Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

La peste y La importancia de ser oriental

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08 de diciembre de 2019 a las 05:00

Estimado Leslie:

La peste

Tiene razón cuando dice que Uruguay es un país con tradiciones profundamente socialistas. Sin embargo, permítame discrepar con que “nada hay más conservador, ni más amante del status quo, que el socialismo”.  El afán de continuismo no es privativo de ninguna ideología específica; como el mosquito, está siempre al acecho, y la sangre que más lo ceba es la de los adeptos al gobierno de turno. En efecto, nada más propicio que el ejercicio del poder político (o el amiguismo con quien lo ejerce) para alimentar la devoción al status quo.

Gobernar da placer, o al menos eso le pareció a Voltaire, quien dijo, además, que “el placer da lo que la sabiduría promete”. La gratificación inmediata es el caballito de batalla del placer, mientras que la sabiduría educa a la frustración y forja a la paciencia, obligándonos a esperar estoicamente en la “sala de espera” antes de dispensarnos sus beneficios. Por eso no es extraño que cambio sea sinónimo de fracaso para quienes tienen el poder político en sus manos. Y aunque ipso facto lo es, también es cierto que la renovación es el oxígeno de toda auténtica democracia. El mismísimo Simón Bolívar, bajo cuya insignia se amparan hoy –paradójicamente– ciertos lascivos amantes del status quo, sostuvo que “la continuación de la autoridad en un mismo individuo ha sido, frecuentemente, el término de los gobiernos democráticos”.

Desde Platón, los sofistas han tenido bastante mala prensa en la historia de la Filosofía. Sin embargo, ellos fueron –sin duda– los más distinguidos teóricos y artífices de los valores concretados en la democracia de Pericles, allá por el siglo V A.C.  En su relativismo – ilustrado en la famosa cita de Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas”– se gesta la idea de que la mejor forma de gobierno es la que coloca el poder en manos del pueblo, donde confluyen una pluralidad de voces y perspectivas. La democracia aparece cuando los hombres comprenden que no existen formas absolutamente verdaderas o buenas de regular su coexistencia. Por esto, un verdadero demócrata es quien reconoce que su opinión es siempre relativa y, por ende, susceptible de ser contrastada con otros pareceres o valores alternativos. La democracia es incompatible con el absolutismo, no solo político sino también gnoseológico y ético y, entonces, si la sabiduría exige paciencia, la democracia nos demanda un especial sentido de modestia. Una humildad adquirida a partir de una doble y misma conciencia: la de nuestra connatural insuficiencia, y la de la oportunidad de superación –tanto individual como colectiva– que esta insuficiencia nos dispensa.

No es fácil la democracia, Leslie, y por eso suelo preguntarme si, de verdad, es “el menos malo de todos los sistemas de gobierno posibles”. No se trata un ejercicio fácil, más que nada porque me fuerza a poner en tela de juicio mis valores y creencias más introyectadas.  Sin embargo, me resulta sumamente útil para discernir las debilidades, no solamente de la democracia, sino también las de nuestra propia condición humana que boicotean la convivencia democrática. Esto me conduce a la reflexión de Rousseau: “Si hubiera una nación de dioses, estos se gobernarían democráticamente; pero un gobierno tan perfecto no es adecuado para los hombres”. Pero no… Los dioses no necesitan gobernarse democráticamente porque ya son perfectos. La democracia, por el contrario, germina en tierras siempre perfectibles y se nutre de inteligencias conscientes de su propia incompletud.

Para vivir democráticamente debemos ser honestos respecto a lo que somos, y aprender a lidiar con nuestra propensión al error, el fracaso y el cambio de opinión y actuar en consecuencia. La democracia nos exige la humildad de la sabiduría, ofreciéndonos, a cambio, el resguardo necesario para pensar en libertad y distinguir, así, la verdad de la mentira.

Porque tiene razón Nietzsche: “Hay una falsedad perversa en quienes disponen por encima de sus capacidades”. Autócratas ávidos de continuismo que, para preservar su ilusión de poder y el placer inmediato que ésta les otorga, reniegan de su inacabada humanidad y juegan a ser dioses. Mas a éstos, tarde o temprano, la democracia siempre los desviste y desmiente. Porque, a diestra y siniestra, el despotismo es siempre la peor peste.   

La importancia de ser oriental

Estimada Magdalena:

Debo agradecerle, de entrada, su ayuda con el título de mi carta. The Importance of Being Uruguayan era un lejano pastiche wildeano. Fue María, al acometer la traducción, quien recordó que, en el caso de ustedes, hay un gentilicio bicéfalo. Pero ignoraba si existía algún uso o circunstancia que aconsejara el uso de uno u otro. Hablar con usted por teléfono nos permitió aclarar el punto, e inclinarnos por el más heróico y futbolístico “oriental”, contra el más administrativo “uruguayo”. Nos alegró mucho escuchar su voz: ¡es usted menos temible en vivo que cuando empuña la pluma! Nos pareció extraño enterarnos de que están ustedes viviendo una salvaje primavera, mientras en Oxford hemos tenido temperaturas nocturnas de hasta -6ºC.

Entiendo que no son ustedes, los orientales, plenamente conscientes de la lección de democracia y civilización que acaban de dar al mundo. En un occidente que ha perdido su dignidad y está siendo soliviantado y, a menudo, incendiado por oscuras fuerzas. Donde el orden público y el respeto a las instituciones están siendo sacudidos en sus cimientos. En un vecindario donde países mucho más grandes que el suyo dan muestras de escaso respeto a las leyes y de una corrupción generalizada que alcanza a la cumbre misma de los poderes de la administración y de la justicia. En un mundo en el que varios de sus principales líderes (entre los que lamentablemente hay que contar a nuestro Primer Ministro actual) han sido filmados burlándose del presidente de otro país, como en un corrillo de colegiales traviesos… Los orientales del Río Uruguay nos han dado una lección. Tras una votación ejemplar, el candidato opositor ha ganado por un puñado de votos, sin que haya habido que lamentar muertos y, hasta donde llegan las noticias, ni siquiera insultos ni descalificaciones mutuas. Déjeme decirle, antes de entrar en la parte teórica de mi respuesta: ¡Eso no es poca cosa: eso es democracia! Bravo.

Me apresuro a estar de acuerdo con usted cuando corrige y ajusta mis precipitadas reflexiones. Es verdad: la resistencia al cambio no es monopolio del socialismo y se manifiesta, a lo largo y ancho del espectro ideológico, sobre todo por parte de aquellos que ostentan el poder. Es una ley universal -con escasos desmentidos. ¡Pero por eso mismo existe la democracia! Para defenderse de ese hábito, de esa constante, de esa tendencia (al parecer irresistible) de intentar quedarse en el poder una vez que se obtiene. Lo que la democracia hace no es otra cosa que armar un mecanismo de desarticulación de posibles déspotas, de aquellos que saben mejor que nadie que, una vez asumido, serán ellos, y no las mayorías que los votaron, quienes ejercerán el poder. Con sus mecanismos de alternancia, la democracia amenaza al político y le recuerda: “¡El soberano soy yo! Y en cualquier momento te mandaré a tu casa, para que tengas tiempo de meditarlo”. Me gusta decirlo así: la democracia es un sistema que manda los políticos a casa.

Lamentablemente, cuando un político tiene éxito, suele tener asegurada la permanencia y solo se lo manda a su casa cuando fracasa. O sea, que el éxito de la democracia –la alternancia en el poder– es el fracaso del político. Y viceversa. Hay ahí un precioso conflicto filosófico.

En la democracia original, aunque no más perfecta, de Pericles, ¡se mandaba a casa al político que tenía éxito!  La institución del ostracismo, un poco extrema a nuestros ojos, lo admito, servía para eso. Sabios legisladores habían entendido que pocas cosas hay más peligrosas para la democracia que un político exitoso.

Esta alternancia que tiene que ver con la pluralidad de voces, tan necesaria en un mundo que, como el de la política, tiene pocas certezas absolutas, la relaciona usted, muy acertadamente, con la búsqueda de la verdad, con la necesidad de distinguir la verdad de la mentira. Y es que, como bien dice Von Hayek, la democracia, para sobrevivir, debe reconocer que no es la fuente original de la justicia, y que ésta no se manifiesta necesariamente en las opiniones populares, ni en los éxitos pasajeros de tal o tal gobernante. También el éxito debe estar subordinado a la verdad: de lo contrario puede convertirse en seducción y abrir el camino a la falsificación de la ley y a la destrucción de la justicia.

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