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La naturaleza nos declaró la guerra

A pesar de esos avances de nuestra inteligencia y conocimiento aparente de la realidad circundante, nos fuimos encegueciendo
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23 de marzo de 2020 a las 05:04

“Es como una invasión extraterrestre”, dijera el economista Kenneth Rogoff al referirse a la pandemia. Apelando al cine como una referencia -es llamativa la retrospectiva precisión de muchas películas, entre ellas “Contagion” que en este contexto parece ya un documental más que una ficción- me acordé de “La Guerra de los Mundos”, la versión de Spielberg, con un disfuncional padre de familia para quien y al igual que para toda la humanidad, el mundo comienza a terminarse un viernes de otoño por la tarde, a partir del momento en el que el primer trípode ciclópeo emerge de las profundidades de un suburbio en Nueva Jersey.

En esta versión, el protagonista, apenas digiriendo el impacto de lo improbable, va asumiendo el rol de soldado, decidido a proteger a sus hijos, a como dé lugar, a partir de una alteración súbita e irreversible de la realidad. Y mientras ese mundo atacado desciende en el pánico, él se convierte en un escudo humano, con su misión instalada como un blanco de disparo entre sus ojos: devolver sus hijos a su madre, sanos y salvos. La supervivencia de la especie.

Basada en la novela de H.G. Wells, esta versión tiene una introducción y un epílogo sugerentes, citando fragmentos adaptados de la obra original, en la grave voz de Morgan Freeman. En la primera, nos introduce a nuestra complacencia como especie, viviendo en el planeta como si fuera nuestra posesión, ajenos a la envidia de otras especies desconocidas que nos vienen observando para, eventualmente, eliminarnos y adaptar la Tierra a las condiciones de su propio hábitat natural. Pero es la conclusión, la que más me resuena ahora: aquellos invasores no fueron finalmente derrotados por el sofisticado y poderoso arsenal creado por el hombre, sino por otra clase de munición, en definitiva la más letal de todas: la de los virus y bacterias, frente a las cuales nosotros, la humanidad, nos hemos ganado la inmunidad, a través de miles de años de existencia y adaptación, en un acuerdo de paz relativa pero nunca definitiva.

Hoy, mediante un arma desconocida e imprevisible, la naturaleza nos ha declarado la guerra. Los virólogos explican, convertidos en los faros que nos iluminan en esta navegación de neblina espesa y clima tormentoso, el particular detalle de que los virus no son “criaturas inteligentes”. Son, quizás, insistiendo en la analogía bélica, -la más apropiada para estos tiempos- microscópicos “drones” bioquímicos que se insertan en nuestro organismo, para valerse de nuestras células como máquinas para replicarse y tomar nuestros cuerpos, uno a la vez. Lo endiablado de este virus, es que dispone de nuestros cuerpos, en su avance y conquista, como verdaderos “caballos de Troya”, usándolos y simulándolos como saludables, convirtiéndonos así en su propio ejército propagador.

Siempre creí que en la Naturaleza hay un sentido, una coherencia, un poderoso y constante propósito y obrar sobre mecanismos y engranajes, muchos visibles a nuestros ojos y otros invisibles pero presentes e imprescindibles. En la armonía y balances de sus ecosistemas, en la estética de las formas en flora y fauna, en las dinámicas de vientos y corrientes marinas, no puedo apreciar otra cosa que esa presencia creadora y proveedora de vida y de estabilidad. Como especie, hemos sido muy afortunados hasta ahora.                        

En algo casi idéntico a un paraíso, la naturaleza nos ha brindado la invalorable oportunidad de vivir y prosperar en todas nuestras singulares y únicas dimensiones, con sus maravillosas virtudes y abyectos defectos. Y es ante esta realidad, en la que nos fuimos acostumbrando, en el afán instintivo de convertir nuestra supervivencia de cavernas, en una utopía como civilización y como raza insuperables.                                                        

A pesar de esos avances de nuestra inteligencia y conocimiento aparente de la realidad circundante, nos fuimos encegueciendo, a medida que construíamos y recorríamos el camino del paradigma del “progreso infinito”.

En esa paradoja final, de creer que cuanto más veíamos a través de la realidad, más poderosos nos volvíamos, la miopía se convirtió en ceguera y hemos chocado ahora, una vez más, contra una de las barreras de esa realidad que siempre ha escapado de nuestras manos. No por incapaces ni ignorantes, sino por el simple hecho de que esa realidad inasible, nunca nos ha pertenecido.

James Lovelock es un científico inglés, quien desarrolló la teoría de Gaia. En grandes líneas refiere al hecho de que la Tierra es un gran organismo que se autorregula en la defensa de su propia estabilidad y continuidad como cuna y matriz de vida. En tiempos de amenazas creadas por los humanos, el planeta parece haber activado uno de sus recursos, para frenar lo que un sistema consciente de su propia misión existencial, venía advirtiendo como señal transgresora.

El imparable progreso acelerado desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta ahora, era insostenible para esa armonía, para ese contrato entre nosotros y la Tierra.                              

Nos estábamos devorando a nosotros mismos, confundiendo lo abundante con lo eterno. Porque en ese contrato existe todavía una cláusula fundamental. Es aquella que indica que los humanos no somos los anfitriones de este paraíso. Sino apenas unos invitados más, como las hormigas y los ratones. En las acciones sin precedentes que venimos tomando ahora para protegernos, la de paralizar la maquinaria de progreso que hemos venido construyendo y manteniendo, yace la esperanzadora señal de una revelación esencial: de la mano del espanto y la humildad ante lo desconocido, tal vez ahora aprenderemos esa condición de huéspedes, para así comenzar a actuar en consecuencia. Porque ciertamente, el mundo después de esta pandemia, ya no será el mismo. No por decisión nuestra, sino de nuestro anfitrión.

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