humanidad, yo estaba haciendo la mejor: exactamente aquella que el mundo y la humanidad y el amor y la justicia requerían de mí.

Por extensión, me hizo entender también el valor de las horas perdidas en la atención de nuestros hijos: tantas canciones de cuna y tantos cuentos de osos perdidos en el bosque, tantos pañales cambiados y vueltos a cambiar, tantas cosas intrascendentes que eran, en realidad, las más importantes, las únicas importantes…

Y lo que más encuentro extraño en todo este asunto es cómo algo que produce tanta plenitud y felicidad, puede estar, al mismo tiempo, tan objetivamente fuera de nuestro control. Porque nuestra amistad y nuestro cariño con Ignatius tenía ese marco: si lo querías, tenías que aceptarlo como una caja de sorpresas, pero ninguna de esas sorpresas la habrías elegido, si hubieras podido evitarlo.

De esto mismo habla, en un escrito autobiográfico muy conocido, Manuel García Morente, un filósofo español cuyos libros trajo María de su biblioteca a la nuestra. Se da cuenta de que determinados acontecimientos decisivos de su vida suceden “sin la más mínima intervención de mi parte… algo o alguien distinto de mí hace mi vida y me la entrega, me la atribuye”.

Cuando Ignatius murió, aquel don se hizo, de repente, visible. Con la misma plenitud con que se nos había dado, nos fue quitado. Y ahora solo nos queda esperar que, como decía el Capitán Miller en Rescatando al soldado Ryan, al final nuestra vida haya sido digna del don recibido.   

El comienzo y el final

Estimado Leslie:

Como dice mi maestro de yoga, en esta vida todo tiene su comienzo, y también su final. Esto lo comprobamos todo el tiempo (y no sólo mientras sostenemos una “asana” que desafía los límites de nuestro equilibrio físico y mental). Sin embargo, la efimeridad nunca es tan patente como en esta época, cuando nos despedimos de un año que concluye para recibir otro que está por comenzar. Revisiones, balances, expectativas y proyectos; cada Año Nuevo representa una oportunidad para recordarnos que la vida es una sucesión de acontecimientos que a veces podemos, y otras no podemos controlar.

La sabiduría para distinguir entre lo que depende y lo que no depende de nosotros la enseñaron los filósofos de la escuela estoica desde el siglo III A.C. Ellos creían que la infelicidad humana es alimentada por preocupaciones innecesarias, y por eso es importante saber reconocer qué cosas realmente ameritan, no nuestra preocupación, sino ocupación. En consonancia con la famosa “Oración de la Serenidad” (incluida en el álbum Re-ac-tor de Neil Young, en el programa de los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos, y en la taquillera serie de Netflix, Dark), los estoicos concebían a la serenidad, para aceptar lo que no puedo cambiar, y a la fortaleza espiritual, para hacerme cargo de lo que sí puedo transformar, dos virtudes fundamentales para tener una vida plena y feliz.  Sin embargo, como en tantos otros asuntos, esta es una verdad fácil de reconocer, pero más difícil de practicar.

En su carta usted habla de la importancia de algunas cosas generalmente estimadas intrascendentes. Y tiene razón, Leslie, porque esas cosas (como leerles cuentos, cantarles canciones de cuna o cambiarles los pañales a nuestros hijos) no tienen nada de banal. El problema es que estamos acostumbrados a concebirlas como obligaciones elementales que toda madre y padre deben cumplir. Así, trivializamos gestos que por ser relativamente previsibles no llaman ipso facto la atención, aunque sean la piedra angular de la futura autoconfianza y autoestima de nuestros hijos. Si la trascendencia se mide en función de las consecuencias que un hecho o gesto genera, entonces pocas cosas tan trascendentes como las huellas que dejamos en nuestros hijos a través de gestos como aquellos, tan ordinarios como significativos.

Por eso me parece tan notable el insight que me relata en su carta, ya que al darse cuenta de que durante aquellas tardes con Ignatius estaba haciendo lo mejor, o lo que debía hacer en nombre de la justicia, la humanidad y el amor, usted demuestra poseer la sabiduría para reconocer la diferencia entre lo que depende y no depende de nosotros. A primera vista esto puede parecer una mera perogrullada, pero lo cierto es que tendemos a subestimar los pequeños gestos cotidianos y rutinarios, mientras ocupamos nuestra mente con asuntos más “trascendentes” que no está en nuestras manos cambiar. A esto apuntaban los estoicos cuando enseñaban la importancia de saber distinguir, parafraseando a Epicteto, las “dos asas de todos los asuntos de la vida; la que podemos manejar y la que no”.

Si en vez de ocuparse de llevar a pasear a Ignatius todos los domingos de tarde después del almuerzo, sólo se hubiese pre-ocupado por la perpetua vigilia de sus amigos, su impronta en la vida de Ignatius y sus padres no hubiera sido tan significativa. Porque no está en las manos de un bibliotecario inglés el encontrar la cura contra el autismo, pero sí la de ofrecerle a Ignatius la posibilidad de pasear o ver La Sirenita aquellos domingos de tarde, mientras sus padres dormían su pequeña siesta semanal. 

Coincido, en parte, con García Morente en que los acontecimientos más decisivos de la vida suceden sin intervención de nuestra parte. Y digo “en parte” porque lo decisivo, tanto para bien como para mal, no radica en los acontecimientos en sí, sino en la actitud que adoptamos frente a ellos. Porque de la caja de sorpresas a veces surgen cosas lindas, que aceptamos gustosamente. Pero la vida también nos sorprende a veces con acontecimientos que no hubiéramos elegido jamás. Y entonces importa la sabiduría para reconocer cuándo debemos aceptar lo inevitable (sabiendo que “nada es para siempre” en esta vida), y cuándo es nuestro deber actuar para generar el cambio justo y necesario que transformará la historia, ya sea en su comienzo o en su final

 

 

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