Muchas veces me avergonzaba simplemente ser, por la condena del otro, por leer cosas y compartirlas, por escuchar música, etc, pero nunca me venció del todo ese sentimiento, siempre hubo compromiso conmigo mismo”. Esto lo escribía uno de los alumnos de “Gestión humana” en la reflexión final con la que concluye el curso.
Quizá podría parecer una aseveración un tanto presuntuosa, propia de un joven que todavía no ha tenido que pasar por esas dificultades que presenta la vida amenazando el compromiso con uno mismo, y que a veces lo quiebran.
De todos modos, además de la sinceridad de esa confesión, posee una legítima vigencia como meta, precisamente por el riesgo al que permanentemente nos vemos sometidos de traicionarnos a nosotros mismos, de desdecirnos por la presión del ambiente –la tiranía del rebaño– que tantas veces no consiente una personalidad esculpida desde ese proyecto que responde a la pregunta: ¿quién quiero ser? Comprometido interrogante que implica: ¿qué estoy haciendo de mí? Porque, se sabe: somos hijos de nuestras obras.
Cuestión álgida que alude a ese “fondo insobornable” –del que en repetidas ocasiones habló Ortega– que, a pesar de las razonadas sinrazones con las que algunas veces pretendemos “sobornarlo”, no acaba de asentir a un comportamiento que exige una clara rectificación, una nítida toma de postura contra mi conducta errónea para rescatar lo mejor de mí mismo. Porque solo los estúpidos piensan que nunca se equivocan –también lo dijo Ortega–. Por el contrario, quienes no pierden la lucidez, a pesar de sus errores, reconocen que se han equivocado. Y si rectifican, restablecen el compromiso quebrantado, en lugar de pretender justificar lo que no tiene más explicación que la propia fragilidad, por la que corremos el riesgo de ceder también a la coacción que ejercen los ámbitos en los que nos movemos.
Porque en no pocas ocasiones, la propia fragilidad se alía con la opinión dominante, con los criterios vigentes en determinado momento de la vida social, que acaban por “domesticarnos”, por conseguir que se confirme literalmente lo que irónicamente plasmó la sabiduría popular: “¿Dónde va Vicente? Donde va la gente”, un comportamiento aborregado que desdice del ejercicio responsable de la propia libertad.
En definitiva, se trata de elegir, porque vivir es preferir: ¿qué prefiero? ¿Ese compromiso conmigo mismo, a pesar de todas las adversidades que pueda acarrearme, o, eludiendo la voz de ese fondo insobornable, quedar bien con exigencias del medio -social, corporativo- que no tolera una conducta diferente a lo que es esperable desde un sentir generalizado?
Y no se trata de recurrir a la tan manida tolerancia, que, siendo preferible a la intolerancia, no deja de ser una especie de insulto. Porque es como enrostrarle a alguien, desde una pretendida superioridad moral, que hasta se es capaz de tolerar lo que decididamente se piensa que es una conducta deleznable, como si uno fuera el juez supremo del comportamiento de los otros. Lo que no implica deslizarse hacia un relativismo donde “todos los gatos son pardos”. Porque puedo, y a veces debo, discrepar, pero respetando a las personas, al estilo de vida que deberían poder elegir en conciencia, sobre todo cuando no dañen a un tercero. Y sin que esas opciones diferentes a las propias supongan un conflicto en la convivencia.
Hanna Arendt, en sus reflexiones sobre lo que llamó “la banalidad del mal” (esas aberraciones que se pueden cometer sin una especial depravación, simplemente por no pensar qué es lo que en realidad se está haciendo) postula un interrogante que da en el núcleo de la cuestión: ¿con quién quiero yo convivir? Bien entendido que el más próximo a mí mismo, aquel con quien no puedo eludir la convivencia, soy yo mismo. ¿Quiero convivir conmigo mismo, o con esa máscara que podríamos llegar a fabricarnos de la que solo pueden esperarse muecas, nunca auténticos gestos?
Por tanto, si vivir es preferir, en definitiva, se trata de quien es el yo, de las múltiples versiones que puedo encontrar en mí, que elijo. ¿A quién quiero ver en el espejo cada día? Sin olvidar que ese yo no puede ser un capricho personal, porque de algún modo me viene sugerido en su bosquejo inicial por ese fondo insobornable que, como fuente inagotable continuará manando una vida auténtica mientras no se la enturbie arbitrariamente desde un proyecto construido al margen de quien realmente estoy llamado a ser.
Esta fidelidad a uno mismo es decisiva a pesar de que al principio pueda amenazar con el avergonzamiento, como en el testimonio del comienzo, y más tarde haya que cuidarse de no avasallar a los otros desde la propia subjetividad, haciendo caso omiso del respeto debido a cada uno para que las diferencias, legítimas, no acaben alterando la convivencia con todos. Una convivencia sana, inteligente, en la que se anule esa tiranía del rebaño que a veces de un modo subrepticio se va infiltrando en la sociedad y en los grupos hasta aniquilar la riqueza que cada uno es capaz de aportar desde su propia personalidad.