Un B-29, arriba a la izquierda, escoltado por cazas Mustang P-51, se dirige a bombardear Japón
Miguel Arregui

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La “Superfortaleza” B-29, el avión que incendiaría Japón

Los 75 años de la bomba atómica, una de las aventuras científicas e industriales más grandes de la historia (III)
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07 de julio de 2020 a las 22:12

Los estadounidenses, junto a los británicos, habían aprendido muchas cosas en la larga batalla aérea sobre Europa, y en los años de bombardeo sobre Alemania.

La 8ª Fuerza Aérea de Estados Unidos, basada en campos del Este de Inglaterra, había bombardeado Alemania y sus territorios ocupados, inclusive Francia, a partir del verano de 1942. Primero fue apenas un goteo pero, a partir de 1943, empezó a tomar forma de chaparrón. 

Ya en 1944 los británicos atacaban sin cesar las ciudades y centros neurálgicos alemanes por la noche, en “bombardeos de zona” o “de área”, un eufemismo para incursiones indiscriminadas, con sus cuatrimotores “Lancaster”. 

Las Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos (aún no existía la USAF) preferían los ataques diurnos, más precisos aunque no mucho, utilizando cuatrimotores pesados “Fortalezas Volantes” Boeing B-17 y “Liberator” Consolidated B-24, escoltados por cazas P-47 “Thunderbolt” y P-51 “Mustang”.

El “Mustang” inicial fue un avión mediocre, hasta que se le incorporó un motor Rolls Royce “Merlin”, el mismo que equipaba a los “Spitfire” y “Lancaster” británicos, que se fabricó bajo licencia por la Packard en Estados Unidos. Entonces se tornó un oponente magnífico para los cazas de la defensa alemana.

De Guernica a Berlín

Los bombardeos indiscriminados contra blancos militares situados junto a poblaciones civiles, aunque hubo antecedentes en la Gran Guerra, se iniciaron durante la Guerra Civil Española, aislados y en pequeña escala. El 26 de abril de 1937 aviones alemanes e italianos atacaron Guernica, un pueblo vasco de gran valor simbólico, y mataron a más de 100 personas.

Ese tipo de ataques se volvieron moneda corriente durante la Segunda Guerra Mundial, en un in crescendo infernal de destrucción y por el número de muertos: Varsovia, Rotterdam, Londres, Colonia, Hamburgo, Düsseldorf, Dresde, Berlín y tantas otras ciudades.

Entre agosto de 1942 y mayo de 1945 casi 50.000 aviadores estadounidenses de la 8ª y 9ª Fuerza Aérea murieron en Europa y en la cuenca del Mediterráneo en batallas contra el Eje. Los británicos del Bomber Command sufrieron aún más bajas. Pero cuando los angloestadounidenses desembarcaron en Normandía, en junio de 1944, la logística y la industria alemanas, especialmente la producción de combustibles, estaban muy disminuidas.

Los bombarderos aliados casi habían paralizado el transporte en el Reich, además de causar cientos de miles de víctimas civiles y militares, y provocar una destrucción generalizada. 

Desde 1944 los alemanes respondieron con sus muy avanzados misiles V-1 y V-2, casi imparables, aunque mucho menos masivos.

Después de la guerra, en una entrevista, el comandante supremo de la fuerza aérea alemana (Luftwaffe), Hermann Göring, admitió que cuando vio a los bombarderos estadounidenses escoltados por cazas de gran autonomía sobrevolar Berlín, “supe que el baile había terminado”.

La industria aeronáutica de EEUU

La industria de Estados Unidos, que comenzó a producir material militar más tarde que los demás contendientes, fabricó casi 300.000 aviones militares y civiles durante la Segunda Guerra Mundial, una catarata inigualable.

La joya de la corona fue la “Superfortaleza” B-29, diseñada por la Boeing, que pesaba más del doble que la “Fortaleza” B-17, y fue el resultado de un programa incluso más caro que el “Proyecto Manhattan”: el diseño y fabricación de las primeras bombas atómicas. 

Entre 1943 y 1946 se producirían casi 4.000 B-29, a uno costo total de unos 3.000 millones de dólares de entonces, incluyendo la fase de desarrollo, unos 45.000 millones de hoy. El diseño de la bomba atómica, mientras tanto, costó unos 2.000 millones de entonces.

El B-29, que entró en operaciones a mediados de 1944 con muchas fallas debido a las escasas pruebas y la fabricación apresurada, fue el mayor bombardero de la guerra, el más avanzado y esbelto, y se utilizó sólo contra los japoneses. Sus especificaciones respondieron a las exigencias de la guerra en el Pacífico y sus enormes distancias.

Los defectos del B-29 fueron corregidos sobre la marcha, incluida la tendencia a reventar o a incendiarse de sus muy comprimidos motores Wright Cyclone 3350, de 18 cilindros en doble estrella (dos motores radiales adosados que movían el mismo cigüeñal).

Tenía 43 metros de envergadura y cuatro motores de hélice de 2.200 caballos de fuerza cada uno. Volaba más de 5.000 kilómetros sin repostar y podía llevar unas diez toneladas de bombas. Su velocidad máxima de más de 550 kilómetros por hora, su techo de casi 10.000 metros, y su armamento defensivo (y los cazas de escolta “Mustang” P-51) lo hacían casi invulnerable ante las magras defensas japonesas. 

Incluía compartimentos presurizados para la tripulación de once miembros, que entonces no debía utilizar oxígeno ni pesados trajes de vuelo; hasta una docena de ametralladoras y cañones manejados a distancia, con cálculo electrónico de tiro; y su propio radar de navegación y exploración terrestre.

El B-29 era tan avanzado que los soviéticos, que habían recibido tres de ellos en su territorio oriental, cerca de Vladivostock, por aterrizajes de emergencia, se limitaron a copiarlo, pieza a pieza y tornillo tras tornillo, antes de devolverlos. Esa versión, el Tupolev TU-4, de la que se fabricaron 850 ejemplares, fue la piedra angular de la aviación estratégica de la URSS en la década de 1950, con cargas atómicas.

La destrucción de Tokio

Desde de noviembre de 1944 las “Superfortalezas” comenzaron a lanzar bombas sobre Tokio y otras ciudades, a partir de sus bases en Guam, Saipán y Tinian, en las islas Marianas, a 2.500 kilómetros de distancia. Las islas habían sido conquistadas a partir de junio de 1944, después de sangrientas batallas. Los japoneses también sufrieron una severa derrota en la batalla aeronaval del mar de Filipinas, en la que perdieron tres portaaviones.

También los aviones de la US Navy, basados en portaaviones, realizaban ataques mortales contra puertos y buques japoneses. Las minas, los aviones y los submarinos redujeron la flota mercante japonesa y los suministros, de tal modo que la población padecía hambre y había una gran escasez de combustibles y materias primas. 

Casi todo en Japón estaba en ruinas, salvo la moral. Por si fuera poco, las ciudades del país estaban construidas básicamente de madera y papel, por lo que eran fabulosamente vulnerables.

En la noche del 9 al 10 de marzo de 1945, un total de 334 “Superfortalezas” B-29 lanzaron una lluvia de bombas incendiarias sobre Tokio, la capital de Japón. Fue una catástrofe. Ardieron la cuarta parte de las viviendas de la gran ciudad, junto a instalaciones industriales y la mayor fábrica de motores de aviación del país. Murieron entre 84.000 y 130.000 personas, la peor catástrofe padecida por una ciudad en la historia de la guerra.

Catorce B-29 resultaron derribados, una cifra aceptable para una operación tan riesgosa a baja altura; y más aún porque cinco tripulaciones fueron rescatadas de aguas del océano Pacífico, donde habían amerizado. 

De hecho, las pérdidas promedio de las Fuerzas Aéreas del Ejército estadounidense eran mucho más por amerizajes forzados que por las defensas antiaéreas de Japón, de artillería y de cazas. Las bajas eran de apenas 0,28%: un avión cada 360 salidas; contra 1,18% de pérdidas sufridas en Europa, o un avión cada 85 salidas.

Desde fines de marzo, después de la increíblemente sangrienta conquista de la pequeña isla de Iwo Jima, a mitad de camino entre las islas Marianas y el territorio metropolitano japonés, los pilotos de las Fuerzas Aéreas contaron además con un lugar para aterrizajes de emergencia. Al finalizar la guerra, 2.251 “Superfortalezas” habían hecho escalas allí por problemas mecánicos o daños en combate. Iwo Jima también fue la base de los cazas P-51 que escoltaban a los bombarderos, que tenían menor alcance.

A mediados de marzo las ciudades de Osaka, Kobe y Nagoya corrieron la misma suerte. Y en abril y mayo los B-29 regresaron sobre Tokio. Entonces ardió hasta el Palacio Imperial. Más de la mitad de la población de cinco millones de personas ya había huido, y la industria se paralizó.

Una extraña unidad en las islas Marianas

El último capítulo de la guerra aérea en el Pacífico comenzó a escribirse entre junio y julio de 1945, cuando a la base aérea estadounidense en Tinian, islas Marinas, llegaron 15 “Superfortalezas” del Grupo Mixto 509º. 

Esa extraña unidad, cuyos aparatos tenían modificaciones en la bodega de bombas y ciertas mejoras, como motores de inyección, se había entrenado largamente en una remota base en Utah, en el centro-oeste de Estados Unidos, entre desiertos y montañas, y volando sobre el mar Caribe. Luego siguieron entrenándose sobre el Pacífico. Pero ninguno de sus integrantes tenía idea de lo que iban a hacer, salvo su jefe, el coronel Paul Tibbets, de 30 años, un veterano de la guerra aérea en Europa.

La situación en ningún aspecto era cómoda para Tibbets, entre otras cosas porque Julius Robert Oppenheimer, el jefe técnico del “Proyecto Manhattan”, le había advertido que la explosión atómica también podría destruir su B-29. Además, el 509º, que entrenaba mucho y no combatía, se había convertido en objeto de burla entre los 20.000 soldados que atestaban la pequeña isla de Tinian.

Un empleado del cuartel general escribió unos versos burlescos, pronto muy populares, que empezaban así:

El secreto se alza en el aire,
A dónde van, nadie lo sabe.
Mañana regresarán de nuevo, 
pero nunca sabremos dónde han estado.
No nos preguntéis por los resultados,
a menos que queráis tener problemas.
Pero estad seguros de una cosa cierta:
que el 509 está ganando la guerra.

Próximo artículo: La detonación de la primera bomba atómica en el desierto de Nuevo México, “con el fulgor de mil soles”
 

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