Diego Vila

La democracia uruguaya celebra los 50 años del Frente Amplio

Es imposible dar cuenta del excelente desempeño de la democracia uruguaya sin registrar el papel del FA

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06 de febrero de 2021 a las 05:02

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En Uruguay seguimos mirando todos los días (y desde hace un par de semanas con creciente alivio) los datos de evolución de la covid-19, cruzando los dedos para que la gente siga usando mascarillas y evitando las aglomeraciones, mientras aguardamos con expectativa la llegada de las vacunas. En estos últimos días, también observamos, y con creciente interés, las señales del gobierno en materia de política económica. Al fin de cuentas, no todos los días asoman ramas keynesianas en el árbol del liberalismo económico. En ese contexto, las autoridades preparan la vuelta de las clases intentando maximizar la presencialidad. Para ser verano, no nos faltan ni desafíos ni temas de analistas. Cada uno de estos asuntos merece la mayor atención y la más serena discusión. Pero el principal partido político de Uruguay, el Frente Amplio, acaba de celebrar nada menos que medio siglo de vida. Y soy de los que piensan que la democracia viene primero, y que sin partidos políticos vibrantes (para usar la magnífica expresión de mi colega Fernando Rosenblatt) no hay democracias potentes. 

Solamente la democracia minimiza, día a día, el riesgo de abusos de poder y genera condiciones para la protección de los derechos humanos. Solamente la democracia hace posible, en el largo plazo, el crecimiento económico en la medida en que también protege los derechos de propiedad. Solamente la democracia hace posible minimizar la desigualdad que, necesariamente, por definición, genera la dinámica del capitalismo. Solamente en democracia es posible desplazar a la elite en el poder sin que la sangre llegue al río. Solamente la democracia, abriendo puertas y ventanas para el control ciudadano de los asuntos públicos, minimiza las tendencias a la corrupción. Desde luego, como han explicado brillantemente los mejores expertos en el tema (desde Norberto Bobbio a Adam Przeworski), la democracia sufre, anda a los tumbos, se levanta, camina, tropieza, se cae… para volver a gatear (el lunes pasado, 1° de febrero, hubo golpe de estado en Birmania). La democracia genera sistemáticamente insatisfacción. Tanto es así que Winston Churchill, siempre brillante, siempre irónico, llegó a decir: “La democracia es el peor régimen político… con excepción de todos los demás”. Pero la democracia, el viejo sueño ateniense del autogobierno ciudadano, viene primero. 

Instaurar y preservar regímenes democráticos es mucho más difícil de lo que solemos pensar. Uno de los principales enigmas a resolver es el de cómo construir partidos políticos potentes, capaces de acordar reglas de juego justas para desafiarse mutuamente. No hay forma de explicar el éxito del experimento democrático de los uruguayos sin tomar en cuenta el papel central de sus partidos. La democracia uruguaya es hija de la lucha por el poder entre el Partido Nacional y el Partido Colorado. Libraron guerras cruentas. No faltaron las masacres ni las hecatombes. Una y otra vez, durante décadas, se agraviaron mutuamente. No faltaron magnicidios, ni golpes de Estado, ni prácticas de fraude electoral. Pero, durante las dos primeras décadas del siglo pasado, pactaron una reforma política que, nueva constitución mediante, alumbró la paz. En ese camino, luchando denodadamente por el poder, colorados y nacionalistas fortalecieron sus respectivas identidades. Además, encontraron soluciones institucionales ingeniosas que les permitieron dirimir las diferencias dentro de cada colectividad. El doble voto simultáneo, la invención de Borély, convertido en ley en 1910, fue un hito decisivo. De esta mezcla de emociones, razones y soluciones institucionales ingeniosas están hechos nuestros añosos partidos fundacionales. 

Ya llego al Frente Amplio. Me disculpo por el extenso rodeo. Pero lo que vale para colorados y nacionalistas vale también para los frenteamplistas. También el FA es una hazaña política. También el FA es una trenza potente de emociones, razones y soluciones institucionales inteligentes. Así como no es posible explicar la instauración de la democracia uruguaya a principios del siglo xx sin blancos y colorados, es imposible dar cuenta de su excelente desempeño comparado reciente sin registrar el papel del FA. Desde luego, como a los partidos fundacionales, también a la izquierda le costó aprender a respetar y a jugar lealmente con las reglas de la democracia. En este sentido, está lejos de ser brillante (nótese mi esfuerzo por ser piadoso) el desempeño de la mayoría de las organizaciones de izquierda durante la década del sesenta (tupamaros, socialistas, también comunistas, aunque les cueste admitirlo). Pero a partir de la fundación del FA, el 5 de febrero de 1971, la relación entre la izquierda y la democracia “formal” cambió para siempre. 

El FA, desde 1985, jugó un papel muy importante en términos democráticos. A medida que los partidos fundacionales fueron impulsando valientemente reformas estructurales que no podían sino alienarles apoyo popular (control del gasto y de la inflación, nuevo equilibrio entre Estado y mercado, apertura comercial), el FA se convirtió en la esperanza de tiempos mejores para quienes se sintieron defraudados y dañados. Así, elección tras elección, especialmente entre 1994 y 2004, fue incrementando su caudal electoral. Cuando le tocó ganar y gobernar, como pasa siempre, acertó, se equivocó y se desgastó. Mientras tanto, los partidos que habían sido desplazados del poder encontraron la fórmula para vencerlo. Escribo esto para decir que la celebración de los 50 años del FA no debe ser un festejo exclusivo de los frenteamplistas, sino de todos quienes aman la democracia. La pantalla de mi laptop se inclina en su homenaje. 

Adolfo Garcé es doctor en Ciencia Política,
docente e investigador en el
Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad de la República

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