Leonardo Carreño

La venda en los ojos, la balanza y la espada

Una tendencia se abre paso para juzgar y condenar en base a consignas, títulos o documentos parciales, y una presión social para que haya que sumarse a campañas, con el riesgo de ser cómplice de delitos

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05 de febrero de 2022 a las 05:01

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En la primavera de 1907, el Uruguay dejó de lado para siempre la pena de muerte como castigo máximo. El presidente Claudio Williman promulgó la Ley Nº 3.238 el 23 de septiembre de ese año, dos días después de la votación final en el Parlamento. “Queda abolida la pena de muerte que establece el Código Penal. Queda igualmente abolida la pena de muerte que establece el Código Militar”, quedó en su artículo 1º.

Al “abolir”, se sentía que eso era más que un cambio, que era dejar atrás una práctica de “hacer justicia”, que se iba en un camino de modernización, en un avance en la civilización.  No era un cambio de penas, cantidad de años, caracterización de un delito, sino una decisión de “dejar atrás” mecanismos que antes se consideraban correctos y a partir de entonces, inaceptables.

El segundo artículo establecía que “en los casos de la abolición de la pena de muerte se impondrá la de penitenciaría por tiempo indeterminado”, pero esto tampoco era una pena de encierro de por vida, porque el párrafo siguiente aclaraba que ese castigo “tendría como máximum 40 años y como minimun, treinta años”. Penas duras, durísimas, para los delitos más graves, pero con un límite.

Aquella decisión era parte de un camino de modernización de la justicia, porque la sociedad evolucionó y eso es un proceso, gradual, pero en un sentido.

Hay una diferencia sustancial entre “justicia” y “sistema judicial”, porque una cosa es “lo justo”, una cosa es querer remediar un daño, tratando de “hacer justicia”, y otra cosa es lo que ocurre en la realidad. La sociedad se fija un conjunto de reglas de convivencia, que implican límites, prohibiciones, y que fijan penas para castigar a los que incumplen. Esas normas fijan delitos contra las personas (homicidio, lesiones), contra la propiedad (robo, rapiña), contra delitos económicos (estafa, fraude), contra el Estado (corrupción), contra la seguridad vial, la Constitución, el orden público, sobre relaciones familiares, contra la Hacienda Pública y muchas otras.

Parecería obvio, pero es bueno recordarlo: un poder del Estado (el Legislativo, donde está la representación de los ciudadanos) fija esas normas, y otro poder, el Judicial, las aplica. Y eso no es un ejercicio matemático, no se trata de recibir una denuncia de alguien que manifiesta haber sufrido un delito, y que el juez mire una tabla, y aplique una pena, de tantos meses o años.

El sistema ha ido evolucionando, estableciendo cómo realizar la investigación, canalizar una acusación, permitir que el identificado como autor de un delito tenga posibilidad de defensa. La modernización ha permitido profesionalizar eso, y aplicar técnicas a la búsqueda de pruebas.

Y estableció instancias de apelación, para mejorar la calidad de proceso. La forma de avanzar ha ido generando garantías para los involucrados, lo que no significa “conformar” a todos.

Ese sistema, y esos procedimientos, son lo mejor que se ha podido concebir para la convivencia. Ahora; en función de eso, ¿qué se pretende cuando se dice: “¡Que se haga justicia!”? ¿Cómo se hace “justicia” ante un hecho desgraciado que no puede revertirse, que no se puede ir hacia atrás para evitar? Supongamos un caso de un conductor de vehículo que no se siente bien, no está en condiciones de manejar, pero lo hace igual, confiado que podrá manejar correctamente, pero atropella a una, dos, tres personas, niños o jóvenes, una embarazada … ¿En qué caso una madre, padre, hermanos, hijos, pueden entender que “se ha hecho justicia” con la persona que les quebró la vida? 

¡Ni qué hablar de vejaciones, de actos de humillación y aberración!

Entonces, no es que “se hace justicia”, sino que se aplican normas de castigo a los que incurrieron en delitos.

...

Todo esto sería obvio, pero parece que no lo es, porque además la evolución no es lineal, sino que periódicamente emergen reclamos de “vuelta atrás”, o de “hacer justicia” exprés, o por “mano propia”, o sin garantías y con expresiones como ésta: “¡que se pudra en la cárcel!”.

En los últimos tiempos ha emergido otra expresión de retroceso, la de “justicia en la plaza”, aprovechando el submundo de las redes sociales. No solo es presión para condenar a alguien, sino para que todos se sumen a su indignación: “¿y vos por qué no repudias esto?”.

No es un solo caso, se van acumulando, y eso comprende hechos desgraciados de círculo íntimo, que, al ser expuestos a manifestaciones de activistas, terminan castigando de nuevo a una víctima. No muy lejano está el caso de aquella madre que llevó de España a Uruguay su hija, en forma ilegal, para denunciar al padre de “abuso sexual” contra la niña. El caso terminó siendo más complejo, pero el activismo de redes quería “condenar”: pedía que la niña no viera más al padre, sin saber lo que había pasado, sin pruebas, sin necesidad de investigar, sin importar los derechos de las partes, y fundamentalmente, sin importar la niña.

Esa “nueva forma” de “hacer justicia” busca imponerse; que otros acepten y se sumen, que ayuden a “presionar” y que todos junten fuerza para acelerar un juicio exprés, para que fiscales y jueces hagan lo que las redes piden. 

Esa “nueva justicia” impone miedo, miedo a pensar diferente, miedo a no sumarse a la corriente, miedo a quedar ajeno a la “condena pública”. Esa acción es un retroceso en la evolución de “la justicia”, que por algo se ha simbolizado en el arte con una mujer con los ojos vendados, una balanza en una mano y una espada en la otra.

Vendada, para hacer lo que deba hacer independiente de quién se trate; con una balanza, para tener el peso de argumentos y pruebas de cada parte; y una espada para castigar a los culpables. Pero para castigar luego de un proceso con garantías, y no a los gritos. 

Aquella ley que eliminó la pena de muerte fue un avance: esta nueva costumbre que comienza a hacerse un hábito es un retroceso. El mundillo de las redes seguirá su jugada y empujará por más; la responsabilidad está en los representantes de la ciudadanía en asumir seriamente que ese camino, es una marcha atrás, y que hace daño.

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