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La actual crisis de la Iglesia Católica

La Iglesia Católica ante un nuevo desafío
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27 de septiembre de 2018 a las 05:00

Por Bonifacio de Córdoba 

La Iglesia Católica está conmocionada por la tercera gran ola de revelaciones sobre abusos sexuales de menores por parte de sacerdotes, después de las de 2002 y 2010.
El abuso sexual es siempre un crimen odioso, más aún cuando la víctima es menor de edad; y, si el abusador es sacerdote, el abuso sexual es especialmente abominable. El sacerdote abusador abusa también de su ministerio sagrado y de su posición de autoridad en la Iglesia. Los fieles católicos aplaudimos los esfuerzos justos para erradicar de nuestra Iglesia esa plaga tan sucia y dañina. La investigación más amplia del fenómeno de los abusos sexuales de menores por sacerdotes católicos es el John Jay Report de 2004, elaborado por un Colegio universitario de Justicia Criminal de Nueva York. Ese reporte de 291 páginas, disponible en Internet, analiza todas las denuncias no retiradas ni desmentidas de abuso sexual de menores por parte de sacerdotes católicos en los Estados Unidos en el período 1950-2002. El total de sacerdotes denunciados fue 4.392 (el 4% de los sacerdotes activos en esos años) y las denuncias correspondieron a 10.667 individuos.

El 22% de las denuncias se referían a violaciones o intentos de violación. De este estudio se puede extraer conclusiones válidas también en otros países, dado que la llamada (de modo impreciso) “pedofilia en el clero” tiene características parecidas en muchos sitios.
Aunque la prensa se ha ocupado mucho más de los casos de abuso sexual cometidos por sacerdotes católicos que de los demás casos (mucho más numerosos), el abuso sexual de menores no es un problema exclusiva ni principalmente católico.

Se da en proporciones similares en todas las comunidades religiosas y en los grandes grupos profesionales. A menudo se intenta explotar esos abusos en clave anticatólica, con la intención de desacreditar a la Iglesia y privarla de autoridad moral para seguir enseñando su doctrina, que es un excelente antídoto contra el veneno de esos y otros crímenes. También el abuso de los abusos sexuales es muy negativo: privar a una víctima de su fe y de su esperanza no es menos grave que privarla de su virginidad. La evolución histórica del fenómeno es clara: el número de incidentes, relativamente bajo en 1950, creció mucho en los años ‘50 y ‘60, alcanzó un pico en los ‘70, decreció fuertemente en los ‘80 y ‘90 y volvió en 1995-2002 al nivel de 1950. Después de 2002 los casos denunciados siguieron bajando. Sin embargo, la gran mayoría de las denuncias son posteriores a 1990. Esto se explica por qué muchas víctimas presentan sus denuncias ante las autoridades eclesiásticas muchos años después de los hechos denunciados.

En cuanto al manejo de las denuncias, hubo un poco de todo, pero en la mayoría de los casos los sacerdotes con acusaciones fundadas fueron suspendidos o destituidos. Aunque con lentitud, errores y dificultades, es innegable que la Iglesia Católica ha obtenido resultados importantes en su lucha contra la pedofilia en el clero. Entonces, ¿por qué sigue en la mira por escándalos sexuales? Indicaré dos razones, una de ellas inquietante.

La primera razón es una suerte de inercia: los frecuentes casos del pasado siguen dando que hablar. Por ejemplo, un reciente reporte de un Gran Jurado de Pennsylvania analizó las denuncias de abuso sexual de menores por parte de 300 sacerdotes católicos en ese Estado a lo largo de 70 años. Empero, la gran mayoría de esos sacerdotes ya han muerto o han sido expulsados del estado clerical.  
La segunda razón tiene que ver con un dato clave del John Jay Report de 2004 que fue corroborado por otros estudios pero en general ha sido ignorado, minimizado o malinterpretado por la prensa: el 81% de los menores abusados por sacerdotes eran varones. Por “corrección política”, se ha tendido a ocultar o negar la importancia del componente homosexual del problema de la pedofilia en el clero.
Hasta ahora la Iglesia abordó ese problema desde una óptica algo estrecha, centrándose tanto en los abusos sexuales de menores que descuidó el problema de la mala conducta sexual de un grupo de clérigos bastante más amplio que el de los sacerdotes pedófilos.

El reciente y explosivo ViganòGate ayuda a tomar conciencia de que, mientras la Iglesia combatía los abusos sexuales de menores, siguieron creciendo dentro de ella verdaderas redes de sacerdotes homosexuales que se apoyan y encubren entre sí. Este encubrimiento no siempre se limita a su doble vida y sus violaciones sistemáticas del celibato sacerdotal, sino que a veces se extiende a crímenes cometidos por algunos de ellos con inclinación pedófila. Curar esta segunda herida de la Iglesia, hasta ahora tan oculta, es importante en sí mismo, pero también para contribuir a sanar la herida de la pedofilia en el clero. Además, la red de complicidades se extiende a muchos sacerdotes u obispos “progresistas” que comparten con el lobby homosexual el deseo de cambiar radicalmente toda la moral sexual católica. 
Dentro de la tristeza general del asunto, los acontecimientos recientes son paradójicamente un motivo de esperanza.

Curar esta segunda herida de la Iglesia, hasta ahora tan oculta, es importante en sí mismo, pero también para contribuir a sanar la herida de la pedofilia en el clero.

En estos tiempos del #MeToo, se está generando una especie de #CatholicMeToo, que no se limitará, como hasta ahora, a denunciar los abusos de menores, sino que abarcará todas las formas de acoso sexual o conducta sexual inapropiada, incluso entre adultos. Esto ayudará a la Iglesia a fortalecerse y enfrentar con mayor decisión sus problemas.


Termino con una profesión de fe personal: creo firmemente que, pese a todos los pecados de sus miembros, la Iglesia Católica es siempre la esposa de Cristo, hecha santa e inmaculada por su divino esposo: un nosotros divino-humano que es santo porque Dios es Santo. l

 

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